Neruda en Ouro Preto
Por Antonio Costa Gómez.
Estábamos en la fascinante Ouro Preto, en el estado de Minas Gerais, en el interior de Brasil. Las calles llenas de iglesias saudosas y de fuentes requintadas que bajaban hacia las calles lánguidas. En un restaurante comimos entre espejos con fantasmas e instrumentos musicales. Cerca de allí, en Congonhas do Canpo, un genio de la escultura universal, el Tullido, tan grande como Miguel Ángel, talló sin manos el conjunto de los Profetas que con sus barbas sutiles conminan al mundo a que despierte. Un poco más allá, en Mariana (a la que se iba en un tren lírico de juguete) en una catedral íntima entre las montañas sonaba un órgano delicioso construido por un alemán en 1701.
Dormíamos en el hotel Pouso do Chico Rei (llevaba el nombre de un rey africano que compró su libertad y se hizo rey de Ouro Preto), en la cama con balaustres sinuosos de madera donde durmió una vez Pablo Neruda. Viajó allí con Vinicius de Morais. Eso nos emocionaba tanto. Había una cuna como una barca y un reloj secreto. En la noche nos levantábamos, nos hundíamos en los sofás legendarios y veíamos en el DVD películas de Jacques Tati contra la mecanización. Creo que nunca viví más delicia.
Neruda escribió en el Machu Pichu un himno anticolonialista que da voz a millones de indios explotados, olvidando que el imperio inca también fue un régimen totalitario que aplastó vastos territorios. Culminó ese “Canto general”, una orquestación épica tonitronante, donde voceó todo lo que le parecía entonces admirable, desde Stalin hasta las culturas indígenas y los pueblos oprimidos, y despreció a los que leían a Rilke. Pero a mí me interesaba más lo que pudo escribir en Ouro Preto, entre romanticismos y surrealismos, poesía sin tanto ruido, como los Veinte poemas:
Para qué tú me oigas
mis palabras
se adelgazan a veces
como las huellas de las gaviotas en las playas.