Centenario de Mario Puzo, autor de «El padrino», cronista sentimental de la mafia
Por Horacio Otheguy Riveira
Nueva York, 15 de octubre 1920 – 2 de julio 1999.
Nacido en Hells Kitchen (La cocina del infierno), un barrio muy popular que prosperó con el tiempo, y fallecido a todo lujo en Long Island, vivió 78 años muy bien alimentados literaria y gastronómicamente para un hombre que amaba la comida italiana, los libros propios y ajenos, pero sobre todo le apasionaba el juego. Con el título universitario de Ciencias Sociales, su trayectoria tiene mucho de unión de ambos azares: la vertiginosa cascada de palabras escritas para contar historias, siempre a la pesca de lectores, y el mareo subyugante de las mesas verdes donde el dinero se codicia, aumenta y vuela.
Emociones no le faltaron nunca, más aún con cinco hijos y constantes dificultades, propias de los jugadores. En semejante vaivén, el toque de la buena fortuna llegó con amplios poderes, ya advertido en su juventud por una tarotista que le regañó porque no escribía lo suficiente: «Juega menos, Mario, y escribe más, que cuando te toque, la divina justicia te tiene que encontrar con las maletas llenas de promesas”. Y así fue, si no llenas en un principio sí se fueron llenando, gracias en gran medida a la visión de un hombre de cine como Francis Ford Coppola que encumbró su obra a partir de una romántica tragedia basada muy libremente en algunos hechos reales, pero empapada del espíritu legendario de la búsqueda de justicia por medios ilegales, en una sociedad capitalista terriblemente injusta.
Un hombre fascinado por el juego, escritor de éxitos y fracasos: aplaudido por la crítica, agasajado un tiempo por editores con modestos anticipos para cada novela que, sin embargo, no se venden, acaban hartándose de la poca venta y le limitan al principio, luego le cortan todo suministro. Cuando esto sucede escribe una obra en gran medida como las otras, empapado de la cultura y los conflictos sociales de la colonia italoamericana.
Nacido en Estados Unidos, el origen italiano de su familia le enlaza con ese mundo aparte dentro del país. En esta ocasión el editor no le anticipa dinero porque no hay garantías de que venda suficientes ejemplares, pero le da un consejo que funciona perfectamente dentro de las supersticiones de napolitanos y sicilianos: «¿Por qué no le añades un poco de pimienta mafiosa a ese ambiente tuyo de italianos hambrientos, normales o demasiado ricos?».
Mario Puzo salió muy disgustado de esa reunión. Jugador empedernido, necesitaba ocuparse de su peculiar ruleta de jugar, ganar, perder. Una droga. Rabia por no conseguir anticipos, por no vender, por no ser un escritor de tanto éxito como para apostar cuanto le dé la gana, también junto a familiares igualmente adictos. Se ocupa de la novela que aún necesita más borradores, limpieza, ajuste, enriquecimiento. Era un literato que cuidaba mucho los detalles. Tenía 46 años y ansiaba un bombazo con toda su alma, así que trabajando página tras página encuentra la nube de mafia que le aconsejaron, entrega el manuscrito y vuelve loco de entusiasmo a un agente literario. Pero Puzo le advierte que no mueva el texto todavía, que le queda mucho por mejorar, pero aquel no le hace caso, mueve parte del manuscrito y el entusiasmo es contagioso, le ofrecen tanta cantidad de dinero de adelanto que tendrá tiempo para ajustarlo y, ¡al fin!, jugar-jugar-jugar a la aventura de ganar-perder en los casinos. Así nace El padrino. El primer éxito de ventas del escritor que aumentará sus ganancias con la brillante idea de llevarlo al cine con él de guionista, algo que nunca se había imaginado.
Gana premios con las tres partes en que se convirtió la novela a lo largo de tres etapas: 1972 con la rutilante reaparición de Marlon Brando como el protagonista Don Corleone; 1974, donde la fuerza de Robert De Niro en la juventud del mismo personaje abre la puerta a la potencia del nuevo personaje principal en manos de Al Pacino, también estrella de la tercera que tarda en aparecer (1990) y no obtiene tan buenas críticas «consolándose» con un gran éxito de público que renovó las reediciones de las primeras en cines, vídeo y luego dvd.
Si nuestro contemporáneo Roberto Saviano (ver en estas mismas páginas: Saviano denuncia el «Beso feroz» de «La banda de los niños») vive escondido, protegido por guardaespaldas, tras las amenazas de las distintas mafias sobre las que ha escrito con lujo de detalles, Mario Puzo gozó de absoluta comodidad. Es más, a los veteranos y jóvenes criminales les satisfizo mucho aparecer como héroes o trágicos desgraciados. La satisfacción venía a cuenta de obtener una dignificación en el mundo de la cultura. Su imprescindible violencia adquirió en la letra impresa —y muy especialmente en las imágenes proyectadas en cines de todo el mundo— una estatura poética nunca antes conocida, ni siquiera imaginada en la gran industria de Hollywood. Hay lirismo entre sus personajes desamparados, desolados como pobres tipos demasiado poderosos caídos en desgracia, acompañados siempre por la lírica banda sonora del admirado Nino Rota que también arropa la bárbara criminalidad que a sus personajes reales les parece lo más normal del mundo. Y el mundo empatiza con los mafiosos, corre la voz de la desgracia endémica como si todos necesitáramos un padrino para mover nuestros intereses, ya que sin enchufe nada se mueve…
Algo testimonial, el recorrido de El padrino, de Mario Puzo —y sus admirables compañeros de ruta —expuso públicamente una revelación insólita que aplaudieron todos los sectores culturales: que no habría mafias, padrinos o feroces caudillos si los estados democráticos realmente se ocuparan de la inmensa mayoría que pasa calamidades. De hecho, la novela —de un estilo costumbrista, heredero de la novela verista italiana— comienza con una cita de Balzac: «Detrás de cada gran fortuna hay un crimen».
… Don Vito Corleone era un hombre a quien todos acudían en demanda de ayuda, y nadie salía defraudado. Nunca hacía promesas vagas ni se excusaba alegando que sus manos estaban atadas por fuerzas más poderosas que él mismo. No era necesario que uno fuera amigo suyo, como tampoco tenía importancia que uno no tuviera medios de devolverle el favor. Sólo existía una condición: que uno, uno mismo, proclamara su amistad hacia él. Y luego, por pobre que fuera el suplicante, Don Corleone asumía sus problemas y no se concedía descanso hasta haberlos solucionado. ¿Su premio? La amistad, el respetuoso título de “Don”, a veces el más íntimo de “Padrino”, y tal vez, sólo en prueba de agradecimiento y nunca con ánimo de lucro, algún que otro regalo, como una botella de vino casero o una canasta de taralles hechas especialmente para ser saboreadas en la mesa de Don Corleone el día de
Navidad. Así pues, sólo se trataba de pruebas de amistad, una forma de reconocer que se estaba en deuda con él y que Don Vito, en cualquier momento, tenía el derecho de pedir, en pago, cualquier pequeño servicio que precisara…