«Matar cansa»: terror en el Pavón Teatro Kamikaze con Jaime Lorente

Por Horacio Otheguy Riveira

La atracción por lo criminal es muy fuerte desde muy antiguo, pongamos, por ejemplo, desde los contacuentos orales, aquellos hombres que iban de pueblo en pueblo contando historias o los que, en las propias comunidades, tenían el talento de encantar a todos con su envolvente voz relatando sucesos fantásticos como si fueran reales, y sucesos auténticos a la manera de legendarias aventuras. Por todas partes, el odio, la venganza, el resentimiento, el amor en peligro, los amores convertidos en furiosas explosiones de celos… Todo ello se fue desarrollando civilización tras civilización, en diversas formas de comunicación hasta dar con la espectacular actualidad en que series de televisión de todo tipo, libros de investigación policiaca, podcasts abundantes e infinidad de novelas en el arco de la mediocridad,  la completa banalidad o la capacidad de crear obras maestras en torno a la siempre sorprendente capacidad de matar por matar.

Ya Charles Chaplin en su más polémica película sonora, Monsieur Verdoux (1947), planteaba una pregunta esencial: ¿Por qué en la guerra matar al enemigo recibe medallas y en tiempos de paz el asesinato individual se castiga con la guillotina?

Al margen de toda esta complejidad, espiando sobresaltados, están los espectadores fascinados y fascinadas tras las huellas de cualquier criminal interesante, con o sin buen policía que le persiga. El teatro poco se ha ocupado de este género, una excepción fue Roberto Zucco, de Bernard-Marie Koltès, y en la novelística española, Muñoz Molina, no adscrito al género, pero con una sobresaliente novela negra en 1997, Plenilunio, indagando en el devenir de un joven psicópata.

Poblado está el mundo cultural de médicos y psiquiatras que se pasan al lado oscuro, vampiros donde menos se esperan, y una humana fauna que mete un miedo confortable —por distante de nuestra existencia de gente adaptada—, tan intensa la necesidad de los usuarios de ir al más difícil todavía. Volviendo al teatro, la obra póstuma de Koltès, fallecido a los 41 años en 1989, verifica una constante desde finales del siglo XX: la exaltación más o menos poética o tiernamente morbosa del asesino en serie, heredero de la decadencia de la civilización occidental y cristiana.

De alguna manera, en el imaginario colectivo se acepta desde entonces —y a día de hoy se aplaude con entusiasmo— la imagen del bárbaro exquisito o vulgar rabioso convertido en un tipo humano (ambos sexos palpitan en la misma línea) con quien identificarse. Sociológicamente queda en evidencia que ninguno de los supuestos valores de la sociedad se mantienen en pie, aunque en este contexto, puede haber excepciones más sugerentes como la que Santiago Loza propone en este título irónico de Matar cansa, aunque en su interior no hay pizca de ironía.

La proeza actoral de Jaime Lorente

De Santiago Loza conocimos una espléndida función dirigida en 2018 por Pablo Messiez con Isabel Ordaz y Fernando Delgado-Hierro: He nacido para verte sonreír. Dramaturgo, cineasta y ya autor de dos novelas publicadas en Tusquets, en todo lo que hace prevalecen relaciones complejas si no patológicas. La soledad en frustrante compañía o la abyecta fascinación por el crimen que comete otro, alguien a quien se ama en silencio o se admira incondicionalmente. Un triángulo criminal está en el eje de esta narración escénica que avanza con indudable tensión, que atrae y repugna en tanto violación de prostitutas y asesinatos compulsivos…

Al principio menor de edad, el proceso lo cuenta alguien que tardamos en saber quién es, de manera que en el desarrollo del monólogo (con mucha y bien calibrada acción) se sugieren cadencias de doble personalidad, pero en realidad hay tres en conflicto permanente con una envolvente capacidad de matar a quien se desea amar; probada la penetración sobre una mujer indefensa y, al no lograr calmar la excitación (“porque sigo caliente”)… flota el deseo homosexual en el vaivén de una existencia que avanza, vertiginosa, entre robos, violaciones, asesinatos, con una sexualidad distribuida teatralmente en el cuerpo muy vestido de un actor que de pronto desnuda sus pies, aligera su torso vestido para después desnudarlo en un grito desgarrador.

El vigía, narrador, amigo de un amigo al que ve ducharse placenteramente, violador y asesino con mueca nerviosa de psicótico y maneras de chico ciertamente muy peligroso, aunque parezca tímido, es un personaje surgido del duro trabajo de un actor forjado en otras creaciones muy distintas. De allí el primer mérito y luego todos los que convenga reseñar, tales como la voz potente, diáfana, musical, con que hace suyo el texto; el cuerpo flexible, anodino al principio, con su gesto repetitivo que quiere ser sonrisa cada vez que se equivoca y nos pide “perdón, perdón, perdón”; la rotundidad del cuerpo desafiante que no conoce límites morales ni sentimentales, haciendo de la destrucción un monumento humano de inconcebible belleza; la energía con que emana capacidad destructiva pero al mismo tiempo proyecta ráfagas de ternura, como señala Roberto Saviano en el Beso feroz de Los niños de la banda, cuando se ocupa de la actualidad de los jóvenes mafiosos.

Este de aquí no sabe actuar en equipo, es un lobo solitario que en el Pavón provoca alta tensión para un público activo, necesariamente empujado a entrar en sugerencias intelectuales y psicológicas, como si se tratara de la introducción emocional a un manual forense de psicopatología criminal. Y crea un hipnótico interés a la vez que un rechazo que empuja a mirar hacia la puerta, hacia el pasillo de la sala, tanteando si entre las sombras que crea la excepcional iluminación de David Picazo hay un hueco para escapar de tanta ruindad solitaria que recuerda casos muy dispares: el día a día de bestialidad en manada, entre violaciones colectivas por señores de la guerra, entre muy civilizados provocadores, Biblia en mano, de sangrientas batallas donde se vivía en paz entre una mezquita y un templo cristiano, de pronto ambos arrasados; o entre colegialas que vuelven de una discoteca, ignorantes de que hay quienes van a ocuparse de ellas en un monstruoso acto colectivo…

De un monólogo brotan muchas otras historias, según la memoria e imaginación de cada espectador. De allí la riqueza de este trabajo poco común en texto e interpretación, de sobresaliente producción, teatral e ideológicamente muy interesante.

Texto Santiago Loza

Dirección Alberto Sabina

Intérprete Jaime Lorente

Diseño de iluminación David Picazo

Diseño de sonido Rubén Berraquero

Fotografía e idea cartel Alba Pino

Fotografía de escena Pascual Laborda

Dirección artística Antonio Mateos

Diseño gráfico Patricia Portela

Una producción de Jaime Lorente con la colaboración de Buxman Producciones

EL PAVÓN TEATRO KAMIKAZE

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