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Knight of Cups (2015), de Terrence Malik – Crítica

Por Mario Blázquez / @mzeuqzalbi

Cinco años han tenido que pasar para Knight of Cups (2015) encontrara distribución en España, rescatada por Avalon, que ha propiciado su estreno de manera simultánea en algunos cines selectos y en plataformas como Filmin.

Terrence Malick, un cineasta inmune a los cánones de los tiempos actuales, lleva esta propuesta, ya iniciada en parte en El árbol de la vida y To the Wonder, hasta un paroxismo que se consideraría suicida bajo los parámetros en los que se mueve la industria del cine. Porque en Kinght of Cups eleva hasta el exceso, sin ningún complejo, su obsesión estética, situándola en la cumbre que alcanza el riesgo de lo ininteligible, anteponiéndola y sacrificando un reparto con actores como Christian Bale, Cate Blanchett, Natalie Portman, Brian Dennehy o Antonio Banderas, que apenas tienen protagonismo o diálogo, y translucen entre los planos como fugaces y fantasmales apariciones. Si pretendes hablar del vacío, debes mostrar el vacío y, tal vez, ir aún más lejos y vaciar también la película de todo lenguaje cinematográfico y subterfugio narrativo, parece querer decirnos Malick.

«Había una vez un joven príncipe cuyo padre, el rey de Oriente, lo envía a Egipto para encontrar una perla. Pero cuando llega, el pueblo le sirve una taza. Al beberla, se olvida de que era el hijo de un rey, se olvida de la perla y cae en un profundo sueño». Este cuento sirve, a modo de metáfora, para arrojar al espectador a una experiencia sensorial en la que el príncipe, Rick (Christan Bale), un presunto guionista de Hollywood, millonario, infeliz y perdido, inicia un viaje de autodescubrimiento tras un cataclismo. El terremoto del inicio es, a su vez, la metáfora del despertar de ese sueño en un mundo que se derrumba, donde no hay cimientos tangibles, sino vibraciones que zarandean el suelo que pisa y le hacen replantearse su propia existencia. «Tantos años, viviendo la vida de alguien que no conozco». En un deambular entre espacios abiertos, escenarios artificiales, personas de cartón, tratará de buscar un sentido a las relaciones con su padre, su hermano y sus parejas, los únicos elementos que parecen haber sido reales en su vida.

Malick sitúa el punto de vista en un único eje, el subjetivo del espectador sobre el personaje de Rick. En una ejemplar descontextualización de la anti-narrativa, solo mediante voces en off que se sumergen en el deliberado lirismo, sin la construcción reconocible de una estructura, visualizamos los fragmentos confusos y desordenados que irrumpen en su cabeza. A su alrededor, las voces son inaudibles, borrosas, ruido que no intercede en su impenetrable mente. Todo diálogo es interior. La crisis existencial, sociológica, tenerlo todo y sentir no tener nada, el itinerario de un fantasma alrededor de las ruinas de su vida, como si esta ya solo estuviera compuesta de recuerdos, amores perdidos, personas importantes que fueron ignoradas. Aquellos pasajes no percibidos que se revisitan como un espectro frágil e inconcluso. La pérdida completa de identidad.

Pero, más allá de la poesía visual, y de que Knight of Cups pueda estar más cerca del videoarte que del cine, de lo meditativo que de lo contemplativo, hay, si decide uno involucrarse en ella, una historia existencialista. Malick solo propone aceptar o no la eliminación de todas las reglas conocidas que conducen a ella. Solo de ese modo puede disfrutarse de una apabullante catarata de imágenes impresionistas, un viaje sensorial a la mente humana. Solo así Knight of Cups se revela como un caos fascinante. No es una película para entender, es una película para que ella te entienda a ti.

 

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