Novela ‘El hombre analógico’: Capítulo 1, parte 3
DANIEL FUENTES.
Y una lógica parecida —explicaba un agente de la C.I.A— animaba la búsqueda de peligrosos terroristas, traficantes de personas y redes internacionales de pederastia: la ausencia de redes sociales era tan prueba de un crimen como una huella digital.
Por eso se centrifugaba las sienes con las yemas de los dedos todas las mañanas en el portal, para mejor excogitar cuál sería el mejor itinerario hasta la boca de metro que lo conduciría al trabajo y le permitiría sortear la vigilancia del Maligno y el escrutinio de sus satélites. O si ese día sería más conveniente ir a pie, en tranvía, autobús o metro, y en cada caso qué ruta seguir. “Dame, señor, coraje y alegría/para escalar la cumbre de este día”. Otras veces, se recitaba como una jaculatoria el poema Alto jornal, de Claudio Rodríguez (https://www.poemas-del-alma.com/claudio-rodriguez-alto-jornal.htm), justo antes de echar el primer pie al asfalto.
Desde que vio El mago de Oz de niño, nunca dejó de esperar secretamente, incluso en la vida adulta, que al salir a la calle hubiera un camino de baldosas amarillas desparramándose a sus pies hacia un horizonte feraz, poblado de gente bondadosa, valiente y honesta, que reconocía sus taras sin complejos y ayudaba desinteresadamente a los demás en su camino de perfección. El catálogo de potencias del alma de los protagonistas de la película no podía ser más ambicioso ni más modesto: el hombre de lata aspiraba a un corazón; el espantapájaros a un cerebro; el león quería ser valiente, y Dorothy quería un hogar, al que finalmente pudo volver entrechocando tres veces los talones de sus chapines rojos. Más que como una alegoría de la vida, Tertuliano entendió de pequeño la imagen en toda su literalidad, y ya de mayor, se propuso deliberadamente que pondría a salvo de la fuerza destructora y gris de la costumbre un puñado íntimo de sueños, que serían su tabla de salvación entre los restos de todos los naufragios a los que le fuera dado sobrevivir. Selló con su propia conciencia el pacto de seguir siempre el camino de baldosas amarillas, por arduo, esquivo o peligroso que fuera, por mucho que hubiera que dormir esquinadamente con un ojo abierto y arrostrar emboscadas de zarzas y alimañas escondedizas. O mejor, directamente, decidió que dormiría con los dos ojos abiertos; o quizá, mucho mejor aún, no dormiría en absoluto para aprovechar el tiempo y vivir ocho horas más todos los días, y de paso, cumplir la máxima aquélla que tanto le gustaba: «Vivir en la alta vigilia del poeta». La adoptó porque le venía como de molde para justificar sus raptos de ensoñación y sus insomnios crónicos. Tertulietor le hizo una pregunta inquietante: «¿Vives en la alta vigilia del poeta o en la vigilia bajuna del currela insomne, so pringao?», pero lo hizo callar, por tóxico, según aconsejaba hacer el post-it que Jovita había puesto en la puerta de la nevera y sujetado con un imán en forma de tortuga.
Antes de aventurarse a la acera desaforada, miraba a izquierda, derecha e izquierda como si fuera a cruzar la calzada. Se atusaba la gomina y se enrulaba las guías del mostachón antes de calarse la boina roja de karlista, y por debajo de las polainas, entrechocaba tres veces los tacones de sus Diadora van basten, enrojecidas de betún, trasunto de los chapines de Dorothy, para invocar clemencia a la jornada y vuelta salva. Una vez en la calle, Tertuliano encarrilaba la marcha que le marcaran las baldosas amarillas de turno. Doblaba esquinas y tomaba curvas como un velocista en trance de alcanzar la compensación del atleta en la calle contigua de un estadio olímpico. A veces el camino de baldosas amarillas se interrumpía con alguna alcantarilla, contenedor de obra o andamio, y Tertuliano tenía que sortear como jugando a la rayuela cuanto imponderable le hubiera interpuesto el urbanismo delirante del ayuntamiento. Si no lo veía nadie, a veces imitaba números musicales de nombradía, chapoteando en charcos si lo permitía la lluvia o describiendo círculos alrededor de una farola enganchado de un brazo, levantando con el vuelo de su capote de astracán todas las pelusas e inmundicias de la calle; otras estrellaba charlotescamente los talones en el aire, o se animaba a imitar algunos arabescos del ballet marcial que marcaban Judy Garland y el espantapájaros camino de Oz mientras se miraba de reojo en las lunas de los escaparates y cantaba en falsete macarrónico: We’re off to see the wizard/ The Wonderful Wizard of Oz…