Álvaro Valverde en Plasencia
Por Antonio Costa Gómez.
Miré la catedral que son dos catedrales en una, la linterna de la Torre del Melón, el retablo con las telas movidas y los ojos alucinados de Gregorio Fernández. Miré las puertas de las murallas, miré las iglesias blancas movidas detrás de las murallas. Miré el puente sobre el río Jerte y reproducida en una casa la vista de la ciudad que pintó Sorolla para unos norteamericanos en 1017. Lamenté que los restaurantes populares y tradicionales su fueran sustituyendo por locales pijos de diseño alrededor de la plaza. Me tomé una copa de anís en el parador junto a los arcos góticos del antiguo convento. Me acerqué a Garganta la Olla sobre el abismo y admiré en una imagen a la Serrana de la Vera que desafió poderes y prejuicios entre los montes.
Quería ver a Álvaro Valverde, el poeta de Plasencia, pero no pudo ser porque tenía una reunión en el instituto. Me acordé de su poesía callada y reflexiva, con una secreta pasión en su falta de ruido. Me acordé de su último libro El cuarto del siroco. Ese era el cuarto interior de las casas adonde se retiraba la gente cuando azotaba el siroco estridente y agresivo. Y Valverde dice: “Mi vida es interior. / Vivo hacia adentro, / hacia aquello que allí / se oculta oscuro”. Valverde siempre ha guardado eso que se oculta en el cuarto interior contra los vientos tan ruidosos del mundo actual.
Pero aún me llamó más la atención, hace tiempo, “Una oculta razón”. Siempre he creído que hay muchas ocultas razones que nos hacen vivir debajo de todos los sensacionalismos y los tuits apresurados y tontos. Allí “donde torna la rosa subterránea / en lengua poderosa”. Rilke y Celan hablaban de la rosa que no pertenece a nadie; Valverde de esa rosa oscura. Y con ella nos suelta su paradoja: “La penumbra de las cosas que habito / es el dulce lugar donde halla el asombro / la alta luz del encuentro”.