¿Quién conoce hoy a Isaac Montero? La tetralogía del tardofranquismo
© MANUEL RICO
Casi en paralelo a la noticia del fallecimiento de Juan Marsé yo había comenzado, casualidades de la vida, la lectura de uno de esos libros que uno compra con el entusiasmo y la ilusión de haberse hecho con una obra perseguida durante más de una década y cuya lectura relega para un “tiempo con tiempo”: Me refiero a la tetralogía de un olvidado (y tardío) narrador de la Generación del 50: Documentos secretos, del madrileño Isaac Montero. La compré en febrero de 2014, en un tenderete de venta de libros de saldo situado en un centro comercial de la periferia madrileña. Era la cuidada edición que preparó uno de sus más devotos lectores y, seguramente, su más devoto editor: Mario Muchnik. La edición es del casi remoto 1995 y formaba parte de la publicación, en aquella editorial, Anaya & Mario Muchnik, de imagen y diseño de colección británica, de la obra completa de Montero, iniciativa que se frustró por el cierre de la editorial por decisión del Grupo al que pertenecía. Aquel día de febrero quedé sorprendido al ver los cuatro volúmenes con el título genérico Documentos secretos, perfectamente ordenados y visibles, en la mesa central. En el convencimiento de que nadie entre los visitantes de aquel muestrario de libros de saldo iba a reparar en aquella joya a precio increíblemente bajo, lo compré con un íntimo regocijo: al fin podía incorporar a mi biblioteca aquella obra de la que tanto había leído en los últimos años.
Isaac Montero nació en 1936 y fue adolescente en los años últimos de la década de los cuarenta. Comenzó a darse a conocer como escritor, con no pocos problemas con la censura, a finales de los años 50 y, sobre todo, en la década de los sesenta con su novela Alrededor de un día de abril, impresa en 1966, secuestrada por la “autoridad competente”, nombre que se daba al Tribunal de Orden Público, y no publicada hasta 1981. Ganó por dos veces el premio Sésamo: en 1957 con la novela corta El teléfono, y en 1964 con Una cuestión privada, y publicó el grueso de su obra entre los años 70 y el final del siglo, llegando a obtener el Premio de la Crítica en 1999 con una novela de hondo aliento, Ladrón de lunas, en la que radiografió y ahondó en las heridas de vencedores y vencidos de la Guerra Civil. En relación con el bloque mayoritario de la llamada generación del 50, Montero fue un agregado tardío: la mayor parte de los miembros de esa generación nacieron en los años 20, casi todos eran “niños de la guerra” y la vivieron con cierta conciencia del conflicto (en el umbral de la adolescencia).
Montero, junto con el más joven de los Goytisolo, Luis, nacido en 1935, comienza a publicar en una etapa en la que entraba en crisis una concepción directa y lineal de la novela social. En el fondo, vive y protagoniza un proceso de transición hacia una novela formalmente más compleja, ambiciosa y poliédrica. Para situarnos, está en el umbral de la generación posterior: Félix Grande nació en 1937, Vázquez Montalbán en 1938, José Antonio Gabriel y Galán en 1940, por citar tres autores muy conocidos de esa leva.
Montero, manteniendo el sustrato crítico de la novela social, optó, al igual que Luis Goytisolo, por una rotunda renovación formal
En la narrativa española del último medio siglo hay dos tetralogías que intentan adentrarse en el proceso de transformación de la mirada y de las conciencias de la sociedad surgida de la Guerra Civil. Curiosamente son escritas por los dos autores antes citados. Luis Goytisolo inicia la escritura de Antagonía, cuyo primer título es Recuento, en 1962, y se empieza a publicar en 1973, e Isaac Montero comienza a escribir en 1968 las primeras páginas de Documentos secretos y concluye en 1970 Citas a un juicio, el primer volumen de la tetralogía. Este se publica en 1972, un año antes que el primero de Goytisolo, y el cuarto volumen, Necesidad de un nombre propio, en 1978, dos antes que Teoría del conocimiento, el último del autor barcelonés. Una y otra tetralogía, desde perspectivas diferentes, abordan la complejidad de un tiempo en el que, pese a la dictadura, asomaban las demandas democráticas y se abrían grietas en el aparato del franquismo. Eran los años del más duro experimentalismo en narrativa y del culturalismo novísimo en poesía (es necesario resaltar que Juan Benet había publicado en 1969 Volverás a Región y Luis Martín Santos en 1962 Tiempo de silencio). Montero, manteniendo el sustrato crítico de la novela social, optó, al igual que Luis Goytisolo, por una rotunda renovación formal. No fue el único narrador que lo hizo: autores de generaciones anteriores también se habían sumado al carro: Camilo José Cela lo hizo hasta desfigurar el hilo argumental en varias de sus novelas, esencialmente en Oficio de tinieblas 5, Torrente Ballester nos entregó La saga fuga de J. B. e incluso Antonio Ferres, el autor de La piqueta, con una novela, Ocho, siete, seis, hoy inencontrable, que publicó Barral Editores en 1972 por no hablar del alarde formalmente innovador del “clásico” Miguel Delibes con Cinco horas con Mario.
En el primer volumen de Documentos secretos, Citas a un juicio, Montero ya sitúa los vectores de fondo del conjunto de la tetralogía: ahí encontramos el contraste entre la evolución de la vida profesional de dos amigos, uno empresario de provincias formado bajo la égida franquista, el otro médico vocacional comprometido en el cambio social. Ambos viven las contradicciones de un mundo difícil, al margen de la realiad democrática europea pero que busca la modernidad. En los siguientes volúmenes se harán presentes la presión de la prensa del corazón, especialmente la revista Hola, en la falsa modernización de la vida de la mujer en los años del franquismo tardío; los cambios sociales, la transformación de las costumbres, la irrupción de ETA (la sombra del asesinato del inspector Melitón Manzanas en el País Vasco) o la vida contradictoria de una clase media entre las lealtades religiosas y la tradición de un lado, y la llamada de la biología y de una sexualidad cargada de culpa de otro. Hipocresía, cinismo, acomodación a las leyes y hábitos de la dictadura, conviven con la entrega y la búsqueda de una identidad colectiva en la pugna por la libertad. Montero huye del esquematismo en el análisis. Sus persoanjes se debaten entre sus ideales y sus problemas de conciencia al tener que sobrevivir en un clima hostil y opresivo. De igual modo, aborda el proceso de acomodación de los tímidos revolucionarios de los cincuenta a la incipiente sociedad consumista de finales los años 60 y se adentra en un fenómeno colectivo de la época: la extensión del turismo y la creciente permeabilidad de las fronteras tanto a los contenidos culturales que llegaban de Europa o de Estados Unidos como a la salida de españoles a ver cine porno o con contenidos directamente políticos a las ciudades del sur de Francia.
Isaac Montero no elude las más renovadoras técnicas narrativas (unas llegadas vía “boom” latinoamericano, otras de sus lecturas de Joyce, o de autores norteamericanos como Dos Passos o Faulkner, quizá de los narradores USA de los 60: John Barth o Philip Roth) y, junto a la utilización de un lenguaje ambicioso, combina en los distintos tomos la narración en primera persona y la omniciencia, el estilo libre indirecto con la alternacia de tiempos y espacios, el análisis de publicaciones que bordea el ensayo con la novela epistolar o el texto dialogado mostrando no solo su destreza en el manejo de las distintas posibilidades del género, sino demostrando que era posible ahondar en la realidad con mirada crítica yendo más allá de la narración directa y basada en el puro testimonio del llamado realismo social.
Han pasado doce años desde la muerte de Isaac Montero. Un tiempo en el que los jóvenes de la nueva narrativa española de los años 80 se han acercado a la frontera de lo que Julián Marías llamaba “generación cesárea” y en el que han surgido incluso nuevas apuestas, entre autores nacidos después de 1970, por una nvela crítica y de denuncia. Sin embargo, Montero, como algunos otros escritores con una obra de referencia y no solo de su generación, vive un extraño purgatorio de silencio y sombra. Fue presidente de la Asociación Colegial de Escritores, cargo del que dimitió en 1994, tras remitir una carta al gobierno de Felipe González, sin respuesta, sobre la defensa del castellano en Cataluña, militó en el PCE y mantuvo un intenso y profundo debate con Juan Benet a propósito de la utilidad y el compromiso en literatura. Un debate que, curiosamente, mantiene su plena vigencia y que debería ser publicado, en este siglo XXI de abismos e incertidumbres, para conocimiento de las generacionea más jóvenes. A ello invito a los más arriesgados editores de ensayo. Sería un libro de una enorme utilidad. Y una aportación valiosa al debate literario del presente, aquejado de un casi irritante conformismo.
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