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La maldición de Bly Manor: Pastiche justificativo

Por Carlos Ortega Pardo.

La maldición de Bly Manor supone la enésima prueba de que el espectador de hogaño es menos inteligente que el lector de antaño. Porque la gozosa ambigüedad que, desde el propio título, adornaba a Otra vuelta de tuerca —incluido el subtexto freudiano avant la lettre — se embarra aquí en una prolija ristra de explicaciones, no vaya a ser que al romo entendimiento de la audiencia le dé un tirón, o una apoplejía, de tanto pensar, y tan fuerte. Tampoco hace falta remontarse tan lejos como 1898, año de su publicación; basta echar un vistazo a Suspense (The Innocents, 1961), la estupenda versión que rodara un Jack Clayton cuyo apellido se toma aquí para la au pair encarnada por Victoria Pedretti, en simpático guiño a todo un artesano que, insisto, hubieran debido tener más presente.

 

La pulsión por dejar todo atado y bien atado y que ni uno sólo de los personajes carezca de un completo background justificativo para cada decisión adoptada a lo largo del día —hasta el porqué de desayunarse con café en lugar de té, y no es coña— acaba, curiosamente, provocando el efecto contrario: unas lagunas argumentales que, además, alcanzan profundidades abisales conforme la serie se aleja de Otra vuelta de tuerca para acercarse a Los otros (The Others, 2001). Comparada, la cinta de Amenábar constituye, encima, un prodigio de coherencia. Por ejemplo, la situación, digamos que a medio camino, en que se encuentra el ama de llaves interpretada por T´Nia Miller parece difícil de creer, y eso haciendo un extremo ejercicio de benevolencia.

Claro, que también cabe achacar los excesos didácticos a la necesidad comercial de alargar la concisa nouvelle de Henry James —menos de 200 páginas— hasta las cerca de nueve horas, engordándola con un puñado de subtramas que no hacen sino lastrar la escalofriante intriga original. Si bien es cierto que La maldición de Bly Manor adapta otros relatos del genial escritor neoyorquino —el octavo episodio es una trasposición casi literal de La leyenda de ciertas ropas antiguas—, no lo es menos que el conjunto transmite una desalentadora sensación de pastiche ex machina con que salir de los numerosos charcos en que la serie se ha ido metiendo ella solita. De paso, varios de dichos pegotes permiten a sus responsables satisfacer las exigentes servidumbres coetáneas, con escrupuloso cumplimiento de las cuotas étnicas y de género, así como ajustarle las cuentas al varón blanco heterosexual, génesis de todos los males del orbe, siquiera por meras razones estadísticas.

La ambientación ochentera conlleva la posibilidad de llevar a buen puerto la acostumbrada diversidad de anuncio de Benetton sin incurrir en excesivas incongruencias históricas. No convenía, supongo, traérsela hasta la rabiosa actualidad digital, pues la proliferación de dispositivos y sus cámaras ubicuas —el Ojo de Dios, o de Sauron, 2.0— hubiera tardado minutos apenas en desvelar el misterio, corren malos tiempos para el esoterismo. Ni que decir tiene que se inscribe en una tendencia, la del revival, de largo recorrido; me pregunto, de hecho, cuándo estallará esa burbuja.

Con todo, no puede negársele a Mike Flanagan su habilidad para crear atmósferas insalubres y un clasicismo visual bastante inopinado: los amplios recorridos que realiza la cámara, con abundancia de panorámicas, travellings y planos secuencia, resultan en una elegancia compositiva que el maltratado paladar del aficionado a productos de su pelaje no puede dejar de agradecer. 

Asimismo digno de encomio es, en fin, que, pese a no llegar a las turbadoras cotas de su estupenda predecesora, La maldición de Hill House (The Haunting of Hill House, 2018), o al recurso a subterfugios tan trillados como los espejos que reflejan lo que no deben y los monstruos debajo de la cama o a la vuelta de la esquina, La maldición de Bly Manor da bastante miedo, cosa que no puede afirmarse de muchas otras producciones de presunto terror que en estas semanas pre-Halloween plagan el cártel de las plataformas audiovisuales. 

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