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Resbaladiza y desafiante Rosamond Lehmann

JOSÉ DE MARÍA ROMERO BAREA.

Lejos de un acto terapéutico, el proceso de escritura se siente como un ejercicio de autocontrol: para llevar un diario, la narradora nos aconseja: “Sea indulgente consigo misma. Oculte sus peores faltas, omita sus pensamientos, acciones y tentaciones más vergonzosas. Concédase esas cualidades seductoras que quiere y no tiene [mi traducción, al igual que las restantes]”. Compasiva al tiempo que despiadada, la visión de la interlocutora es angular, astringente. El espacio en blanco entre palabras surge cargado de lucidez, de sorpresa, nunca se sabe que traerá la siguiente frase. Las intrincadas disquisiciones encapsulan imaginarias representaciones. 

Una íntima grandeza revela “una mezcla de orgullo adolescente y duda”, en opinión de escritora Laura Freeman. En el número de otoño de 2020 de la revista londinense Slightly Foxed, la crítica literaria inglesa se ocupa del relato Invitación al vals (Invitation to the Waltz, 1932; Virago Classics), “un libro no solo sobre ir a una fiesta, sino también sobre cómo ir a una fiesta, cuando nunca antes se ha estado en una”, según la colaboradora del Spectator, el Times o el Telegraph. “Compartimos cada agonía, cada desprecio, cada pequeña gracia salvadora”, sostiene la autora de The Reading Cure (2018), “cada minuto de la velada es una eternidad, antes de desvanecerse en un instante extático”. Sus efectos están ocultos, al igual que las cargas de profundidad, y solo se puede acceder a ellos a través del desconcierto.  

Un instante transformador, misterioso hasta el punto de adquirir valencias metafísicas, ocurre fuera de los márgenes de la página. En Invitación, la presencia invisible de lo que omite la adolescente Olivia Curtis emerge repentina, aporta un vistazo momentáneo, hasta asentarse de nuevo. Aunque la narrativa y sus consecuencias proporcionan el pretexto, el drama surge eclipsado por las reflexiones sobre la silenciosa violencia, el devastador impacto de “hacer algo totalmente diferente, tal vez nada en absoluto: quedarme donde estoy, en casa, absorber cada hora, cada día, estar sola; y leer y pensar; y pasear por el jardín de noche; y esperar, esperar”. 

La novela de Rosamond Lehmann (1901 – 1990), de la que existe una versión al castellano editada por Errata naturae, resiste cualquier categorización: sus significados no se encuentran ni en la trama ni en la prosa, sencilla hasta la austeridad: “Estos muros encierran un mundo”, confiesa Olivia, alter ego de la autora, “la continuidad teje una telaraña de una habitación a otra, de un año a otro”. La ambigüedad colorea el tejido de lo que se cuenta, junto a “las sorprendentes y mágicas vistas de la infancia: la nieve de noche, girando y revolviéndose sin sonido contra la ventana; la luna llena y sus sombras sobre el césped; el trineo de Navidad y los renos en el cielo”. 

Decepcionada con la realidad, la obra de la miembro, junto a Virginia Woolf, EM Forster o Lytton Strachey, del grupo de Bloomsbury, se alza resbaladiza, desafiante: logra renovar los excedentes con los que comercia, urde “un registro de los pensamientos más íntimos de mi yo real. Quizás me ayude a descubrir cómo soy: horrible, lo sé: egoísta, engreída, materialista”. En Invitación, la velada de los Spencer es mayor que la suma de sus partes: una ecuación sin solución, por así decirlo, en la que siempre hay una variable imposible de precisar. 

El tránsito de la niñez a la juventud parece ser el alma misma del relato, ya sea en su indeterminación interpretativa, en el giro surrealista que toma, o en sus frecuentes gestos o incursiones hacia lo metafísico: “No volver a dormirme”, nos previene la hipersensible protagonista, “retroceder, por así decirlo, hacer las cosas gradualmente: separarse apenas, flotar serenamente desde los dulces flecos que se aferran”. Ese núcleo de ausencia aumenta su significado. Así, la noche en que el baile tiene lugar permanece irreductible, inagotable. La hebra de continuidad en esta singular narración es su preocupación por la naturaleza de la fantasía misma. “El reflejo en el cristal no es el de Olivia”, apostilla la periodista británica en su artículo “Música ambiental”, “es nuestro reflejo”. 

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