«Los lobos de Praga», de Benjamin Black, una novela histórica, tan sórdida como luminosa
Por Horacio Otheguy Riveira
Los lobos de Praga es una novela histórica de aventuras con una intriga propia de novela negra donde la presión social tiene la tortuosa amenaza de un mundo sin ley, comandado por Rodolfo II Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico con sede en Praga.
Muy interesante apertura por parte de dos escritores en uno: Banville-Black. Autor de novelas de intrincadas elaboraciones psicosociales con su nombre real de John Banville, y con el seudónimo de Benjamin Black abocado a novela negra de los años 50 en su Irlanda natal, apuesta ahora por una narración muy distinta a todas. Tras larga trayectoria, convierte un ejercicio de estilo en una preciosa pieza ambientada a comienzos del siglo XVII.
El joven Christian Stern ha de vérselas con lo peor de la hipnótica ciudad de entonces, desde la primera página en que encuentra el cuerpo degollado de una joven sobre la nieve, año 1599.
La sordidez del ambiente callejero se suma a la miserable condición de ser un paria “iluminado” en la corte de un rey que se hace rodear de funestos personajes. En el marco de una gran novela de aventuras que recuerda a los clásicos franceses, discurre una intriga de notable interés, en gran medida gracias al seductor perfil del protagonista, vapuleado por unos y otros, enamorado de quien no debe, y sutil o espectacularmente atraído por fuerzas telúricas lindantes con el peligroso encanto de la nigromancia, o el susurro pertinaz de la muerte para quien quiera oír las directrices del más allá centradas en un presente de difícil paisaje, al borde del nuevo siglo, como si de un precipicio se tratase. Es tiempo de alquimia, de protección a las artes, de mucha miseria y violencia de estado, así como de amores voluptuosos.
Bajo el frío de un invierno muy duro, entre la nieve exterior y las heladas habitaciones, son omnipresentes las llamas de diversas chimeneas que caldean e iluminan los pasos de un muchacho ansioso por prosperar descubriendo mundo. Entre diversas situaciones, varias de ellas muy desagradables, tiene un encuentro “imperial” que dirigirá su existencia hacia caminos impensados.
Yo le sacaba una cabeza a Su Majestad Imperial, que era de figura más bien endeble, y tenía las manos notablemente pequeñas y elegantes, y unos piececillos finos y delicados. Su aspecto era el de un voluptuoso atormentado.
(…) He dicho que entró en la sala, pero sería mejor decir que se coló a hurtadillas. Los andares de Rodolfo tenían tanto de retirada como de avance, de modo que, incluso cuando fue hacia mí, me dio la impresión de que se alejaba.
Hinqué una rodilla en el suelo, incliné la cabeza y por un instante me vi como un caballero de antaño, jurando fidelidad a algún legendario monarca en una saga antigua.
Me contempló un largo rato, durante el que no me atreví a parpadear siquiera.
— Os estábamos esperando. ¿Lo sabíais?
— Sí, señor, el chambelán Lang me lo dijo.
— El chambelán Lang dice muchas cosas —se adelantó y me cogió del antebrazo para que me inclinara hacia él—. Soñamos con vos —susurró—. La estrella que llegaría del oeste, la estrella enviada por Nuestro Salvador como una señal.
Me oí tragar saliva.
—Venid —dijo, apartándose y llevándome a un lado—, venid y habladnos de vos y de vuestros estudios alquímicos, pues como sin duda sabéis estamos muy interesados en esos asuntos, sí, la verdad.
Tenía una forma áspera y susurrante de hablar, como si le costara mucho respirar —sospecho que estaba aquejado de hidropesía, entre muchas otras enfermedades que lo habían envejecido prematuramente—, y todo lo que decía parecía dicho en confidencia para que nadie más lo oyera.
(…) — Y ahora, Christian Stern, sentaos a nuestro lado.
Y así fue como acabé a solas en compañía del gobernante del mundo, el Dominus Mundi, mientras el fuego chisporroteaba, el día invernal desfallecía y fuera la nieve caía espesa y silenciosa.
Una de las ninfas pintadas por el artista más admirado por el emperador, Bartholomeus Spranger (Amberes, Bélgica, 1546-Praga, hoy Chequia, 1611). Numerosas jóvenes desnudadas con la misma adoración con la que el protagonista las irá descubriendo, incluso en una mujer madura, a la que su deseo y capacidad poética para la vida, convierten en una más atractiva cada día.
Son criaturas que el emperador obeso, mal encarado, con prominente mandíbula, puede conseguir con solo iniciar su apetencia, junto a la de chicos bien dispuestos. Es el poder de una figura poco menos que endiosada cuyos caprichos nadie se atreve contradecir.
Rodolfo II de Habsburgo es sobrino de Felipe II de España, en cuya corte de El Escorial sufrió “una interminable sucesión de rezos y penitencias, modales rígidos, austeros y fríos. Todo eso había embotado, más aún, había dañado, la sensibilidad de su alma y su única defensa era ponerse una máscara de imperioso orgullo para enfrentarse al mundo”.
Un enfrentamiento de príncipe ilustrado, muy culto, mecenas de las artes, y vivamente interesado en todo lo que la corte de Felipe II, ultracatólica, temía, una corte donde le obligaron a ver un auto de fe en el que se quemaron vivos a varios luteranos; se defenderá de todo ello gracias a una imaginación poderosa arropada por la alquimia, la magia, la sabiduría de espíritus luminosos… Sin embargo, y a pesar suyo, su reino preludia la guerra de religiones más terrible de la época, la Guerra de los treinta años.
Pide al joven Stern que ilumine sus culpas del pasado. No cree en dios ni en los hombres, rodeado de conspiradores hacia los protestantes o hacia los papistas… Y lo convierte en detective especial, en un ángel-detective para descubrir quién asesinó a su bella joven amante. Y a partir de ese instante, los acontecimientos sumergen al joven y docto profesor, interesado en la alquimia y vagamente en la magia o brujería, tan presente entonces, en un hombre lleno de habilidades amorosas, torpes balbuceos detectivescos y sorprendente madera de héroe.
Fiel a las características de las clásicas novelas de aventuras, una vez aceptadas estas reglas de juego literario, resulta excitante acompañar al protagonista que deambula en un mar de incertidumbre, desde el momento en que fue sentenciado por Su Majestad: “¡Por ahora, seréis nuestro talismán, nuestro amuleto, nuestra nueva estrella!” Pero todos sus peligrosos movimientos se ven autoprotegidos por una voluntad de acero de permanecer alerta, por muy fiables que parezcan sus aduladores:
Me hallaba en un laberinto por el que avanzaba con cautela, dando un giro tras otro, pero sin saber si me dirigía hacia la salida o hacia el centro. Llegaría un día, estaba seguro, en el que tendría que girar y correr. Con esa eventualidad siempre presente, ahorré de manera escrupulosa todas las monedas de oro o de playa que recibía del emperador. Ese dinero para la huida lo guardaba en la bolsa de cuero que mi padre el obispo me había enviado desde su lecho de muerte. A esas alturas la bolsa estaba tranquilizadoramente llena, seguía llenándose día a día, y era un consuelo muy necesario para mí.
Dos grandes escritores, un solo hombre
Benjamin Black es el seudónimo de John Banville (Wexford, Irlanda, 1945). Banville ha trabajado como editor de The Irish Times y es habitual colaborador de The New York Review of Books.
En 2005 obtuvo el Premio Booker con El mar, consagrada además por el Irish Book Award como mejor novela del año. Entre sus novelas destacan también El Intocable, Eclipse, Imposturas, Los infinitos y Antigua luz (Alfaguara, 2012), uno de los mejores libros del año según la crítica.
En 2011 recibió el prestigioso Premio Franz Kafka, considerado por muchos como la antesala del Premio Nobel; en 2013 fue galardonado con el Premio Austriaco de Literatura Europea, y, en España, con el Premio Leteo y el Premio Liber.
Bajo el seudónimo de Benjamin Black, ha publicado en Alfaguara El lémur (2009; la serie de novela negra protagonizada por el forense doctor Quirke, adaptada a la televisión por la BBC británica, con guion de Andrew Davies, y Gabriel Byrne en el papel de Quirke -El secreto de Christine (2007), El otro nombre de Laura (2008), En busca de April (2011), Muerte en verano (2012) y Venganza (2013)-, y la esperada novela La rubia de ojos negros, protagonizada por el mítico detective Philip Marlowe y escrita por invitación de los herederos de Raymond Chandler. O, entre otras, la fascinante historia gótica que recibió el Premio RBA de Novela negra 2017: Pecado.
Midiendo fuerzas entre sí, cada escritor juega con el lenguaje con una libertad tan rica como sabia. Domina en ambos casos una prosa que deambula con naturalidad por el lirismo, la descripción realista y el ensueño de un contador de historias envolventes, muy conocedor de fenómenos culturales que abarcan la pintura, la música, el teatro. La exquisita armonía de forma y contenido lo ha convertido en uno de los escritores anglosajones mundialmente más admirado.
Renovador del lenguaje, es un estilista amante de la prosa poética y elegante, sus obras retratan sentimientos, emociones, dudas del ser humano frente a situaciones íntimas.
Escribir viene de alguna parte. La imaginación es la facultad más poderosa que tenemos, inventa el mundo, hace que la gente que conocemos se convierta en seres humanos. Creo que lo peor de un monstruo es no tener imaginación, ser víctima de la realidad. Por lo menos una vez al día me pregunto por qué me dedico a escribir historias, una actividad no demasiado madura, algo que hacen los niños. Pero soy un privilegiado. No me imagino una vida mejor. Sí, creo en las musas. Todos estamos a su merced. Nietzsche decía que todo hombre es un artista cuando duerme. Ahí la imaginación se vuelve loca. Es invención pura.
-Por suerte ahí está la escritura para dar orden a ese caos
-Sí, pero lo verdaderamente milagroso es que llegue a interesar a cientos, miles de personas. Creo que nunca me acostumbraré a eso.
[Extracto de la entrevista publicada en Elperiodico.com, enero 2016]