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Relato ‘El hombre analógico’: Capítulo 1, parte 2

DANIEL FUENTES.

Decía Jovita, parafraseando una cita de El arribista de Pablo Cohecho, que «para no perpetuar las rutinas tóxicas, y para vender cara la derrota en la diaria brega, hay que hacer cosas distintas y estimulantes todos los días». Decía también: «Quiérete y hazte un regalo cada día, querida amiga: celebra tu no-cumpleaños a diario y disfruta la vida por todo lo alto». 

Poco a poco, la casa se había ido empapelando de post-it rosa y lima fluorescente con algunos de los pensamientos más memorables del gran Cohecho, famoso médico y escritor yesoterista, dramaturgo, tarólogo, activista, taumaturgo, ecologista, embajador de buena voluntad, tertuliano, pintor, conferenciante, viajero, columnista, poeta, terapeuta, y, en fin, polígrafo. «Puestos a criticar, lo único malo que se podría achacar a este hombre es que no nació en la Florencia del cinquecento; porque, de haber sido así, hubiera sido él el mecenas de Lorenzo el Magnífico, y no al revés», rezaba la contraportada de sus primeros libros. «De haberse codeado con Leonardo y Michellangelo, éstos hubieran necesitado coderas» afirmaban los últimos en su faja. Algunas citas de los post-it estaban sacadas directamente de  El arribista, o de otros de sus grandes éxitos como El zahorí en busca de sentido, Margarita decide vivir, El bonzo que se compró un Lamborghini, o ¿Por qué te has comido mi queso?, que se los habían regalado con la cesta de Navidad de la empresa cuando COESCO salió a la bolsa del mercado de valores:»La posibilidad de realizar un sueño es lo que hace que la vida sea interesante». «Todos los días Dios nos da un momento en que es posible cambiar todo lo que nos hace infelices. El instante mágico es el momento en que un sí o un no pueden cambiar toda nuestra existencia». O la cita que más lo estomagaba a Tertuliano de todas, por ser quizá la más conocida, o quizá porque estaba en la puerta del baño y la leía del derecho y del revés mientras defecaba: «Cuando quieres realmente una cosa, todo el Universo conspira para ayudarte a conseguirla». 

-¡Hay que joderse con el Universo! ¿Me estás diciendo, Cohecho,  que el Universo conspira para que yo no defeque? ¿Me estás diciendo que en verdad, en el fondo de mis entrañas, lo que yo quiero es no defecar? —se quejaba amargamente en el retrete, a voz en cuello y frunciendo el esfínter, durante sus episodios de estreñimiento—.

La frase de las rutinas tóxicas y lo de hacer cosas sorprendentes cada día para combatirlas le parecía demasiado complicada sintácticamente para ser de Paulo Cohecho, un oráculo más bien dado al monosílabo mental. Y aunque no recordaba haberla leído en sus ideomaquias contra El arribista, y mira que lo había leído en profundidad, decidió no volver a menear la cuestión, ni discutir otra vez con Jovita a cuenta de la trivialidad, de las fuentes, del rigor o de la autoría de las citas de los post-it. O si eran originales de Cohecho o un refrito bajuno de paráfrasis de otras citas memorables.                                                                                     Lo que más le jodía de todo era precisamente que era él el que le había traído los libros, camuflados en la cesta de Navidad, como quien mete un caballo de Troya en casa, solo porque no se había atrevido a tirarlos, ni le había parecido justo dejarlos en el metro para que otros viajeros los adoptaran, pensado que si no le parecían buenos para él, tampoco lo habían de ser para los demás.                                                                                                                     

«El respeto sacro al formato libro es la enfermedad infantil del intelectual» —pensó imbécilmente en el andén cuando el convoy se acababa de ir, con la cesta de Navidad bajo el brazo, llena de embutidos, conservas, licores y turrón, antes de decidir llevársela entera a casa, libros incluidos—. Le dio reparo pararse ahí, en los pasillos del metro, en medio de aquella marabunta de gente y bultos, arruinar aquel paquete formidable que le habían regalado en la empresa, ponerse a abrir el papel celofán y los lacitos, entresacar los libros de entre los salchichones y las latas de ventresca de atún y dejarlos como descuidados entre lo asientos. Pensó que podrían no caer en las manos adecuadas. «Tíralos, Tertu, tíralos, que son una basura»—le tentaba Tertulietor—. «Piense en el editor y en el distribuidor, y en todos los árboles sacrificados para que estos libros sean posibles. Dónelos por lo menos a una biblioteca»—le aconsejó Terturiel.

Aunque se solía decir que «al enemigo ni agua», un buen día se sorprendió a sí mismo reconociendo que la enseñanza de las rutinas tóxicas, fuera de Cohecho o de quien fuera, tampoco estaba tan mal.                                         

Y decidió aplicarla a su vida. Por ejemplo, todas las mañanas, delante del plano del metro, para no aburrirse y combatir el tedio, decidiría el itinerario hasta el trabajo en función de las combinaciones de colores de las distintas líneas. Y cada día elegiría un criterio distinto para combinarlas. Así, por ejemplo, las líneas 2 y 5 eran respectivamente roja y verde, diametralmente opuestas en el círculo cromático. Y si combinaban bien en el plano estético, ¿que no habrían de deparar en lo metropolitano? Escogería, sí, transbordos entre las líneas 1, 5 y 10, todas en colores fríos. O, por qué no, entre la 2, la 8 y la 7, en colores cálidos. Para celebrar que se había cerrado un cierto ciclo, un «no-cumpleaños» por ejemplo, el tercer mes de trabajo del año, la decimoquinta semana de un año bisiesto escogería la línea circular para darse un homenaje. Otro buen ejercicio, se le ocurrió, podía ser pasar un 29 de febrero por una estación y no volverla a pisar hasta los cuatro años exactos…y así sucesivamente, como si el plano del metro fuera a la vez rayuela, mapa y almanaque. Otras veces rendiría tributo a personajes ilustres de una cierta época o movimiento. Y si homenajeaba, es un decir, al Barroco, pues no podía pasar ni hacer transbordo en ninguna estación dedicada a ningún artista romántico o neoclásico ni a ningún prócer o déspota ilustrado.

Lo bueno de trazarse una ruta distinta cada día, como un pulgarcito que quisiera perder su propio rastro, era que además de combatir el tedio le permitía no darle pistas sobre su itinerario ni su paradero al Genio Maligno ni al Gran Hermano, si es que no eran ya una y la misma cosa. A la vuelta de pocos años, entre los móviles inteligentes, los geolocalizadores y las redes sociales, tendría la creciente sensación de que el Maligno lo acechaba a él más que nadie en el mundo, porque su carácter analógico lo exponía precisamente a él más que a nadie en la picota, frente  a las multitudes camufladas hasta los dientes de dispositivos electrónicos.    

Recién salido del gabinete y la ideomaquia, en la alta noche pasaba a la salita de estar y, entre la alucinación, la modorra y el insomnio veía Cuarto Encuentro, presentado peritísimamente por Iker Fantásmez.  Fastásmez emitía esos días reportajes sobre espionaje cibernético, drones, piratas informáticos, incruentos golpes de estado, crisis bursátiles  teledirigidas por un club de reptilianos y usos de la tecnología aplicada a la violación sistemática del derecho a la intimidad y otras miserias digitales, y, ante la sola posibilidad de que la mitad de lo que allí se decía fuera cierto,  Tertuliano lloraba más incluso que con los melodramas de sobremesa, y casi tanto como con los televisarios. A veces emitía fakes, falsos documentales. Y otras veces, rizando el rizo, Fantásmez reeditaba el final de los propios fakes, les añadía lo que le daba la gana o les cortaba justo la parte donde se explicaba que el documental era falso, de manera que nunca se podía saber a ciencia cierta cuánto se podía creer y cuánto no de Cuarto Encuentro. En programas distintos, según a él y a sus invitados les interesara demostrar una cosa o la otra, llegó a emitir un mismo documental con distintos finales, que, efectivamente, probaban una cosa y la contraria. Gracias a su programa, prosperó mucho un género, que dio en llamarse «conspiranoia», que al día siguiente siempre se comentaba acaloradamente en COESCO y en redes sociales. A veces ocurría que, sin saberlo, unos empleados habían visto un mismo documental, pero en semanas distintas y con finales diferentes, y por tanto tenían opiniones y augurios irreconciliables sobre los designios del mundo, y la discusiones se eternizaban y la gente se soliviantaba y hasta se dejaba de hablar. Por ejemplo, Zeitseele, que desmontaba punto por punto las versiones oficiales sobre los atentados de las Torres Mellizas y las guerras de Aquistán y Malirán, y otros muchos sobre el calentamiento global y su negación, o sobre las causas y consecuencias del efecto invernadero y todo lo contrario, que siempre tenían una segunda parte sobre cómo pronto nos mudaremos a Marte o a la Luna y cómo serán nuestras  vidas en otros planetas y galaxias.  

-Reíros, reíros: «Nisi credideritis, non intelligetis: si no creéis, no entenderéis, que decía San Agustín» les advertía Tertuliano con tres repiques admonitorios del índice a sus colegas de COESCO a la hora del bocadilloY dinos, Tertu, tú que tanto sabes…¿al final se llegó o no se llegó a La Luna? ¿Y las Pirámides, de verdad las hicieron los marcianos? ¿Quién coño provocó el incendio que mató a la madre de Bambi, a ver: el mismo repitiliano que mató a Kennedy, o el que tiró las Torres Mellizas?y se daban codazos y guiños cómplices, y los más escépticos se descojonaban de él alrededor de la máquina de café a propósito de estas cuestiones—. 

Otros documentales conspiranoicos sostenían que Rodolfo Valentino, Marilyn Monroe, Elvis Presley, el Che Guevara y otra gente ilustre no habían muerto y vivían todos juntos en una comunidad de eremitas en Siberia. Y ya, puestos a creer o a no creer, que a esas alturas empezaba a ser lo mismo, irse de vacaciones a visitarlos con Jovita y los niños para salir de dudas tampoco le pareció una posibilidad tan disparatada, o, por lo menos, no mucho más inverosímil que la propia versión oficial del asesinato de JFK o la del 11 de noviembre sobre los atentados de las Torres Mellizas.                                                                                                                                                  Una noche vio un reportaje que afirmaba que Michael Jackson, famoso por su música y sus coreografías, sus grititos y sus escándalos, era en verdad un agente secreto del KGB,  y que tenía una montaña rusa en su casa para invitar al presidente y desnucarlo a base de acelerones, frenazos y reculones. Además de que a esas alturas de la conspiranoia ya se creía cualquier cosa, encima deseó íntimamente que fuera cierto. Otro día sintió un repeluzno y se retrepó en el sofá de indignación con un documental que afirmaba que el mundo estaba gobernado por seres reptilianos, básicamente lobbystas judeomasones y banqueros oriundos de otro planeta y con un lóbulo cerebral vernáculo y maligno, y pensó seriamente que el género conspiranoico se estaba barroquizando, y tuvo claro que eso sí que no se lo pensaba tragar. «Esto sí que no hay quien se lo crea. Una mentira, por favor, que de verdad sea falsa». Y de repente tuvo una atragantada de pánico…¿y si todas las conspiranoias en las que sí había creído eran igual de falsas? Pero a continuación tuvo aún más miedo de que  fueran ciertas. Y lo mismo que con las conspiranoias y las versiones oficiales le pasó con todas las historias, las biografías y las fechas que había estudiado en el colegio. Descreyó de Alejandro Magno, abjuró de Julio César, de Carlomagno y del Cid Campeador tanto o más que de los reptilianos. Y, por si fuera poco, además estaba el tópico de que la realidad supera a la ficción. Así que empezó a  mirar los tomos de la enciclopedia de hito en hito, tan ordenaditos alfabéticamente, tan bien encuadernados los muy hijos de puta, tan cargados ellos de razón, y ya no sabía si llorar de escepticismo, quemarlos en un auto de fe o abrazarse a ellos como un náufrago a la última de sus certezas. 

Ante la falta de asideros a la realidad, cuando en los momentos de crisis era todavía capaz de mantener la lucidez, suspendía la fe, decretaba el encefalograma plano y sintonizaba en la televisión publirreportajes de máquinas para hacer gimnasia, programas de echadoras de cartas o la mera carta de ajuste. 

A esas horas de la noche, entre los documentales verdaderos y falsos, la conspiranoia, el insomnio crónico, los torpores de ideomaquia y el rebumbio de preocupaciones reales y ficticias, muchas veces se daba unas cabezadas abisales de sueño que lo transportaban de la vigilia a la televisión, de la realidad a la ficción y de la verdad a la mentira como por vasos comunicantes.                                                                                             

Como cuando Fantásmez emitió el falso documental Operación Luna, que defendía que la llegada del hombre a la luna, o por lo menos su retransmisión, podría haber sido un monumental engaño urdido por Nixon y rodado por Kubrick en el plató de 2001, Una odisea del espacio, ya que por aquel entonces el director estaba ultimando su montaje. A pesar del escándalo y el disgusto que se llevó —decidió inmediatamente borrar a Maese Stanley de su lista rosa—, se cayó derrengado de sueño antes de alcanzar a ver las tomas falsas del final, el making of, donde se aclaraba que todo era un fake, una broma con motivo del día de los inocentes, y aparecían los entrevistados riéndose.                                                                 

Otra noche vio un reportaje que denunciaba cómo algunas empresas habían desechado de procesos de selección a candidatos, a pesar de que reunían y excedían los requisitos para un determinado puesto  y habían hecho bien la entrevista, «por tener un Fakebook indiscreto«. A pesar de que «daban el perfil», se decía en el programa.                                              

Más lo impresionó aún el caso de los candidatos/as que eran desechados por no tener en absoluto presencia en redes sociales. A ojos de las empresas, más que en discretos, eso los convertía en sospechosos, en la seguridad de que, si no se mostraban, por fuerza algo tendrían que ocultar. Y una lógica parecida explicaba un agente de la C.I.Aanimaba la búsqueda de peligrosos terroristas, traficantes de personas y redes internacionales de pederastia: la ausencia de redes sociales era tan prueba de un crimen como una huella digital. 

https://www.youtube.com/watch?v=hIzRl85b3fg&t=1160s

https://www.editorialnazari.com/libro/el-hombre-analogico/

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