Yehudá Amichai en Jerusalén
Por Antonio Costa Gómez.
Vimos un niño arrastrándose en la iglesia etíope de Jerusalén mientras su madre dormía encima de una alfombra. Un gato descansaba avizor en una escalera del monte de los Olivos. Personas ponían papelitos humildes pidiendo cosas en las rendijas del muro de las Lamentaciones. Una muchacha encaramada en una sombra tocaba el arpa junto a la Puerta de Jaffa. Eran ejemplos de un latir concreto y próximo en una ciudad tan apabullada por doctrinas absolutas excluyentes. Cada doctrina tiene la verdad absoluta, pero la vida concreta supera todas las doctrinas, y los seres vivos respiran unos cerca de otros.
En uno de sus “Poemas de Jerusalén” Yehuda Amichai dice que Jerusalén está intoxicada de absolutos excluyentes y abstractos igual que otras ciudades están intoxicadas por gases industriales: “El aire de Jerusalén está saturado de oraciones / y sueños / como el aire sobre ciudades industriales. / Es difícil respirar”. Y está intoxicada de Historia, que aplasta a las personas con sus andanadas brutales. Domina lo demasiado grandioso, demasiado abstracto, demasiado excluyente. Y los niños y los gatos y los geranios y las arpas sobreviven a duras penas. Y las personas con su latir concreto de cada instante respiran a duras penas.
En otro poema llegan los turistas con sus miradas abstractas y grandiosas a los monumentos. Amichai solo es un espécimen raro al lado de un arco romano. En otro poema sobre los techos, las sábanas que se secan, o los cometas de los niños, se convierten en banderas de enemistad. Pero la gente en cada instante trata de seguir viva. Yo me fijaba en las barberías. Tomaba cerveza mientras miraba las murallas y las cúpulas doradas. Trataba de estar vivo como Amichai. La vida superaba a la doctrina.