«Los desnudos»: razón de amor
Por Mario Álvarez Porro.
Sin duda alguna, recordando unos versos de Anabel Caride, “el árbol genealógico de los que no tenemos / foto de comunión, / invitados forzosos que critiquen la tarta, / tiene raíces hondas”.
Antonio Lucas (Madrid, 1975), poeta y periodista, se incluye con Los desnudos (Visor, 2020), XXII Premio de Poesía Generación del 27, en tan extensa nómina de inconformistas para ofrecernos su particular visión de una existencia marcada por la pérdida de valores y certidumbres, y cuya fragilidad ante el paso del tiempo sólo parece restañar el amor como única verdad posible. Se trata, por tanto, de una colección de poemas cuyos motivos dan pie a una variedad de reflexiones con las que se pretende mostrar lo que hay de cierto en nuestra existencia.
Ya desde su mismo título, asistimos a este singular posicionamiento por medio de la transcategorización del adjetivo «desnudo«, gracias a la anteposición del artículo, para, de este modo, sustantivarlo y sirva para designar al poeta y a los de su misma estirpe ante la desazón existencial y el desacuerdo vital con el mundo, relacionándose claramente con la quinta acepción que del término nos da el Diccionario de la Real Academia Española: “Patente, claro, sin simulaciones o falsedades”.
El conjunto lírico se caracteriza por un predominio del verso libre y los poemas en prosa, concediéndole al libro un largo aliento, destacando la predilección por poemas sustentados en estructuras anafóricas o paralelísticas y en enumeraciones caóticas o listas de definiciones que atienden a las modalidades textuales argumentativas o explicativas. Esto se debe al tono resueltamente reflexivo que prevalece en los poemas, concediéndoles un ritmo y lectura agradable.
La disposición desigual del libro en cinco grupos de poemas atiende más a la ruptura con la objetividad y a la libre expresión de la personal experiencia de su autor sin restar coherencia a la obra, pues ésta vendrá dada a través del monólogo dramático que se irá destilando poco a poco a lo largo de la misma y que supondrá un acto de madurez ante la certeza de nada.
Se inicia, no obstante, con un poema a modo de introducción intitulado y todo él en cursiva, haciendo con ello que destaque sobre el resto, y donde ya podemos comprobar la actitud de rebeldía anteriormente señalada. En él, se buscará la complicidad del lector implicándolo de forma afectiva a través del uso del plural sociativo: “Nosotros los desnudos, / los del borde de una fe que ya no abriga, / hijos transparentes de la sed, / huéspedes felices de la periferia.” […] “Nosotros a favor de no aceptarlo todo. / Nosotros, excluidos y colmados.”
Le sigue un primer bloque de poemas titulado «De lo inmediato», centrado en las vicisitudes del yo lírico, de su esencia y su materialidad, como, por ejemplo, en «Casa nueva», donde vemos la dificultad de pasar página, ya que “dejar atrás es muy violento”, pues “no puede alquilarse aquí el olvido”. O por medio de piezas como «Autorretrato», de inevitable eco machadiano, donde constatamos la triste aceptación de la vida y la nostalgia por la infancia pasada: “Podría decir que acepto lo que he sido […] pero quisiera regresar al túnel de ser niño, / mirarme desde ahí, / mirarme hasta el naufragio”, y, así, evadir la angustia del “por qué tanto hundimiento”. Y es que a veces las cosas no tienen explicación, así como “tampoco el hilo suelto de mi nadar sin meta”, porque, resonando de fondo Ángel González, el hombre es, al fin y al cabo, sólo “una prórroga de muchos seres previos.” Tampoco los dioses tienen explicación, ya que en cada dios se encuentra “la certeza de no serlo”, así que “cómo creer en lo que no ha nacido / y exige rendición y solo está en lo oculto” («A un Dios»). En lo que sólo proviene del temor. Esa certeza tan sólo vendrá otorgada por el más humano amor, “porque a veces no basta con decirlo, / porque el mar o el amor no son palabras”, porque “a veces te encuentro vestida de cielo / y en cualquier nube embarcas, / e intento volar muy adentro / de tanta verdad. O tu trampa.”
A continuación, encontramos un segundo apartado bajo el título «Tatuajes», constituido por una serie de prosas poéticas que giran en torno a diversos aspectos de la vida que han dejado huella en lo más íntimo del autor, yendo desde una evocación de la figura de un muy extrañado Federico García Lorca, hasta llegar al muro en donde un día inscribimos nuestros nombres, símbolo de la memoria a la que se vuelve ante el inexorable viaje que todos hacemos “de la nada a la nada”.
En «La noche manuscrita», el yo poético nos desvelará la única verdad posible y el verdadero sentido del libro. Encabezando esta tercera sección encontramos un poema cuyo título, «Lara», nos remite inmediatamente a la dedicatoria, «A Lara, on comnça la vida» (A Lara, donde comienza la vida), confiriéndole un sentido global a la obra, la del amor como única fuerza elemental, capaz de recomponernos y mantenernos vivos. Asistimos, por tanto, a una contenida declaración de amor desde la experiencia que confiere la madurez, donde la única patria posible es esa persona amada con la que compartir la vida, “tierra pura”, “casa en que morir con fiera libertad, con alta rebeldía, con clara gratitud. / Esa casa sin retorno que es tu nombre.” Y es que no hay “nada más hermoso que ese instante irrepetible / en que alguien muy vencido entrega el corazón con las dos manos a quien hizo de él su casa” («Promesa pendiente»), ya “que amar siempre es quedarse” […] “y no temer deriva” («Carta»), porque sólo ella sabe “qué soy yo / y todo te lo debo todavía” («Deuda») y aunque “todo lo que importa se explica por sí mismo” («Venecia») el poeta nos tiene reservado un regalo como cierre de esta sección en forma de poema titulado «Amor», quaestio filosófica que nos remite, indudablemente, a lo más rico de nuestra tradición poética, exactamente al «Diciendo qué cosa es amor» de Jorge Manrique, vivificándolo y modernizándolo para “nosotros que al amarnos fingimos algo eterno / sabiendo que el amor solo es un fin que a veces se anticipa”.
Tras esto, y como presagio de lo inevitable, hallamos en «Tres islas griegas» sendas composiciones en las que ante el extrañamiento, el desconocimiento y la duda que nos asalta aprendemos a que “vivir también es eso“ […] “sentarse frente al mar / diciendo que existo” («Primicia de un saqueo»).
Por último, llegamos a la parte titulada «Fragmentos de la edad» y que sirve para culminar el libro. En ella el yo poético se caracterizará por el descreimiento y el escepticismo propios de los efectos del paso del tiempo, donde ya “el hombre es lo de menos en el bosque” («Bosque») y “sólo en lo incierto somos dueños del mundo” («Normas de urbanidad»), por lo que “no abrazo más consignas que el poema” («España»). Ni siquiera es verdad el dolor si no queda ningún ser amado, “si pienso en lo que he sido hasta esta misma hora / podría resumirme en unos pocos nombres / y hacer del mío humo.” [..] “tantos seres que amé, sin prisa y sin espera: / dónde están” («Testamento»). Por esa misma razón, razón de amor, “la vida se concreta mejor en lo pequeño” […] “ahí donde unos ojos te reclaman, / donde piensas en alguien y lo salvas; / donde alguien piensa en ti / y da tregua a tu destino sin saberlo” («Tregua»).
Antonio Lucas dota a su poesía de un lenguaje cercano y atractivo, haciendo uso de la versatilidad que le prestan la narratividad y el coloquialismo bien entendido que, a través del monólogo dramático, hace fluir la conciencia a modo de testimonio vital sin renunciar a un decidido poso filosófico que abarca toda la obra. Todo ello para compartirnos de este modo sus más íntimas reflexiones, su desconsuelo vital y su amor por su mujer, Lara, principio de todo.
En Los desnudos, presenciamos una lírica ante todo muy humana y, por tanto, que desborda con su sensibilidad todo molde gracias a la desobediencia del sujeto poético que se alza ante la uniformidad predominante, enarbolando la única bandera creíble, la del amor.
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