Reseña de “Arborescente”, de Nieves Chillón

Por Jorge de Arco.

      La “quinta columna” le supone al poeta desterrarse del lenguaje coloquial para adentrarse en el de los signos diversos, adecuado al mundo devenido de una realidad austera, escueta, y que no se quiere. Es por esto por lo que, entre otras cosas, Platón expulsa a los poetas de la República, porque su saber lingüístico no se adecúa a la verdad, suponiendo que la verdad consista en aceptar lo que nuestros ojos distinguen más allá del aire.

Lo que nos propone Nieves Chillón (Orce, 1981) en su libro Arborescente (Pre-Textos, Premio “Juan Gil-Albert” 2019) es una verdad a todas luces, presentada a partir de un sexto sentido que únicamente se adquiere oficiando de poeta.

El mayor acierto de la autora es que dice cosas con voluntad de ser oída, encadenando sensaciones a modo de virtud. Seguramente, lo que ella necesita es la virtud de sentirse reconocida en el cajón de sastre que resulta ser todo lo vivido y lo vivible. En este sentido, ¿quién da más sino la que puede hacerse oír con un ejercicio de esperanza arraigante de epifanías y de un sol sutil cuando resbala en las persianas?, ¿quién da más, desde el otro extremo del orden de las cosas, sino la que se siente enfilada por contar la terquedad extrema de visiones de lo oscuro sobre blanco, de días portadores de lo malo porque sí?

Arborescente (“dícese -según el DRAE- de lo que tiene forma o aspecto que recuerda a un árbol”) se ramifica en un prólogo, tres partes y un epílogo. En la primera, “Ruta a través de las montañas”, escrita a modo de diario, la poeta se identifica con instantáneas movidas simplemente por el hilo del sentimiento más genuino. Es la hora de la lírica de lo muy sencillo. Así, el día 3 da cuenta de que “engendraré una flor y moriré en otoño / para que el viento me lleve por el camino más corto”; y el día 8 advierte de que “hay un niño en la nieve / cuando su mano es todavía / del tamaño de una nuez”. Versos indudables de mujer entrometida en distancias cortas.

El segundo tramo es “Ruta de la poeta-animal en el bosque de sangre y las genealogías”. En ella se insiste en el homenaje a la mujer como germen esencial de la existencia humana: la madre, la abuela, la bisabuela de la poeta, surgen como personajes turgentes, entrañables, dadores de fe y de fuerza inconmovibles. -Su alta lírica no oculta un cierto tono feminista reivindicativo, ligeramente disonante-. También la escritora estadounidense Anne Sexton aparece reflejada en este ejercicio de devociones. Aunque quizás sea la composición “Tengo en mi mano la mano de mi madre”, la más conmovedora de esta entrega.

El tercer capítulo, “Ruta marítima de la poeta-náufrago”, da para que las aguas verdosas y esdrújulas se eternicen y se dejen adueñar por las mareas; incluso el cuerpo se hace mar y busca adecuarse en algún rincón del croquis del planeta, y no queda más que confirmarlo: “mi cintura es un mar caliente / que busca derramarse en el océano”.

De repente, Platón se quedaría con la piedra entre las manos, incapaz de arrojarla a quien encuentra a su semejante inmóvil, abastecido de muerte y realidad “en el centro del agua allí donde la luna / marca la posición del náufrago / sin ofrecerle auxilio / de tan alta”.

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