Casi aforismos: la escritura esencial de Jesús Montiel
José Luis Trullo.- En los últimos años, el aforismo español ha asistido a la incorporación de un número creciente de poetas a su nómina de autores, por lo demás una tendencia que no es nueva en la literatura española: baste con recordar que nuestros mejores aforistas han sido, casi siempre, poetas (Juan Ramón, José Bergamín, Carlos Edmundo de Ory). Con una parte de estos poetas-aforistas mantuve en su momento una serie de entrevistas, reunidas posteriormente en el libro Una idea con su vuelo. Los poetas y el aforismo. Una impresión compartida por casi todos ellos era la de que habían desembocado en el aforismo como proceso natural, fruto de una progresiva decantación verbal que les abocaba a ese «silencio» con el cual todo escritor verdadero no puede dejar de coquetear. Lo esencial desborda la capacidad de expresión humana, y los poetas sufren un auténtico desgarro interior cuando deben tratar de plasmar en palabras, tan limitadas, algo que por su propia naturaleza las trasciende. De ahí que poetas-aforistas como José Mateos hayan propuesto el aforismo como un género especialmente propicio para moverse en esa articulación de alusión-elusión que caracteriza la literatura genuina (frente a la falsaria, la cual sostiene que todo se puede decir; peor aún: que lo que no se dice, no existe).
Jesús Montiel, que como poeta ya ha dado sobradas muestras de su excelencia en títulos como Díptico otoñal, Insectario, La puerta entornada o Memoria del pájaro, llevaba tiempo coqueteando con el género más breve, eso sí, entremezclado en ese otro subgénero literario que es el dietario o cuaderno de notas. Encontramos en Notas a pie de instante y en El amén de los árboles, sin ir más lejos, numerosos apuntes a vuelapluma, en los cuales podemos percibir un genuino instinto aforístico. De hecho, Silencio casi, recién publicado, en puridad es una antología de estos decires efímeros que, casi como un accidente, se le han presentado al poeta en su vida cotidiana, a modo de epifanías que exigían ser transcritas tal cual, sin ulterior elaboración, y que ya habían aparecido en volúmenes publicados con anterioridad (entre ellos, aparte de los mencionados, Sucederá la flor, El señor de las periferias y Casa de tinta). Otro poeta-aforista, León Molina, me comentaba en cierta ocasión que se había acabado abonando al género al comprobar que aquellos «primeros versos» que anotaba en una libreta, con urgencia y premura, muchas veces se le revelaban preñados de sentido cuando volvía a ellos con la intención de desarrollarlos: y ahí se quedaban, plenos y diminutos, como gotas de agua sobre una bandeja seca.
Montiel tiene el don aforístico, de eso no cabe ninguna duda, y creo que con el tiempo ha acabado venciendo sus iniciales recelos respecto a la brevedad. En dicho recelo puede que influyera el hecho de que, hasta hace no hace tanto, se asociaba el aforismo con el dicho sentencioso, la máxima rotunda o, en el otro lado, la frase ingeniosa e intrascendente. Por suerte, las cosas han cambiado mucho, y gracias -en no poca medida- a los poetas, el aforismo ha cobrado músculo literario y filosófico: ahora ya es digno de figurar con todos los honores en las biobibliografías de los mejores autores, como pueden ser Antonio Rivero Taravillo, Juan Manuel Uría, Manuel Neila, Aitor Francos, Gabriel Insausti, Carmen Canet o Erika Martínez. En el caso de Jesús Montiel, su modo de estar en el mundo, tan poético, no puede dar la espalda a esas pequeñas revelaciones que, de continuo, comparecen ante el ojo sensible. La sombra de Christian Bobin (cuyo Resucitar ha traducido el propio Montiel) es alargada, y bajo su cobijo muchos están descubriendo las bondades de permanecer atentos a lo que tenemos delante de la nariz, implorando una migaja de atención para embriagarnos con sus delicados perfumes. Esta virtualidad salvífica del instante plenamente acogido en su pureza es, quizás, uno de los grandes atractivos que presenta el aforismo para el poeta esencial. Escribir «a pie de instante», sin ulteriores pulimentos, confiere a la frase una extraña capacidad de sugerir sin consumir: «Las palabras son piedras, pero fueron pájaros», «El amor llena el día de momentos cruciales», «Conquistar la mansedumbre del árbol requiere mucha intemperie», «Cada vez me cabe más vida en la palabra ayer»…
Un aspecto que me parece especialmente llamativo en la aforística de Montiel es la conciencia del autor respecto a la función de la propia escritura breve para alcanzar el sentido -siquiera provisional, siquiera huidizo- de la existencia personal. «No para escaparme de la realidad: escribir para que la realidad no se me escape» (que evoca en mi memoria aquel «si no escribiera, la vida me resbalaría», de Peter Handke en El peso del mundo). Escribir de manera casi refleja, como quien va a recibir un impacto y se cubre la cara, permitiría, tanto al autor como posteriormente al lector, permanecer en el umbral mismo donde se encuentran lo infinitamente necesitado de sentido, como la vida humana, con la inconmensurablemente carente de él, como la realidad en bruto. El aforismo, así las cosas, supondría un encontronazo súbito de dos magnitudes incompatibles entre ellas pero que, por un momento, se avienen a saludarse antes de separarse para continuar cada cual con su camino; eso sí, dejándonos en los dedos su levísimo polvo dorado.
Bienvenido sea, pues, este Silencio casi, en cuyas poquísimas páginas (no alcanza el volumen las 40) encontramos más literatura, más vida y más verdad que en cualquiera de los opulentos novelones que atestan las mesas de novedades de las librerías en la actualidad.