El Tour como ficción (III). Galdós y la estafeta romántica: Roglic y Pogacar
El Tour llega a la segunda jornada de descanso marcado por el gran suceso ciclista de los últimos años: el comandante de los cien mil hijos de Brailsford, el colombiano Egan Bernal, el ganador más joven del Tour desde Dios sabe cuándo, recibió la visita del Tío del Mazo o, más bien, de la sobrecarga de esos entrenos en su país catalogados como “apocalípticos”, y perdió en meta más de siete minutos con el grupo de favoritos, en una etapa sin mucho argumento, un tanto aburrida y en la que el Jumbo-Visma tuvo su actuación más cercana a lo que desde 2012 venía haciendo la escuadra inglesa en la que está enrolado Bernal. En la primera crónica me refería a que, galdosianamente, el objetivo de este especial era captar la historia: si queríamos ser como don Benito, ya tenemos nuestro Bailén. Mientras, en Italia se está corriendo la Tirreno Adriático, ronda en la que el programa olímpico de Londres 2012 sigue manteniéndose vigoroso y dominante (va líder Simon Yates, Manuela Fundación mediante, y el expulsado del ocho de Brailsford, Geraint Thomas, ha mostrado un buen estado de forma como galés de pro: Gales, golf, Madrid, in that order, quién sabe si con retranca hacia el joven rey caído).
Así, en esta segunda semana se acabaron los tiempos bobos para dar comienzo a la estafeta romántica. Precisamente, don Benito publicó un episodio nacional con tal título, obra perteneciente a la tercera serie que salió a la luz en 1899, influida en parte por el desastre del 98 que tantos ríos de tinta provocó entre los regeneracionistas. Algo de eso hay en el ciclismo actual: la etapa que sirvió para tumbar al Imperio Galáctico y que formalizó el intercambio de bienes entre Roglic y Pogacar, el dúo esloveno que daría para un cómic de Tintín ambientado en Syldavia, acentuó la sensación de que el ciclismo está en crisis, o, más bien, el Tour como competición, más allá de epopeyas ficcionales pasadas. Una crisis comentada por todo tipo de cronistas y que da lugar a encarnizados debates sobre qué hacer con este deporte que, cada vez que visita Francia tres semanas, pierde algo de su épica en favor de otros “superhombres” sobre dos ruedas que se rompen el húmero y se vuelven a montar en una moto de gran cilindrada o, incluso, que se tienen que tirar de dicho trasto a 200 kilómetros por hora. Y esto es solo un ejemplo un tanto demagógico para plasmar el problema, puesto que Nairo Quintana ha continuado en carrera después de una tremenda caída que también afectó al local Bardet, quien, por cierto, llegó a meta con una conmoción cerebral, por no hablar de Woult Poels o David de la Cruz, otros ciclistas con fisuras que cada día llegan a meta. La cuestión es que la imagen que llega a la gente en los grandes momentos resulta ser otra bien alejada del porte que debería tener un héroe a lo Agamenón interpretado por Sean Connery en Los héroes del tiempo: la desazón domina al aficionado y a gran parte de los comentaristas y, tal y como ocurría con los sufridores noventayochistas, las soluciones al gran problema, en este caso, el ciclismo en lugar de España -o viceversa-, son variopintos, pero sin que ninguno termine de arraigar como plan de acción.
No es contradictorio este paso de los tiempos bobos a la estafeta romántica, porque esta solo es un paso más allá en el pasteleo: si la historia se detiene, el impacto de los grandes hechos ya no existe. La caída del Sky-Ineos-Grenadiers-Ponletúelnombrequequieras no tuvo nada de inolvidable: Bernal se hundió y todos fueron al ritmo del cha cha chá del Jumbo; tan solo se unió a la debacle Nairo Quintana, a partir de ahora Robert Mitchum porque incluso en la adversidad se mantiene igual de impertérrito, quien en el primer día de descanso actuó como sibila, anticipando una alianza colombiana. Lo que le faltó a este Mitchum crespuscular para completar la profecía fue añadir que esa unión sería en unas circunstancias parecidas a las de un mero cambio de guardia más que a las que rodearían a un rey huyendo de un país tomado por empecinados, Bernal como Pepe Botella, y la gris realidad del ciclismo en la que la resistencia, la gran alternativa al dúo esloveno está encabezada por Rigoberto Urán, el hombre que nunca ataca, y los tres rompetechos, los corredores a los que siempre les ocurre algo (junto al cesante Pinot, que, como indica su sobrenombre, ya cedió y que tal vez fuese a purgar sus penas junto al Cristo de las Melenas… o no, ya se sabe que a Cadalsito le daba miedo): Miguel Ángel López, MAL para los amigos, mal para el aficionado porque dice que no se puede sino seguir el chú chú del gran grupo con Dumoulin a la cabeza; Richie Porte, a quien mi compañero Luis denomina Richie Torpe, ya pueden suponer por qué, y a quien me imagino en una novela de Agatha Christie, una de esas con portada siniestra en la que el dramatis personae aparece traducido al español y el traductor encasqueta al personaje el nombre de Ricardo Puertas; y Mikel Landa, el melancólico, el cartesiano, que este año ya ha sufrido el castigo de Eolo en forma de abanico y que, en un cambio de registro, como su maestro Unamuno, adopta un nuevo rol, en este caso netamente conservador, quien sabe si para metamorfosearse en el sumo sacerdote del ciclismo ofensivo. Pero no, parece más bien que su actitud obedece a un perfecto plan para vengarse de su antigua escuadra y superar a Enric Mas, el ciclista cuya máxima aspiración era el top-15, el ciclista que nos dice que corramos nosotros, que atacar es como inmolarse, y el ciclista que, a lo tonto, está a una distancia nada desdeñable del podio. Todos ellos son candidatos al famoso maillot marrón de Parlamento Ciclista junto al venerable Alejandro Valverde, de quien no sabríamos nada si no fuera porque su nombre sale en la clasificación. Quien no opta a tal galardón es Adam Yates, el gemelo de Simon, líder de la Grande Boucle hasta que Roglic decidió que le tocaba a él: salvo los eslovenos, todos los demás tienen pesadillas con el inglés, que continúa quinto en la general.
Así, la segunda semana se ha convertido en la representación de un intercambio epistolar entre el dúo esloveno, quienes únicamente han permitido que uno de ellos, Pogacar, destaque con dos victorias de etapa para así adquirir más partidarios a su causa, mientras atan en corto a todos los demás. O, más bien, a casi todos los demás, pues los aventureros despreocupados por la general han intentado erigirse en auténticos empecinados: véase al equipo Bora, preocupado por lograr el maillot verde de la regularidad para Peter Sagan, el corredor más mediático del pelotón y quizás el más desaprovechado de los últimos tiempos. Señálense también las peripecias del suizo Hirschi, quien tras quedar dos veces segundo y dar una exhibición en una etapa de montaña pudo conseguir su ansiado triunfo de etapa, entrando en solitario como correspondía a su genial desempeño en este Tour. Otro cariz toman las aventuras de Alaphilippe, sin el golpe de pedal del año pasado, y que, de momento, no sube los puertos con tanta convicción. Pero el bueno de Julian no duda en acelerar y entregarse al jolgorio del histrionismo para delirio del público local. Sin embargo, estas modificaciones del guion preestablecido, si bien estimables, aunque tampoco multitudinarias, obedecen al intercambio de puntos de vista entre Roglic y Pogacar. No sería de extrañar que, en vez de sentidas cartas, como correspondería en unos Episodios Nacionales, se intercambiaran mensajes de Telegram comentando que el día equis el equipo holandés tirará con fuerza en los puertos o que el pipiolo Pogacar prepara un ataque que hará temblar a la fauna sedienta de tercera plaza. El destino de los dos eslovenos parece ir a la par, comparten la misma estrategia, y es en ese punto donde Roglic emerge como una especie de padre frente al hijo Pogacar, algo parecido a lo que Galdós propone en La estafeta romántica entre Pilar de Loaysa y su hijo ilegítimo Fernando Calpena: una figura familiar que tiene proyectos para su estirpe.
La estafeta, por tanto, reside en el buen rollo entre los dos eslovenos, tú la etapa y yo el maillot, correo va, correo viene, pero hay un factor que puede cambiar este clima de camadería: el rostro de Bernal, que pasó de ser el de François Faber, el primer extranjero que ganó el Tour, y al que, por cierto, sustituyó como ganador más joven, a ser el de Larra, elemento central en ese episodio nacional tan romántico y cuyo repentino final marca toda una época. El final de Bernal en este Tour, que no para la posteridad porque Bernal es mucho más que una flor de un día, puede provocar que el hijo no quiera seguir los planes trazados por el viejo esquiador; que algo en la confraternidad nacional se desquebraje camino del Col de la Loze a la espera de la contrarreloj mixta, llano y montaña, que les llevará a la Planche des Belles Filles, Constantinopla de baratillo, tomada sin asalto, propia del ciclismo moderno y marronil; que Tintín y Haddock se trasloquen hasta la obsesión que surge en los hombres que quieren reinar. Algo de eso sabía Kipling, y sus personajes no acabaron muy bien que digamos. Quizás por eso mismo la estafeta que mueve este Tour continúe, no vaya a ser que de repente salga por el córner uno de esos ciclistas que dicen que es imposible atacar y cambiar de ritmo y que, sin atacar y cambiar de ritmo, sea uno de ellos el que ría último vestido de amarillo.
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