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Relato ‘El hombre analógico’: Capítulo 1, parte 1

DANIEL FUENTES.

Tertuliano recordaba haber leído alguna vez que la puntualidad de Kant era tan proverbial que, a su paso, la gente del servicio ponía en hora los relojes de la casa. O quizá lo que leyó era que la gente de Könisberg sabía sin error la hora cuando lo veía pasar en la carroza en que se daba su impepinable paseo vespertino por la ciudad. ¿O tal vez leyó que Kant sólo alteró su irreductible agenda de trabajo el día que estalló la Revolución francesa?  ¿Alteró la agenda, o no trabajó en absoluto en todo el día, el muy perro? Ya no lo recordaba, y se negó una vez más a mirarlo en Google, que le parecía pereza mental:  «si seguimos así, en veinte años todos con Alzheimer. Y a los cien años, todos calvos…»pensó, imbécilmente—. ¿Y fue el mismo Kant, por cierto, o fue el Conde de Sandwich el que se hacía preparar la comida entre dos panes? ¿Se inventó, por cierto, el bocadillo para jugar a las cartas sin ensuciarse los dedos o  para no manchar de grasa los márgenes de la Crítica de la Razón Pura? ¿Y, a todo esto, por qué oscuros circuitos neuronales se le mezclaban ahora las razones y el tocino?  Por vasos comunicantes, se acordó de Proust y su magdalena. Y del pan con chocolate y del pan con paté de hígado de cerdo de las meriendas de su infancia; y unas cosas lo llevaron a otras, y visualizó a Kant en plena redacción de su tercera antinomia con los dedos pringosos de panceta. Y se imaginó a Proust masticando a dos carrillos una magdalena y bollería industrial como un cerdo. Y le entró hambre y nostalgia, y fue a la cocina a prepararse un pan con chocolate, y se le pasó el hambre, pero la nostalgia no.

Lo que sí recordaba es que Kant medía un metro y medio de alto y que, junto con Montaigne y Lichtenberg, componía la terna de pensadores bajitos a los que él podía dar capones con la barbilla. Prefería las pequeñas anécdotas de las vidas de los genios a sus grandes obras, que no siempre había entendido, otras muchas veces ni leído y las más no las conocía ni por el forro; aunque ante los demás y su conciencia él hacía como que sí, y, a fuerza de autoengaño, conseguía recordarlas apócrifamente y hasta aventurar alguna cita a bulto de vez en cuando. 

Cuando supo de la importancia de la puntualidad, decidió que la incorporaría al mote de su escudo de armas junto a las demás virtudes y motivos heráldicos que había ido adoptando a lo largo de su vida: desde el escudo karlista a las columnas de Hércules, pasando por todo tipo de dragones y fauna rampante, chatarrería de armaduras y blasones de colores, además de cánticos de estadios de fútbol, eslóganes de anuncios de tabaco o perfumes o frases memorables rescatadas en libros de citas o en horóscopos de revistas del corazón. 

Tertuliano templó los primeros rigores escolares de su vida en la lista de los reyes godos y la caligrafía, en la disciplina de la tabla de multiplicar y en los madrugones de la escuela. Los fue fortificando en campamentos paramilitares de scouts los veranos, los acendró durante el servicio militar y después tuvo décadas de trabajo en su gabinete y  en su rutina laboral para depurarlos hasta conseguir convertirse en el estudioso insomne de noche y  madrugador implacable en que se había convertido. 

Los pitidos de la alarma de su despertador duraban apenas unas fracciones de segundo, el tiempo que él tardaba en incorporarse y apagarlos, como si él mismo fuera un resorte más del propio mecanismo. Algunos días se sentía el cuco de un reloj. Y precisamente en esos días, que no sabía si considerar faustos o infaustos, los pitidos le latían en las sienes hasta la noche, como ecos de aldabonazos en la puerta de un castillo lleno de mayordomos en vías de ensordecer. El primer pitido era el auténtico pistoletazo de salida de otra huida laboral hacia delante. Y los demás eran como salvas de vigilia. Como si después de echar a correr lo quisieran abatir a tiros en una carrera que no era la suya.

                                                                                                          Se había decantado finalmente como aviso mañanero para el despertador — las otras melodías candidatas fueron la Pequeña serenata nocturna y Para Elisa— por los acordes de la 5ª Sinfonía de Beethoven, que recrean la llamada del destino a las puertas del alma — ¡Pón, pón, pónpoóóóón!—; si no por parecerle un leitmotiv a la altura de su jornada, sí por intentar poner su jornada a la altura del leitmotiv. Al poco de apagada, la alarma volvía a saltar, y luego otra vez a cada rato. Los pitidos se iban espaciando y los sucesivos acordes le marcaban la secuencia de rutinas, como un cómitre melómano hostigaría con su tambor de vigilia a un adormilado galeote. El bulto de Jovita se inmutaba a su lado apenas, y entre hervores de sábanas, sólo de vez en cuando hablaba con la voz fatal de los dormidos.

-Tertu, ¿Cuántos son al cambio 437 dracmas? ¿Cómo se llamaba la capital de Bután? ¿Cuántas aristas tiene un icosaedro? ¿El destino a estas horas? ¡Que pase si quiere! ¿Pero qué horas son estas de llamar a las puertas del alma? ¿El baño? ¡Al fondo a la derecha!

Al segundo requilorio de su destino, ¡Pón, pón, pónpoóóóón!,Tertuliano ya se había incorporado de medio lado y quitado el antifaz de dormir. Procuraba levantar las vértebras una a una para no marearse «de súbita realidad», como le indicó Jovita que había leído en Cosmopolita o Mujer hoy, en un artículo de Pablo Cohecho dedicado al día de la mujer trabajadora. Al tercer reclamo de la alarma (¡Pón, pón, pónpoóóóón!), se había ya escurrido de un salto dentro de las dos pantuflas que lo esperaban estrictamente alineadas en la misma baldosa todas las mañanas, al lado del galán de noche, y se había enfundado aerodinámicamente en su batín de seda salvaje regalo de Jovita por el día del padre para mejor cortar el primer viento matinal en dirección al baño. Al cuarto aviso, ¡Pón, pón, pónpoóóóón!, ya se había frotado a puño limpio las legañas y el agüilla de los ojos. Y sabía que ése era un punto de no retorno. Y que el resto del día se iba a sentir como un nadador paralímpico braceando con los muñones en la margen equivocada de su particular Rubicón. 

Así  franqueaba oficialmente el paso a la vigilia, que ya lo acompañaría minuciosamente las quince o dieciocho siguientes horas. (Y eso contando con que no tuviera otra noche de insomnio, que era mucho contar). A partir de ese momento, la vigilia lo acecharía. Invencible, terca, exacta. Ya mismo, de hecho, lo estaba apremiando repantingada, omnipresente y tiránica, como una insolente huésped, eternamente desvelada e insatisfecha, para el resto del día. Desde la salita de invitados lo hostigaba, exigiendo la hora y los protocolos de diario rigor, mientras Tertuliano,  sojuzgado y solícito, no daba abasto para prodigarle todas las atenciones que podía a la carrera. En el baño se multiplicaban las abluciones matinales, afeitados y sonatinas de gárgaras; en la cocina borboteaban cafeteras, se enardecían tostadoras y chirriaban llaves de paso; por toda la casa relampagueaban los cierres de cremalleras, aquí y acullá el tintineo de hebillas, el ronroneo íntimo de ropas de cama, el rumor de abrochados y atados de cordones, el estremecimiento de tuberías, el contacto de interruptores, el arrullo del agua y la descarga de cisternas, el desenroscado de persianas…preludio de la sinfonía fabril de otra jornada subastada y adjudicada al peor postor a golpe de cerrojo. Hombre absurdo desde el momento en que salía por la puerta de su casa a la trabajina del asfalto y la calle desaforada. 

– ¡Hay que amolarse, medrados estamos: toda la santa vida corriendo, y siempre tarde a todas  partes! —solía decir, mientras descorría la cadena y el último pestillo de casa y se hundía escaleras abajo camino de COESCO— . 

Antes de consagrarse definitivamente a la degollina laboral, aún se colocaba el capote de astracán sobre los hombros y se calzaba sus chapines rojos y los borceguíes. Los días que iba de sport, o casual, como aconsejaba hacer de vez en cuando Pablo Cohecho «para salir de la zona de confort», se ponía las Diadora van Basten. Todavía le daba un penúltimo beso a Jovita. Y otro a Espartaco y Nemo donde la postura, el revoltijo de ropa de cama y el respeto al sueño de los durmientes se lo permitieran. 

Igual que sus compañeros de empresa en las cenas de Navidad de COESCO, o los convecinos en las reuniones de la comunidad siempre pedían «la penúltima» caña o copa (ahora las reuniones eran en el bar de la esquina, y no en el rellano), porque en la alta noche nunca se sabe cuál de verdad será «la última» y cuándo se irá uno a casa, así hacía él con los besos, para tener siempre otro que dar y retrasar un beso más la salida.

                                                                                                          Su destino  ¡Pón, pón, pónpoóóóón! lo había seguido acechando hasta que entraba, ahora sí que por última vez, en la habitación conyugal a apagar la alarma y darle el beso de buenos días a Jovita, que se había acurrucado como una alcayata enloquecida, y, en prenda de la ausencia del marido, tenía la almohada abrazada en el regazo. Por más casto y pulquérrimo que fuera el último beso, conmovía más el sueño de Jovita que el despertador  y el destino juntos aporreando la puertas del alma durante 20 minutos seguidos. Desde la duermevela o el sueño profundo, según la mañana, Jovita a veces no se enteraba de nada y roncaba, y otras hacía como ademán de incorporarse;  a veces cerraba el puño y golpeaba el aire como si lanzara un gancho al hígado de un genio maligno; y otras se acompañaba, con voz letal de sonámbula, de soflamas misceláneas, para volver a desplomarse definitivamente sobre la almohada en las ternezas del sueño poco después: 

Por Dios, por la patria y el Rey

Lucharon nuestros padres.
Por Dios, por la patria y el Rey
Lucharemos nosotros también.

Cuando se medio despertaba, algunas mañanas lo encorajinaba batiendo palmas, o a gritos de “¡Vamos, paria de la tierra!”, o con un “¡Vamos, patria de la guerra!”; O, incluso: “¡Ánimo, patriota de la mirra!”. Jovita había hecho de la necesidad virtud hacía ya mucho tiempo, y, cuando dejó de preocuparse por los rigores de la letra y de la métrica de las canciones, trocó la dureza de sus entendederas en versiones libérrimas de himnos, en un ejercicio frivolizador, que según el propio Tertuliano, “era muy sano, muy necesario y muy, pero que muy, de agradecer. Además, la errata mejora el texto, costilla”. 

-…Ánimo compañero/, 

que haces guardia — a veces decía “guarida”— de lucero/ (otras veces decía “de Lutero”)

imposible el alemán/seguramente, pensó él, se refería a Lutero—, 

se presiente en nuestro afán…

Antes de salir a la calle, todavía les daba el penúltimo beso también a sus cachorros. En la puerta de la habitación de los niños había, además de la cédula de excomunión en que aprendieron a leer, dos versos en inglés que, según escuchó Tertuliano en la radio, un reo de muerte se hizo recitar como última voluntad: I am the master of myfate, / I am thecaptain of mysoul (Soy el dueño de mi destino, soy el capitán de mi alma). Aparte de lo que tenían de manifiesto vital, la idea de los versos era que los niños se empezaran a familiarizar con el idioma cuanto antes, para que no tuvieran de mayores los mismos problemas con el inglés que él había tenido, y no tuvieran que macarronizar la prosodia cada vez que algún guiri en chanclas y calcetines de licra le preguntaba una dirección por la calle, o cuando imitaba a sus héroes de ficción ante el espejo. Una vez, después de imitar a Bogart, pensó, imbécilmente, que la próxima vez que viera a un guiri manipulando un mapa, o bien se cruzaría de acera o bien le daría una paliza. O bien quemaría el mapa y los calcetines.

Pisaba por toda la casa asordinando el paso. Entraba a la cocina por última vez, verificaba que el gas estuviera apagado y cogía la tartera, la manzana o el bocadillo que le hubiera preparado Jovita, que guardaba en el mismo cabás que lo acompañaba desde sus tiempos de estudiante. Entraba en el cubil de sus cachorros matando las pisadas para el último beso —o incluso para el de después, el postbeso—. Espartaco Remo Isidro yacía boca arriba, guillotinado por el embozo de la cama, y Tertuliano lo persignaba con un sonoro ósculo en la frente, que nunca alcanzaba a despertarlo. Carlos María Rómulo Nemo dormía boca abajo, con la cabeza tapada por la almohada, pero se despertaba siempre con el eco del beso de su padre en el colodrillo, que se sentaba a su lado en la cama, y le cantaba la nana que les compuso en una furibunda ideomaquia contra el hombre del saco, para volver a inducirlo al sueño, y Nemo la musitaba al alimón, en duermevela…

Al llegar al portal, con las agüillas del sueño todavía en los ojos, avizoraba el confín haciendo visera con la mano. Luego se chupaba el índice y lo ofrecía a la intemperie para hacerse guiar de la primera parte que secara el viento.

One thought on “Relato ‘El hombre analógico’: Capítulo 1, parte 1

  • Magnífica reseña que hará comprarme el libro.

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