Nos acaba de dejar Gerardo Vera, maestro en perpetua investigación, creador excepcional desde la escenografía y el vestuario en los años 80, luego director artístico, diseñador y director de cine, hasta concentrarse en el teatro en obras dispares con el común denominador de la búsqueda de emociones audiovisuales sobre textos trascendentes. Director imaginativo que, sin embargo, respetaba a rajatabla el texto de los autores escogidos. Para Gerardo no había más que creatividad poética en cada rincón del escenario con una admiración apasionada por el talento de los actores con los que trabajaba.

Su pérdida es muy triste, pues ha fallecido con una dolencia en el corazón que no le impedía esgrimir un gran sentido del humor ni dejar de llenar sus alforjas de numerosos proyectos.

He aquí mi sentido homenaje recordando su última función.

Trascripción de la crítica publicada en CULTURAMAS el 27 de febrero 2019

La universal desolación de Dostoievski en un «Idiota» de extraordinaria belleza

Por Horacio Otheguy Riveira

La suprema atracción de la inocencia tiene los rasgos de un retrasado mental, un idiota con ataques epilépticos en 1868, en cuyos brazos necesita acomodarse una muchacha que ya con 14 años fue la amante de un viejo que abusó de su natural voluptuosidad. El desencuentro está marcado a fuego por la violencia de quienes compran o desprecian seres humanos como mercancía sin posibilidad de redención. El idiota de Fiodor Dostoievski (1821-1881) tiene la sobrecarga justa de emociones sobre un diseño audiovisual que es metáfora de una tragedia atemporal de seres a la deriva que —activa o pasivamente— destruyen todo vestigio de inocencia. Una versión teatral de José Luis Collado, dirigida por Gerardo Vera con Fernando Gil, Marta Poveda y Jorge Kent en tres creaciones memorables, a la cabeza de un excelente reparto.

En 1982 Gerardo Vera creó la escenografía de La gaviota, de Chejov, para María José Goyanes, María Asquerino y Pedro Mari Sánchez, entre otros, dirigidos por Manuel Collado: había magia en un ambiente minimalista; los teatrales árboles aportaban una sensación plácida de equilibrio donde las pasiones se desbordaban. Un puente entre la lírica de Chejov y el drama descarnado de Dostoievski. Muchos años después, tras realizar como director varias películas y diversos montajes teatrales, en el María Guerrero se atrevió donde muy pocos en el mundo lo hicieron, montar Platonov, la primera obra de Chejov, muy desgarrada, hijo doliente del torturado mundo de seres perdidos de Fiódor Dostoievski. Obra irregular con notable abanico de personajes en escenas de gran interés a las que Gerardo Vera enriqueció con muchos elementos que —otra vez varios años después— se entregan con entera libertad en la versión de Los hermanos Karamázov, y luego Los sueños de Quevedo, atando cabos entre mundos dislocados por la obsesión de la búsqueda de la felicidad en una sociedad cargada de prejuicios, abuso de poder y enorme pobreza, ambiciones incontroladas a menudo despeñadas en busca de un gramo de justicia.

Ahora llega El idiota, y todo el largo camino recorrido con las mencionadas paradas se confabulan en la creación de un escenario operístico y cinematográfico de extraordinaria armonía teatral. Conjunción plástica conmovedora que además cuenta con la colaboración de un montaje visual fascinante inspirado en las obras de Lucien Freud con aparición de algunas de sus propias creaciones: seres desamparados, tocados por una amargura profunda que reflejan el mundo interior de los personajes de la función, más allá de las apariencias con que se presentan en escena y se representan a sí mismos. Trazos que se proyectan a espaldas de seres demasiado preocupados por encontrar una salida del círculo infernal en que se solapan sus frustraciones y amarguras. Tras la riqueza temperamental de la desesperación en sus rasgos más poéticos, resuenan otras voces literarias y escénicas. Como, por ejemplo, la del británico Graham Greene (1904-1991), anglicano que se hizo católico en una búsqueda intensa de lo divino a través de lo humano, a la manera del escritor ruso, volcado al final de sus días en la Iglesia Rusa Ortodoxa. Greene escribió en su novela El décimo hombre (1985): «La gente es bastante consciente de la tristeza que hay en la lujuria, pero no lo es tanto de la lujuria que hay en la tristeza», frase que ejecuta uno de los principales motores del sentimiento trágico de la vida, que diría Unamuno, y que esta representación corona de gloria artística y subraya reflexiones muy atinadas en relación con nuestra época. En sí mismo, el hecho de haber respetado la ambientación histórica permite acercar a nuestra situación de ciudadanos entre la miseria moral y el avance tecnológico, entre el capitalismo salvaje y la urgente necesidad de solidaridad.

El príncipe Myshkin es un desgraciado huérfano que de no tener nada de nada, ni la mínima inteligencia socialmente aceptada, se convierte en un rico hacendado que sigue sin poseer la menor riqueza porque otros explotarán su potencial, su calidez, su capacidad para aventurarse en un mundo de implacables intereses en los que se unen de manera explosiva: dinero y lujuria.

Fernando Gil aporta con gran sutileza la candidez y el histrionismo de un hombre-niño que fascina a propios y extraños y enamora a dos mujeres muy distintas, radicalmente opuestas: Nastasia, todo fulgor y voluptuosidad a pesar de sí misma: es bella, sexualmente precoz, amante de un viejo desde la adolescencia, naufragando en el intento de ser ella misma. Marta Poveda vuelve a sorprender con un registro inédito, minado en dulzura, rencor y desprotección (después de las encantadoras y divertidas señoritas de La dama duende y El perro del hortelano), y frente a ella el circuito demencial de Aglaya, a cargo de Vicky Luengo, tan tontorrona al comienzo, niña bien para quien todo es juego, virginal jovencita de risas y perfumes, desbordada ante la competencia de aquella a quien todos desean ardientemente, lanzada con ímpetu a un viaje final desesperante.

Jorge Kent marca con desgarrado talento todo el proceso de un viaje hacia el fondo del abismo, con una escena final que eriza la piel, la locura expresada de tal manera que su cuerpo se vuelve de goma, elástico, deseando romperse.

Yolanda Ulloa juega sus bazas en un tono de alta comedia brillante; cómo camina, cómo mueve sus brazos, como vocaliza la dama que respira dando indicaciones, felizmente sobreactuada, rimbombante y falsa como toda gran señora que se precie cuidando las virtudes de su hija y las apariencias, pero también con tiempo para ser justa con el Príncipe Idiota, a quien su marido intenta engañar. Sus registros se despliegan aparentemente en una misma tonalidad frívola —como si toda ella fuera un vodevil—, hasta la desazón final donde nos alcanza su temple de admirable actriz dramática.

Actrices que abordan sus personajes con enorme vitalidad, dirigidas por Gerardo Vera con su peculiar estilo que consiste en no hacerse ver, en dejar que los intérpretes amen a sus personajes y se lo jueguen todo en la misión de defenderlos. Es tan notable esta sensación de dirigir desde el texto y por el texto que incluso como escenógrafo todo el conjunto procura deslizarse con la máxima sencillez, configurando escenas de una intimidad conmovedora en zonas del gran escenario con una estética profunda para desnudar la soledad tan grande de seres perdidos. Perdidos y encontrados, porque la dimensión escénica es potente, la música envolvente, la iluminación sumamente creativa, las imágenes proyectadas ricas en sugerencias, y el vestuario impresionante: qué hermosos los cuerpos de las tres mujeres, qué graciosos o tremendos los movimientos de sus vestidos, y cuánto rigor histórico en las masculinas prendas, siempre aportando datos de su situación social, según vistan estas o aquellas chaquetas, estos o aquellos abrigos.

Un espectáculo imprescindible en el que la unión de géneros artísticos profesa un ritual que emociona y que, desde luego, genera el deseo de volver a verlo más de una y de dos veces, en busca de nuevas luces y sombras que escapan de nuestra primera capacidad de observación. Muchos son los elementos puestos en juego, a partir de una elaboración de texto dramático difícil de superar por parte de José Luis Collado, en cuyas manos parece transmutar un Dostoievski teatral del siglo XXI, abandonando la retórica narrativa del XIX, y ciñéndose a una dinámica escénica propia del gran teatro contemporáneo.

 

Fernando Sainz de la Maza, Ricardo Joven, Yolanda Ulloa, Vicky Luengo, Fernando Gil, Marta Poveda, Jorge Kent, Abel Vitón, Alejandro Chaparro.

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Otros montajes de Gerardo Vera en CULTURAMAS

El cojo de Inishman

Los hermanos Karamázov

Los sueños de Quevedo

Ver también:

Adaptaciones cinematográficas de Dostoievski

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Versión José Luis Collado 

A partir de la edición de Alianza editorial, traducida por Juan López Morillas

Escenografía y Dirección Gerardo Vera

Ayudante de dirección José Luis Collado

Iluminación Juan Gómez-Cornejo

Vestuario Alejandro Andújar

Realización vestuario Maribel Rodríguez Hernández

Ambientación vestuario María Calderón

Espacio sonoro Alberto Granados

Videoescena Álvaro Luna

Movimiento Ana Catalina Román

Fotos David Ruano

Teatro María Guerrero. Centro Dramático Nacional. Del 20 de febrero al 7 de abril 2019