‘La chica de la nieve’, de Javier Castillo
IRENE MUÑOZ.
Ole. Javier Castillo 4 – Malos libros 0. Con el miedo de ponerme a leer las obras de un autor del tirón, porque siempre es más fácil encontrar cantinelas que se repiten en las novelas, vicios narrativos, malos hábitos desde el punto de vista del lector, que si dejas pasar semanas, meses o años, me prometí ponerme al día con sus libros y lo he cumplido.
¿Sigue un patrón en su estructura? Sí. Es cierto, de nuevo se pone a jugar con el lector, llevándonos de un año a otro, avanzando y retrocediendo en el tiempo para provocar que no podamos leer pasando páginas como locos, porque se corre el riesgo de perderse en los años y tener que volver al principio del capítulo para revisar cuándo y dónde estamos, y cuñando y dónde estábamos cuando unas pocas páginas antes habíamos leído que tal personaje había hecho, dicho o pensado tal cosa trascendental al llegar a la página que nos ha provocado el parón en la lectura.
¿Sigue atrapando su narración? ¿Ha mejorado desde El día que se perdió la cordura hasta La chica de nieve? Rotundamente sí. Se nota un cambio que puede parecer imperceptible para los lectores devoradores de libros del género que solo buscan la historia, pero en la forma de escribir de Javier Castillo se ha producido un cambio desde la bilogía inicial, hasta esta cuarta novela, pasando por la historia de Miranda Huff. ¿Qué ha cambiado? Creo que ha aprendido a jugar de una forma diferente con los lectores, parece que el trapicheo temporal de la narración de la historia ya le parecía poco, ya nos había entrenado suficiente, ahora, incorpora una narrativa más pausada, más lenta en el correr de los acontecimientos. (¿Será casualidad porque la novela lo demanda o será un cambio en su narrativa?). Deja a un lado la exposición de los argumentos centrándose en cada uno de los personajes, a los que les daba ese poder en las tres primeras novelas; mantiene la importancia de los tres o cuatro personajes que él decide que son los hilos conductores de sus palabras, pero juega con los narradores que en primera o tercera persona, así se siente en la lectura, nos presentan lenta, muy lentamente, la historia de Kiera Templeton, una niña de tres años que desparece un Día de Acción de Gracias. Esa narración más calmada, más reposada en el tintero me ha llevado a enfrentarme a las últimas cien páginas con el temor de que dejara la historia inconclusa, pendiente de una segunda parte para la que habría que haber esperado un año entero.
Por otro lado, un detalle que me gusta y me resulta atractivo son los guiños que hace a sus novelas anteriores («Amanda Maslow», «…para no perder la cordura», etc.). De esta forma, creo, deja al lector con la incertidumbre de si pasó por alto algún detalle en aquellos libros que ahora pueda verse resuelto.
El autor deja de nuevo en la mente del lector un tema que me llamó la atención en Todo lo que sucedió con Miranda Huff: ¿es justificable tomarnos la justicia por nuestra mano para reconstruir lo que alguien ha roto? Pues si partimos de la base de que somos humanos, lo fácil es pensar que sí, que está en nuestra naturaleza actuar si la justicia no lo hace porque alguien ha sido injusto con nosotros, pero… esa forma de pensar es tan inmoral como el mal que nosotros hayamos podido recibir en nuestra piel, ¿o no?
Los capítulos 58 a 61 merecen un análisis independiente, porque de esa narración más calmada a la que me he referido, la novela pasa a cobrar un ritmo trepidante que lleva a tus ojos a moverse a un ritmo endiablado de izquierda a derecha para avanzar y terminar por saber de una vez quién muere, por quién llama desde el hospital, dónde está el inspector, qué pasa con Kiera… Así que en menos tiempo del que podía imaginar he avanzado esas últimas treinta páginas para descubrir el final de la historia y leer, ya con tranquilidad, el epílogo del libro y cerrarlo con un intento de recuperar el ritmo cardíaco y seguir avanzando en la vida eligiendo un nuevo libro para empezar esta noche.
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