Memoria del adentro, de Aitor Francos
Por Luis Llorente.
Vuelve Aitor Francos (Bilbao, 1986) con un libro maduro y deslumbrante. Memoria del adentro, un título de corte clásico que apunta a cierta estética, si bien el autor se aleja de los convencionalismos de la poesía contemplativa en un conjunto de poemas altamente reflexivos, donde la construcción del símbolo es una constante. Lo publica La Garúa, esa cuidada colección barcelonesa capitaneada por Joan de la Vega, Agustín Calvo Galán y Adrián Bernal, que combina en su catálogo a algunos de los mejores autores de la poesía en lengua catalana actual, con algunos de los autores más impactantes de la poesía en lengua castellana. La edición –cómo no iba a decirlo un esteta como yo– es francamente hermosa. Y como suelo decir, la buena poesía debe estar bien editada. Y como decía un día Joan, el editor de poesía tiene que ofrecer algo más que un buen texto, y brindar esa calidad, esa estética objetual, a la manera de la mejor tradición, esa que empieza con Prados y Altolaguirre al frente de Litoral.
Dicho esto, hablemos del contenido: se trata de un libro orgánico, bastante bien cohesionado temática y estéticamente, y dividido en cuatro partes que responden a un discurso autónomo. A veces, me recuerda a poetas polacos como Adam Zagajewski, pero también a norteamericanos como Wallace Stevens o William Carlos Williams en los poemas donde la mirada es una búsqueda y una erosión de la materia. Palpa y nombra, y se adentra desde el símbolo hasta trazar, con paso firme, ese grado de verosimilitud de su lenguaje. Esto ya sucedía en Las gafas de Pessoa (Vandalia, 2018), libro con el que obtuvo el premio Iberoamericano de Poesía Hermanos Machado y que, por lo visto, había sido finalista del Adonais en varias ocasiones.
Hay en Aitor una voluntad candente de desdoblamiento; el yo se dispersa o se anula, y deja paso, mediante la transparencia del pensamiento, a otras posibilidades del yo. No existe una identidad concreta, sino que nos propone la pérdida de la misma para que sea el lector quien construya (o añada elementos, como piezas para una figura) esa identidad. Otro rasgo importante de la poesía de Aitor es su tono narrativo. Ese tono narrativo, a veces analítico, confiere verosimilitud a la ferviente abstracción, que queda perfectamente combinada con la concreción del objeto y la entidad edificante, creadora, del pensamiento; como saben ustedes, es un rasgo muy propio de la mejor poesía inglesa y norteamericana. Ese tono, tan sentencioso como melancólico, nos da la impresión de una solidez argumental. Y, para mayor tracción, todo se rige por un sistema de ideas que nunca dejan de estar tamizadas por la lírica, en su acepción más ortodoxa. En esto me recuerda, salvando la distancia temática, a poetas como Auden.
Debido a nuestra amistad, conozco algunas cuestiones de cerca: sé que Aitor lee narrativa hispanoamericana (me decía una vez que le encanta Juan Rulfo, por ejemplo); y también lee poesía de todas las épocas y de varios países, deteniéndose quizá con mayor fruición e interés en la europea y en la norteamericana. Y ensayo, también lee ensayo. Supongo que todo eso, bien digerido, con la necesaria agudeza crítica y el olfato lector, le ha influido en este nuevo libro, en distintos grados y con distintas posiciones y visibilidades. Yo le veo muy polaco en este libro. Me recuerda a algunos poetas polacos contemporáneos que son especialmente reflexivos, como el citado Zagajewski, que, además, ha leído bien. “Se ha ensanchado la casa / después de respirarla desde dentro”, nos dice en el poema “Shinkiro”, un poema breve y contundente, uno de los mejores del libro y uno de los que mejor representan su mensaje.
Las cuatro partes que forman el libro son las siguientes: “Vivir en las paredes”, “Pinturas de guerra”, “El cerco” y “El limbo de los monstruos”. Cada una responde a una capa del discurso, cada una tiene su ángulo, si bien la conseguida cohesión deja perfectamente hiladas a las cuatro, proporcionando así que el órgano tenga su identidad y su función latente y permeable. Unitario discurso, ficción sostenida con algunos apuntes experienciales, y capacidad de sugerencia. La anécdota nunca enturbia al poema, y su verdad añade fulgor. Opera en este libro el discurso contemplativo, pero ni elegíaco ni expresamente celebratorio, sino analítico, acechante, psicológico. La contemplación no es convencional (en el sentido de la tradición hispánica; no es regocijo en la belleza ni obsesión o bien actitud estoica ante la muerte), sino, aunque sin privarse en algún momento de esos rasgos ortodoxos, la contemplación es pensamiento absoluto, y aceptación del dolor, que por cierto unas veces es trascendido, y otras se queda flotando, reverberando para dejar el poso que conmueva un poco al lector, con ese estilo tan Aitor. Interpretar “la periferia de la acción”, acaso, es su manera de sugerir en el poema. Una de las virtudes del poeta bilbaíno es su capacidad para crear pequeños mundos y lograr una nueva significación de algunas palabras que son material poético tradicional. Lenguaje de acciones. Posibilidades discontinuas latiendo al compás de la idea. El peso en el verbo y en los complementos, ese brillo en las estrofas largas, esa tensión en las estrofas cortas.
En el poema “El ritual del perdedor”, nos dice: “Es bueno tener símbolos / para todas las formas de derrota.”
En el poema “Offret, 1986”, hay una inmersión en la memoria, y dice: “No faltaban lugares / donde la casa / era periferia: huecos soñados / de sillas con verdín / y limosnas de una épica de sal. // Ahora me pregunto / cómo mantener vivo el laberinto / mientras huye por dentro de los cuerpos. // No seré yo el que le haga / preguntas a la muerte.”
En “Panorámica desde la fila de atrás”, dice “Y escribir el poema se parece / a maquillar a un muerto”. En «Todo habrá sucedido en otro tiempo», dice: “Apenas / irreal lo real, / la repentina dimensión del ojo”. // Mejor es la luz, / cuando muere a través de lo leído”. En “Kigo de la desesperación”, versos tan derrotistas como “Sensación de que todo / está para que yo jamás pueda recibirlo”. En el poema “Tempus fugit”, una lograda reflexión que deja el fogonazo, dice: “En la manera de coger un vaso / posees la nada: simple pureza / del agua que se apoya / para esperar y ser algo simbólico”. En “El siglo de la impaciencia”, dice: “El sol es una isla / de libros incendiados. // Su soliloquio fija la morada. // Y no cabe un cuerpo más en su certeza”. En “Promethea”, dice: “Morir lo imprescindible / nunca fue suficiente / para protegerme del poema”. En “Educación para un viaje espacial”, dice: “La poesía es una forma menor / de futuro en la piel del astronauta. (…) Hay polen en los poemas traducidos / y huellas en las piedras / excavadas en la luz”. En “La utilidad de la ceniza”, hay una estrofa especialmente sintomática y significativa, que destella y es toda una declaración de intenciones: “El humo vino a barrer la noche de la idea. / Pone ojos a las sombras que descubre / y escribe con los dedos / de la profundidad”. En “Geografía del fantasma”, la originalidad imaginativa queda patente: “Claudico en el féretro de los sueños / y dejo en el poema mi moneda, / tibia mancha dormida. / La mano enferma con la que podemos / tocarla admite formas / de alivio en la frontera”. En el decisivo poema “Espectador insólito”, está claro el discurso: “No me atrevo a recomponer la luz. / A olvidar el milagro que sólo ella impone. // Es un acto de amor / ese irse corrompiendo hasta la perfección / de no haber sido nunca”. Me parece una de las secuencias más hermosas del libro.
En “Stultifera navis”, sentencia: “Todos somos espejos de lo mismo / fuera de la verdad. / Y el intercambio es constante”. En “Borrar el poema”, arranca con contundencia y balsámica ficción: “Los libros de poemas / se cansan de tener las manos limpias, / les espanta despertar en el agua, / verse lejos de la sangre de los héroes”. Y, por citar uno más, a modo de recorrido por este inquietante palimpsesto, en el magnífico poema “Metamorfosis de la muerte”, el autor se instala en el yo y lanza esta mesiánica sentencia: “Ejerzo de esquirol / para quienes reconstruyen la luz / y hundo mi morada en la contemplación. (…) Venero la necedad de la ceguera”.
En definitiva, Memoria del adentro es un libro orgánico y deslumbrante, que confirma la madurez de uno de los autores más interesantes del panorama nacional joven; me refiero a los nacidos en los 80 y que empezaron publicando en torno al año 2010. Ahí está Aitor Francos, haciendo su obra despacio y con coherencia. Los que ya hayan leído algún otro libro de Aitor, lo corroborarán con este nuevo fruto. Los que se estrenen en su obra poética con este libro, tendrán la aventura asegurada. No se lo pierdan. Entren y disfruten.
Luis Llorente, 7 de septiembre de 2020.