Edna O´Brien y las frustraciones sexuales cuando «Agosto es un mes diabólico»
Por Horacio Otheguy Riveira
Apostar por romper la rutina en el mes de agosto es una constante desde tiempo inmemorial. Salir al encuentro de una libertad desconocida en un ambiente donde el sol y la playa invitan a redescubrir gozosos pecados. Cuando esto ocurre en una novela escrita por una mujer en los años 60, se convierte en acontecimiento de doble juego: literario y social que llega al aquí y ahora con la gratificante atemporalidad de un clásico.
Su autora, Edna O´Brien (Tuamgraney, Irlanda, 1930) sigue publicando, prolífica contadora de historias de mujeres bajo diversos padecimientos y ciclos vitales por encima de la mediocridad, rumbo a una vida propia contestataria, potente. De su amplia obra, con una trilogía autobiográfica incluida (Las chicas de campo), y una última obra —docudrama con investigación periodística— La chica, sobre el secuestro de estudiantes en Nigeria, abarca un intenso recorrido social con un lenguaje rico para lograr una bien medida serenidad en el relato de situaciones muy dramáticas.
La primera novela de Edna O’Brien, Las chicas de campo —comienzo de una trilogía— se publicó en 1960 y escandalizó tanto a la gente de su pueblo que recibió toda clase de insultos y amenazas de muerte, así como varios ejemplares fueron quemados en público. Salvo en algunas librerías principales de la capital, Dublin, el libro fue rechazado por inmoral.
Era 1960, toda una revolución femenina en un ámbito muy medieval en la arquitectura y las tradiciones de su pueblo, Tuamgraney (la iglesia de la foto es del siglo X), con un aire denso de beatos católicos muy acostumbrados a que no se mueva losa alguna.
En estas memorias ella es reflejo de otras adolescentes en la Irlanda rural, pero aun así lucha por ser una mujer libre, una escritora muy apegada a la búsqueda de su independencia. Hay en estas páginas una personalidad que deambula con energía por conventos, ciudades, amores complicados, fugas, divorcios, maternidad, incluso locas fiestas en el Londres de los últimos 50 y encuentros con personalidades importantes del cine y la literatura, como Samuel Beckett y Marguerite Duras.
Por su parte, ya cumplidos los 88 años dio por terminada “La chica”: un universo diferente que se basó en entrevistas e investigación documental acerca de la explotación sexual de jóvenes. Esta chica nada tiene que ver con la autora ni con sus numerosos alter ego; se trata de «Maryam, una joven que fue secuestrada por el grupo terrorista Boko Haram, Nigeria, junto a varias de sus compañeras de colegio. Maryam cuenta cómo fue secuestrada y violada en numerosas ocasiones. Cómo la obligaron a casarse con un hombre en contra de su voluntad. Cómo tuvo que huir con un bebé para alejarse de esa tortura. Y cómo se enfrentó a lo que le vino después». El tratamiento conmueve sin abandonar el estilo muy racional, seco, de una escritora que siempre es capaz de aportar una poética en pequeños detalles de la vida cotidiana.
Agosto es un mes diabólico y Noche se publicaron en un solo volumen. La primera de 1965, la segunda escrita en 1972. Reeditadas en varias lenguas, en castellano tienen estupendas ediciones conjuntas, la última, una edición de finales de 2019 (Editorial DEBOLSILLO).
El contexto de los años 60 está planteado de tal manera en todas sus obras de esa época que siempre resultan de actualidad, pues allí por donde se mueven las mujeres que las protagonizan, estas respiran conflictos atemporales que alcanzan al muy feminista —en Europa al menos— siglo XXI.
Agosto y Noche hacen buena pareja. Se columpian y van de la espléndida y engañosa luminosidad del mes de vacaciones en Cannes, al aislamiento tortuoso de una oscuridad solitaria en noche de insomnio.
Juntas, estas historias doblegan mucho y liberan bastante la imperiosa necesidad de encontrarse a sí mismas en mujeres con más frustraciones sentimentales que triunfos. Un paisaje desolador que adquiere ribetes de comedia con baño de fresca ironía: historias muy valientes al ser contadas en épocas mucho más duras para las vicisitudes de las integrantes del sexo femenino, empeñadas en una igualdad sin fronteras.
Demasiadas ambiciones para un solo mes
Ante el muy prometedor mes de agosto, Ellen se presenta con precisión, antes de invitarnos a compartir su aventura de osadías sexuales en el confortable y modernísimo ambiente sesentero de Cannes, Francia:
Irlandesa, campesina, pobre, típica, mejillas sonrosadas, fui a Londres para ser enfermera, adorada por todos los pacientes, me encantaba sentirme adorada, hui del quirófano porque abrieron y volvieron a coser de inmediato a un paciente que tenía cáncer, encontré a un hombre que amaba a la enfermera que había en mí, me casé con él en una oficina del registro civil, abandoné la fe, poco después tuve un hijo. Con los años el amor se convirtió en otra cosa y rompimos. Mutis de la chica simpática.
Una posibilidad amorosa irrumpe en su mar de fantasías y necesidades:
«—Así que te haces tú mismo las velas, por Navidad.
Él le había contado antes que, por Navidad, habían fundido velas blancas y les habían puesto carmín y habían conseguido unas velas veteadas de color. Habían.
—¿Cómo se te ha ocurrido pensar en eso ahora? –le preguntó él.
—Por esas vetas de color que recorrían las velas, como yo siento ahora oleadas de sensaciones que recorren mi cuerpo.
Deseó que él tuviera mil manos y pudiera hacer revivir todo su cuerpo a la vez. Él ya hacía cuanto podía. Los brazos de ella cantaban y sus caderas se estremecían agitadas por finas corrientes de gozo que atravesaban su cuerpo como pequeños arrebatos. Tras un año de reclusión en régimen de aislamiento.
—Estoy desentrenada.
—Una chica como tú.
No podía creerlo. ¿Quién lo creería? Tenía veintiocho años y una piel de melocotón, y era una mujer libre con largas piernas esbeltas y una abundante cabellera indómita, color de otoño».
La habían educado para creer en el castigo; el pecado en el campo y luego la larga y terrible reclusión en el lavadero de Magdalena (Ver: Lavandería de las Magdalenas) para eliminarlo, de rodillas hasta purificarse. Ansiaba ser libre y joven y estar desnuda con todos los hombres del mundo y que ellos le hicieran el amor, todos a la vez. ¿Por eso había huido él? Había visto la palabra cárcel escrita sobre su cara. Y castigo.
Conoce a mucha gente, pero en amistades y amoríos va de frustración en frustración hasta que, como todas, cae rendida ante los encantos de un guapo actor famoso. Con él, Bobby, descubre un erotismo profundo sin sexo, un joven encantador como jamás había conocido le enseña a nadar, a beber daiquiris entre risas, jugando a palabras al vuelo como si fueran niños procaces, una relación muy física sin llegar a intimar; tanto erotismo en el aire que respiran hace que ella lo desee tan intensamente que consigue su propósito:
Todo el sol que había impregnado sus miembros y sus viejos huesos afligidos volvió a revivir entonces en ella, y mientras hacían el amor y forcejeaban y luchaban y se unían, Ellen le rogó que la penetrara más y más hondo, porque esa vez nada fallaría y no se derramaría ni una gota fuera. Después se aferró a él reteniéndolo entre sus muslos y, cuando se retiró, él parecía ser la rosa a punto de deshojarse y su vigor se había derramado dentro de su cuerpo, como pétalos.
Después el bello ejemplar masculino envainará su pasión y dejará en ella, increíblemente malicioso, una infección venérea que la golpeará junto a una tragedia familiar. Pero Ellen es mucha mujer, e incluso muy tocada, avanza dispuesta a batallar sin aspavientos para encontrar una salida, o mejor aún, un reencuentro consigo misma serenamente triste, juntando penas como racimos sin los cuales no puede mantenerse en pie, lúcida y valiente.
Monólogo interior en noche interminable
El insomnio de Mary Hooligan es la clave de este relato. Podría ser Ellen con el doble de sus 28 años, prisionera de un insomnio cruel por el que desfilan episodios tragicómicos de su vida, con una sexualidad más o menos atormentada que se desenvuelve como un monólogo interior al estilo de Samuel Beckett (El innombrable, Cómo es…), escritor irlandés radicado en Francia que alternó con Edna O´Brien en sus comienzos.
Relato de 60 páginas. Desde la cama, recuerda su infancia en el campo irlandés y los amores vividos desde que dejó su país para aventurarse en la costa inglesa.
Empieza así:
Un hermoso día en mitad de la noche dos muertos se levantaron y empezaron a luchar, dos ciegos los miraron con fijeza, dos cojos echaron a correr en busca de un sacerdote y dos mudos se pusieron a gritar “¡aprisa!”. Así es como es. El mundo al revés. Alumbrado con sangre, mecha y estopa. Pilares, lápidas, piedras de molino y espejos. Los espejos no son para mirarse, son para contemplarlos con admiración y adentrarse en ellos, sumergirse en ellos.
«(…) La desfloración, una chapuza, un caso claro de coitus interruptus, si es que lo hubo. No ocurrió en una barca, ni en una tumbona, sino en el campo y fue con un tipo que tan solo estuvo una noche. Era el día de San Pedro y San Pablo, y por tanto fiesta de guardar obligatoria. Época maravillosa del año, últimos de junio, trinos y cantos en el campo, patatas nuevas y el olor del heno recién cortado… Yo iba vestida de Blancanieves y los siete enanitos. Llevaba un vestido largo y en el borde iba cosida una especie de guirnalda llena de enanitos. Nos dirigimos a la roca, el lugar más típico de la ciudad. Al llegar no perdió el tiempo, empezó a desabrocharse el cinturón; “puedo atravesarte como si fueras de mantequilla”, dijo. A continuación, algunos sonidos. Y después empezó a babear. Su Príapo, un torrente en busca de canalización. Fluss, fluss. Las cataratas del Niágara. Logré esquivarlas; una pequeña cantidad me cayó encima, pero la mayor parte fue a parar a la roca misma y, como había supuesto, se filtró por las grietas, para bien o para mal del liquen, la raíz de los árboles y las diversas especies de insectos y otras criaturas de la noche que se encontraban allí en aquel momento. Todo sin articular otra palabra que no fuera “radiante”. Fue un final muy precipitado. “Tú ve delante que yo iré ahora”, y salió corriendo hacia el hotel, supongo que a tomar algo. Sin tan siquiera preguntar si me apetecía alguna cosa a mí. Ta-tachín, ta-tachín. Cuando volví estaban tocando “Celos” y una idiota que se llamaba Dolly —y que además era novia del vocalista— estaba cantando a voz en grito. Llevaba puesto un vestido color cereza y los focos hacían guiños sobre ella. Era justo lo que a mí me hubiera gustado ser: Dolly».
El desasosiego se desliza, fatalmente insomne, con intención de quedarse para siempre:
«A menudo pienso que si la gente lo intentara podrían leer unos en las caras de los otros; si así lo hicieran, habrían podido leer en la mía lo que era a ojos vistas una pura estupefacción. Incluso me faltaba el aire. Sentía una opresión en el pecho, necesitaba librarme de ella, dinamitarla, reducirla a polco, hacerla viruta. Quería que me aplastas, que me hicieran añicos, desaparecer de toda esta parafernalia existencial.
Pensé en ir a casa y masturbarme, eso es, pero era demasiado temprano, demasiado temprano, demasiado luminoso. Ya estaban las rebajas, todo a mitad de precio».
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