Contra el Neo-Neorrealismo
Por Gaspar Jover Polo.
¿Dónde está el prestigioso cine francés del siglo pasado, el de finales de la Segunda Guerra Mundial y que tuvo también un exitoso recorrido por los años cincuenta, sesenta y primera mitad de los setenta? ¿El cine de directores como Truffaut, Jean Renoir, Marcel Carné, entre muchos otros, y que protagonizaron actrices de la talla de Jean Moreau, Romy Schneider, Simone Signoret? ¿Se nota su herencia en el cine actual
¿Y donde está también la canción francesa de interpretes y compositores como Édith Piaf, Jacques Brel, Georges Brassens, Mireille Mathieu, que a menudo sirvió como banda sonora de aquellos productos cinematográficos?
Y lo mismo se puede preguntar sobre el cine italiano de entonces. ¿Ubi sunt? ¿Qué se ha hecho, como dijo el clásico, de la herencia que dejaron Visconti, Fellini, Vittorio de Sica y actores como Mastroianni, Sordi, Gassman, por no hablar de Dino Risi, Comencini, Ettore Scola, directores italianos menos conocidos pero no menos llamativos?
Porque cabe recordar que hubo un tiempo en que el cine francés y el italiano se movían en un nivel de calidad alto o altísimo, tanto que estaban a la cabeza del cine de autor. La prueba está en que aquellos actores y directores europeos fueron llamados con frecuencia por la poderosa industria de Hollywood y que estrellas consagradas del cine norteamericano tuvieron a bien desplazarse para trabajar con Fellini, con Visconti… El actor y cantante francés Yves Montand co-protagonizó, por ejemplo, una película con, nada y nada menos, que la estrella Marilyn Monroe; Jean Renoir hizo varias películas en EE.UU. con actores y actrices punteros en la industria estadounidense. Hasta tal punto ha llegado el prestigio de aquel cine italiano, que el director norteamericano Woody Allen ha dicho más de una vez que El ladrón de bicicletas, de de Sica, es su película favorita de la historia del cine.
Y la respuesta que debemos dar es que no, que no se nota la herencia de aquel conjunto deslumbrante de actores y de directores, que el cine actual francés discurre por muy alejados derroteros. Los cineastas de entonces tocaban también el tema social y el político, los temas propios del cine comprometido, con películas que, por ejemplo, hacían balance del drama ocurrido durante la Segunda Guerra Mundial y de la lucha contra los nazis –Arde París, de René Clément, Juegos prohibidos, El ejército de las sombras-; pero entonces, junto al dolor y al sufrimiento producido por la guerra y por la posguerra, junto a la denuncia de las atrocidades de los regímenes fascistas, nunca faltó el soplo épico ni el aliento poético que convierten el cine en séptimo arte.
Queriéndolo o no, tal vez en algunos casos de modo instintivo, los mejores directores de entonces nunca se conformaron con tratar por extenso los temas sociales, sino que quisieron ir un poco más allá, proporcionar algún extra, aportar un estilo propio, lo que se llama un sello de autor. Mientras que el cine francés es ahora, en general, un cine estrictamente realista y bienintencionado que se centra exclusivamente en dar cabida a los problemas de la sociedad del momento, el de la emigración, el de la marginación de los barrios obreros, el de la discriminación de la mujer. El cine de ahora trata esos dramas sociales de un modo honrado, de eso no cabe duda, pero también de un modo demasiado directo y simple que tal vez no sea suficiente. Ya se sabe que la línea recta y más corta entre dos puntos no es el mejor camino en cuestión de arte. Y por eso puede que no sea suficiente poner el foco en los problemas actuales, en la injusticia social, por muy grave que nos pueda parecer nuestra situación.