‘María Antonieta’, de Stefan Zweig

CÉSAR GONZÁLEZ ALEN.

Stefan Zweig aborda la  vida de la reina de Francia, María Antonieta, esposa de Luis XVI, hija del emperador de Austria, Francisco I y de María Teresa. 

Llegó a  París como una adolescente despistada, con la  ilusión propia de su edad, el mundo por descubrir. La ceremonia de la pedida de mano, y su familia debe girarse, dar la espalda para siempre a sus seres queridos. Ahora es la futura reina de Francia, un vasto imperio con un juego de rituales agotador, una parafernalia protocolaria que absorbe toda la energía. Al mismo tiempo el pueblo sufre calamidades, escasea la comida, los trabajos en régimen de esclavitud, los impuestos imparables. 

Versalles se convirtió en el ombligo del imperio, la megalomanía del rey Sol creó una corte desmesurada, recargada y deformada por una estroboscópica visión de la realidad, pero tal espejismo tuvo el efecto deseado y durante una larga etapa deslumbró al mundo, que cayó bajo el influjo de sus fanfarrias. En ese escenario era donde tenía que desenvolverse la aspirante a reina, que no era más que una sencilla adolescente con sueños, con una efervescencia sanguínea propia de la edad. 

La inocente María Antonieta resultó ser una verdadero torbellino. Su carácter estrafalario se dio de bruces con la alambicada puesta en escena de Versalles. Allí todo obedecía a un interminable y rígido ceremonial. Por otro lado, Luis XVI, resultó ser un hombre apocado, pusilánime, con enormes dificultades para tener relaciones sexuales (dos años tardó en satisfacer a su joven y fogosa esposa), solo encontraba solaz en sus libros de latín y  las cacerías

Stefan Zweig va más allá de la ordinaria descripción de hechos históricos, más allá de la mención de anodinos acontecimientos biográficos enmarcados en la caracterología de la Corte, el autor trasciende esas perogrulladas destinadas a estudiantes de bachiller, para ahondar en la psicología de los protagonistas, para desvelarnos los aspectos más íntimos de los protagonistas, rasgos conductuales, aspectos definitorios de personalidades  por lo general  excesivas, víctimas de su propia complejidad. De esa manera, el texto adquiere un valor más humano, más verosímil, en el que la imagen de los nobles trasciende su propia condición y dejan al descubierto su triste humanidad, los residuos genealógicos muy marcados, más allá de sus canibalísticas luchas de poder.

Llama la atención el papel que jugaron en el estallido dela Revolución las fuerzas de la sociedad civil, especialmente  los intelectuales que fueron sus  abanderados. El desencanto de una generación que veía la hecatombe, la mefistofélica actitud de una monarquía abstrusa, que supuraba pudibundez. Mercy escribía: “cuando el derroche y la frivolidad han agotado el tesoro real se alza un grito de desesperación y miedo”. Los aristócratas tenían una visión elitista, excluyente y supremacista de las clases sociales, ellos estaban puestos por designación divina, mientras que el pueblo simplemente estaba allí para servirlos, lo consideraban “un animal peligroso”. 

María Antonieta con su actitud alocada, con sus fuertes arrebatos infantiles, con su incapacidad manifiesta para cualquier labor de gobierno  sirvió de chivo espiratorio para los defraudados, los distintos estamentos sociales empobrecidos, vilipendiados, olvidados. Los destellos de Versalles llegaban hasta la oscura y herrumbrosa París; despilfarro, fiestas constantes, bailes, rituales absurdos para intentar dar sentido a una vida vacua, insulsa, endogámica. Y como maestra de ceremonias la advenediza  austríaca. Este tipo de actividades lúdicas fueron sus única ocupaciones durante dos largos años, en los que los monarcas no fueron capaces de engendrar. La muchacha se frustraba, sabía que el éxito del matrimonio pasaba inevitablemente por traer el mundo un heredero.

Con el tiempo todo empeoró, nadie de entre ellos y en especial la Reina fue capaz de detener aquel tren de vida. Al mismo tiempo, surgió todo un entramado intelectual con los enciclopedistas a la vanguardia: Russeau, Diderot, Montesquiu, o el propio Voltaire, intentaron dar forma a la decepción, a la ira de un pueblo soliviantado por las injusticias. La ilustración arrojó luz sobre una sociedad pétrea, anquilosada en los derechos divinos. La burguesía había ganado poder económico y ahora buscaban el poder político.

A través de los ojos de María Antonieta vemos la gigantesca transformación de la sociedad, pero quizá ella no fue capaz de percibirlo, cegada por la opulencia, por el infantil flirteo con sus  galanes, sin otro interés que el mero entretenimiento. Mostró una nula visión de estado, su ceguera ante los hechos, que a la postre le costaría la vida y un cambio de paradigma político.  Ésta es la historia en minúsculas, la que se mueve entre los muros del palacio de Versalles.  Ni en el peor de los sueños, pudo sospechar el calvario que le esperaba tras el levantamiento del pueblo, la consolidación de la Asamblea Nacional Constituyente, la anunciada irrupción del  tercer estado. Fue precisamente la fastuosidad, el lujo que la envolvía la que le impedió comprender los motivos, la causas de tal furia, de los acontecimientos que desencadenaron en la persecución a ultranza de la Familia Real como fuente de todos los males, víctimas de su propia absolutismo.

Como en toda Revolución el caos fue aprovechado para difundir cientos de mentiras, para exagerar los chascarrillos, para hacer de la anécdota categoría, así de unos cuantos periódicos existentes, surgieron multitud de panfletos en una competición desmedida por publicar el hecho más exagerado, la mentira más provocadora, la trama más cruel: “¡Lo que hay que hacer es ser ruidoso, ser bien impetuoso y cuanto más ruidoso mejor, y que todo el odio caiga sobre la corte”. Desmoulins, Mirabeau, Loustalot o Marat, entre otros, fundan sus propios periódicos

Los titulares se convirtieron en el alimento para el odio, el pueblo se levantaba cada día con un escándalo de la reina (María Antonieta se acuesta con su hijo de ocho años), el periodismo entró en una imparable carrera difamatoria, contagiando la ira como un virus. Encontraron una gran rentabilidad en la polarización, tan de moda en nuestros días. Suscitan un interés falso, volátil, basado en las mentiras. Este planteamiento polarizador acaba por viciarse y emponzoñar los medios, en la carrera por vender ejemplares se difunden las mentiras necesarias, se urden las tramas convenientes, en definitiva, se construye una realidad paralela, que acaba por sustituir a la verdadera. Se crea una cortina difusa, en donde lo real y lo inventado se solapan. Y así nace la tan manida “Opinión Pública”, que acabó por condicionar cualquier decisión política, resulta más importante la opinión publica que la verdad, hay que tenerla siempre a favor y para ello hay que desinformar correctamente. 

Mirabeau fue el presidente de la Asamblea Nacional. Como hombre inteligente y perspicaz, pronto se dio cuenta de que del caos podía surgir algo rentable, que de la confusión se podía destilar clarividencia. Intentó contentar a las dos partes, pero más a la monarquía. Para ello trato de: “aniquilar la Revolución por medio de su exceso, la anarquía”. Él fue quien acuño la frase: “la política de lo peor”. Tres siglos más tarde estos mismos conceptos se escuchan sin ningún pudor en nuestros Parlamento: “dejad que caiga España, que ya la levantaremos nosotros”. Un aventajado alumno de Mirabeau. La ciencia política germina en los procesos históricos, se plasma en grandes movimientos sociales, fragua  con la astucia y la marrullería, sirve a amos poderosos e interesados. Es el arte del engaño, del subterfugio, sibilina y huidiza, es la cara oculta de la moral.

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