El Tour como ficción 2020 (II): Galdós y los tiempos bobos

Quedan nueve etapas menos del Tour y es difícil saber si celebrarlo o lamentarlo porque la primera semana de carrera ha sido literariamente de lo más contradictoria. La mayor parte, las seis primeras etapas de hecho, estuvieron ocupadas por la consuetudinaria galbana con que la canícula de julio aturde al pelotón, y poco ha importado que estemos ya en septiembre y con temperaturas casi otoñales al norte de los Pirineos. Este año la inanidad de la primera semana de la Grande Boucle ha alcanzado límites insospechados, aunque literariamente muy interesantes, que llevaron al siempre entusiasta Carlos de Andrés, narrador de Televisión Española, a pensar que el mayor foco de interés pudiera estar hoy lunes en el día de descanso, cuando se realizarán las primeras pruebas PCR a los corredores y demás miembros de la caravana para descartar contagios (o quizás lo haya soñado mientras seguía atentamente las evoluciones de los ciclistas por las carreteras del Languedoc). Por nuestra parte, mi compañero Julio y yo seguimos discutiendo a quién le corresponde, de acuerdo con nuestro propio protocolo de seguridad, cubrir esta jornada, ya que no sabemos si considerarla par o impar.

Pero centrémonos en la primera semana, que es la que nos ocupa en este artículo, de inspiración necesariamente galdosiana. Nos enfrentamos, efectivamente, al mismo problema que don Benito, el de escribir una crónica de la nada, del aburrimiento y la tontería más absolutos. Esta es la gran diferencia entre sus Episodios nacionales, que pretenden narrar la historia de España en el siglo XIX hasta 1876, y sus novelas contemporáneas, que ocurren siempre después, en la época de la Restauración. Él mismo lo explica en la quinta serie de los Episodios, que con razón acaba con menos obras que las anteriores al llegar a Cánovas, por medio de la musa Mariclío, que avisa al eximio cronista Tito Liviano del advenimiento de los tiempos bobos: la historia española, viene a decir, se ha parado en la Restauración. Los grandes acontecimientos, sean trágicos o heroicos, han dejado de ocurrir y en el último cuarto de siglo no hay más que una plomiza calma chicha en la que es imposible toda evolución de la sociedad, controlada férreamente por la élite bicéfala del sistema canovista, en el que se alternan pacíficamente y sin consecuencias reales los partidos liberal y conservador, según el célebre principio gatopardesco. Los héroes de los primeros Episodios, los dinámicos y optimistas Gabriel de Araceli y Salvador Monsalud, dejan paso a toda una colección de antihéroes frustrados hasta la neurosis como Ramón Villaamil, Fortunata, o Maxi Rubín.

Pues bien, la sociedad ciclista, el pelotón del Tour de Francia, ha estado en la primera fase de la carrera en una situación alarmantemente similar, y así es indiferente que el equipo que controle y bloquee la carrera sea el Ineos o el Jumbo, que parece haber volcado toda la jerarquía de la carrera para que nada cambie, con el veterano Tony Martin ejerciendo de cacique local hasta el punto de decidir cuándo se debe parar o cuándo se ha formado ya definitivamente una escapada. Parecíamos inmersos en los tiempos bobos del ciclismo y no ocurrió, por tanto, nada, fuera de alguna mínima escaramuza dadivosamente autorizada por las altas instancias del pelotón. En la primera etapa, sin ir más lejos, en un trazado de media montaña alrededor de Niza, el pelotón, por boca del omnipresente Martin, que extendía los brazos como una cigüeña a punto de alzar el vuelo, decidió neutralizar la carrera ante la multitud de caídas que se acumulaban durante toda la jornada. Un tímido intento de desobediencia protagonizado por el Astaná de Miguel Ángel López terminó en un choque verdaderamente cómico con un poste de tráfico y la humillación de una regañina pública por boca, cómo no, de Tony Martin. Sofocada esta pequeña rebelión, no volvió a haber ningún problema. Puede perdonarse esta actitud pacata, porque al parecer, la mayor parte de las caídas fueron causadas, en uno de los toques berlanguianos cada vez más frecuentes en el ciclismo, por la combinación de la lluvia mediterránea… con los restos de jabón que un vehículo de la organización había arrojado festivamente a la carretera unas horas antes. O tal vez sea un homenaje a los orígenes del Tour, contemporáneos de las gesticulaciones y los resbalones del cine mudo.

Pero tampoco en los días siguientes hubo competición aparente y la mayor parte de los ciclistas dejaron pasar otras cinco etapas propicias para emboscadas de toda clase en busca de la victoria de etapa o del progreso en la clasificación general. Las escapadas, de hecho, volvieron a formarse otro año más con un único ataque en el primer kilómetro de la etapa y con el concurso de no más de cuatro corredores, a ser posible franceses y de equipos de segunda división. Una buena muestra de la bobería de estos tiempos se vio en la tercera jornada, con una fuga de comportamiento verdaderamente desquiciado que puede recordarnos perfectamente a los paseos delirantes de Villaamil o de Fortunata por las calles de Madrid. Formaron el grupo en un principio los franceses Cousin, Pérez y Cosnefroy (estos dos últimos en lucha por el maillot de la montaña) y el belga Naesen, compañero de Cosnefroy, que se descolgó voluntariamente cuando el grupo hubo tomado dos minutos y medio de ventaja. Después de dos puertos puntuables, y a ciento treinta kilómetros de la meta, Pérez y Cosnefroy dejaron casi de pedalear y volvieron al pelotón, mientras Cousin, atónito, continuaba solo con su aventura. Algún tiempo después, subiendo el último puerto de la jornada, ambos debieron caer en la cuenta de que quedaba en disputa un último punto y saltaron otra vez del pelotón. Pérez se detuvo en seco de pronto, parece ser que por una avería, y lo siguiente que se supo de él fue su abandono por una fractura de costilla y un neumotórax tras chocar con el coche de su propio equipo. Tiempos bobos, indeed.

En fin, llegamos a ver incluso una etapa del Tour de Francia sin escapada, o como prefiero verlo Julio, siempre optimista, con una escapada de ciento setenta corredores que consiguió llegar a meta en un día para la historia. (Consignemos, en honor a la verdad, un intento temprano de De Gendt, que ha logrado un notable palmarés basado en escapadas, no seguido por nadie). El último antecedente de tal situación, nada edificante, es de 1998, cuando el pelotón neutralizó la carrera como protesta ante la redada policial contra el dopaje de la noche anterior. Sorprendentemente, esta quinta jornada deparó un cambio de líder, ya que el portador del maillot amarillo, Alaphilippe, fue sancionado por avituallamiento ilegal al coger un bidón de agua de su equipo en los últimos veinte kilómetros. Pura tontería o pura neurosis, pero al menos pudo ofrecernos algunos de sus estrambóticos visajes de Scaramouche con ocasión de su victoria en la segunda etapa antes de sucumbir en la primera jornada de montaña disputada como tal.

Y de pronto, al llegar a los Pirineos el fin de semana, alguien, quizás Tony Martin, debió abrir la veda de ciclismo y fuimos devueltos de golpe a las coordenadas novelescas de las primeras series de los Episodios nacionales, con multitud de alternativas en la narración, guerras de guerrillas, ataques, contraataques, pujanza vital, y un protagonista joven y enérgico, un Gabriel de Araceli del ciclismo, que pese al poco literario nombre de Tadej Pogacar ha recortado tiempo a todos sus rivales y ha ganado la última etapa para situarse séptimo en la general a cuarenta y cuatro segundos del líder.

Pogacar tiene vientiún años y talento y carisma suficientes para enrolarse en la guerrilla ciclista de Juan Martín el Empecinado y protagonizar una vibrante novela de aventuras por los Alpes, y el contexto, con los nueve primeros clasificados agrupados en un minuto de diferencia y las tropas de los ejércitos napoleónico y absolutista mermadas y dispersas, le acompaña. Pero a fin de cuentas la clasificación está comandada por Roglic y Bernal, los jefes de los partidos liberal-Jumbo y conservador-Ineos, y es muy posible que sus compañeros de equipo mejoren notablemente sus prestaciones en la gran cordillera, menos dada, desde los tiempos de Aníbal y Julio César, a las escaramuzas de los salteadores que al paso marcial de los grandes ejércitos. En ese caso, el protagonismo volverá a recaer en los esfuerzos tragicómicos de los antihéroes frustrados y ligeramente neuróticos de las novelas contemporáneas. Tengamos en mente, por tanto, también a Thibaut Pinot, un verdadero Ramón Villaamil de las clasificaciones generales que lleva ya perdida media hora en solo dos etapas de montaña pese a ser objetivamente uno de los mejores escaladores del pelotón, al siempre sorprendente Miguel Ángel López, al quijotesco Quintana, que persigue aún su sueño amarillo (no es otra epidemia, no hay motivo para la alarma) y, por supuesto, al melancólico Landa, que como Tristana renueva cada año sus grandes proyectos y ensoñaciones de ganar el Tour o al menos hacer podio no ya para fracasar en ellos heroicamente sino para terminar la carrera sin llegar siquiera a ponerlos en marcha: este año ha vuelto a perder un minuto y pico en el llano y, pese a estar siempre en la montaña con los rivales más fuertes, no ha atacado aún para recuperarlo.

En definitiva, el día de descanso nos ofrece, con el permiso de las pruebas PCR, una interesantísima encrucijada literaria, entre el sabor clásico de la épica y la aventura de los Episodios nacionales y la melancolía antiheroica de las novelas contemporáneas. Los corresponsales de Culturamas en el Tour de Francia, por nuestra parte, confesamos nuestra indecisión: si bien lo primero es, sin duda, lo mejor para el ciclismo, es imposible no reconocer el enorme interés literario del aburrimiento y el fracaso. Quizás, pese a todo, la restauración de los tiempos bobos del ciclismo sea un buen modo de enderezar este fallido año galdosiano.

 

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