La línea de sombra, de Josep González Ribera
Por Carlos Ortega Pardo.
En su segundo poemario, Josep González Ribera se nos muestra como un escritor más hecho, manifestando una unidad de estilo que en algunos tramos de su debut —Las falsas imágenes, 2018— tal vez se echase algo de menos. Pecadillo de primerizos, por otra parte; derivado del anhelo de hacer, o decir, demasiadas cosas a la vez, y de la búsqueda de una voz propia que en La línea de sombra (Alhulia, 2019) resuena ya con vigor adulto.
Efectivamente, el nuevo trabajo del picassentino, que no podría llevar título más conradiano, se aparta de ciertas naïvetés pretéritas —princesas, piratas, caballeros y trovadores no tienen aquí el acomodo que les reservara otrora—. Sí encontramos, en cambio, jinetes descabalgados y a sus monturas reventadas, vampiros asqueados ante la futilidad contemporánea y al fantasma como encarnación —valga el oxímoron— de la memoria. Todo lo cual redunda en el nimbo, tradicionalista y romántico —esto último en el sentido original del término y no la gazmoñería insufrible en que ha acabado degenerando—, que envuelve muchos de sus poemas. De hecho, la recurrente imagen del precipicio remite con fuerza al célebre cuadro de Caspar David Friedrich, El caminante sobre el mar de nubes.
Asimismo, pespuntea La línea de sombra un pesimismo existencial tamizado de doliente rebeldía damasiana frente a lo cruel absoluto que, combinados con la notoria antimodernidad del autor, se vuelven elocuente declaración de intenciones cuando afirma «Yo quiero ser poeta / del crepúsculo / que se cierne sobre el mundo». Su objeción de conciencia ante el deshumanizador presente cobra sudorosa corporeidad en «Toxicidades urbanas» y «Los túneles del metro». El crescendo desmoralizado —de nuevo, perdón por la contradicción— se quiebra, casi al final y como a modo de guinda sobrevenida, en el breve y muy hermoso «Momentos de dulzura». Su encantadora levedad, de reconocible raigambre becqueriana, contrasta con el tono sombrío que preside buena parte de la obra, enunciado con deslumbrante brillantez en «Lo caduco de la belleza»: «la belleza es una diosa / que se permite ser coqueta / sobre montañas de podredumbre».
En fin, la exposición que González Ribera hace de algunos de los más conspicuos tópicos literarios —tempus fugit, carpe diem, locus amoenus, collige virgo rosas— no va a pasar a la historia por su originalidad, ni falta que le hace. No molesta y cumple su cometido con creces: reforzar los cimientos clásicos sobre los que se erige la poesía de un autor ya plenamente asentado, orgulloso de su fraseo caudaloso, fiel reflejo de una manera de estar en el mundo inusual como poco.