Barcelona Film Festival 2020
Por Jordi Campeny.
Los tiempos que estamos viviendo nos están poniendo a prueba, eso ya lo sabemos; como individuos y como sociedad. Tuvimos que dejar aparcado todo aquello que constituía nuestro día a día: seres queridos, trabajos y pasiones. Se paró el mundo y éste dio un respiro. Tímidamente, y hasta nuevo aviso, hemos ido reencontrándonos con todo aquello que enterramos en el limbo. El mundo y nosotros no somos -ni seremos- los mismos; jamás habíamos vivido en un ahora tan radical en el que el futuro fuera una nebulosa sin contornos. Probablemente peores de lo que éramos, los humanos buscamos tibias certezas a las que agarrarnos; necesitamos recuperar lo que nos hacía lo que somos. Buscamos las tan denostadas rutinas para ahuyentar los miedos.
Volver a las salas de cine es una de estas rutinas a la que algunos anhelábamos regresar. El Barcelona Film Festival ha sido uno de los primeros festivales de cine del país que nos ha brindado esta oportunidad: acudir presencialmente a las salas. Compartir con desconocidos el misterio de una sala oscura y una pantalla encendida. Ha variado la liturgia: estos desconocidos ya no se sientan a nuestro lado, y cubiertos todos con una mascarilla constituimos una estampa distópica que jamás nos hubiésemos atrevido a conjeturar. Pero hemos vuelto. Mejor dicho, estamos, muy tímidamente, volviendo.
El certamen de este año, previsto para finales de abril, se pospuso a finales de junio y principios de julio. Los organizadores y equipo del festival han realizado un trabajo minucioso y épico para brindarnos la ilusión de que nada había cambiado y nos han acercado múltiples y variopintas propuestas que han colmado, por unos días, el hambre cinéfilo de alrededor de 8000 espectadores. De preestrenos de distinta índole -de biopics convencionales a propuestas más arriesgadas y salvajes- a nuevos e impactantes films surcoreanos -mención especial para la turbia, compleja y entretenidísima The Beast– pasando por la imprescindible filmografía del maestro Éric Rohmer y sus cristalinos, hermosos y adictivos remansos veraniegos.
Ya sea de forma presencial o mediante videoconferencia, los espectadores han tenido también la oportunidad de intercambiar impresiones con actrices, actores y directores de algunas de las películas que se han presentado en primicia en el festival. Propuestas que, en su mayoría, tienen relación con obras literarias o el mundo del arte. Películas que, en algunos casos, tal como apuntaba el vídeo promocional de otros años, son tan buenas como el libro.
Vamos a detenernos brevemente en dos de ellas, las grandes vencedoras de este atípico certamen del 2020. Ambas excelentes, tendrán distribución en las salas españolas, si la pandemia lo permite, en los próximos meses.
Corpus Christi (Jan Komasa)
Quién sabe si la polonesa Corpus Christi hubiese conseguido el Oscar a Mejor Película Internacional al que optaba si no hubiese tenido enfrente a Parásitos o Dolor y gloria, dos auténticos fenómenos cinematográficos del año pasado. Méritos no le faltan.
La película narra la historia del joven Daniel, quien experimenta una transformación espiritual mientras vive en un Centro de Detención Juvenil. A su llegada a un municipio al que iba a trabajar en un taller de carpintería, se hace pasar por sacerdote y se hace cargo accidentalmente de la parroquia local. La presencia del impostor constituye una catarsis para la comunidad, que vive inmersa en el dolor y el rencor tras una tragedia colectiva.
Potente y osada, la película -ganadora del Premio de la Crítica- muestra el interesantísimo conflicto dramático con realismo y nervio, señalando, con tino y eficacia, cómo un impostor es perfectamente capaz de socavar el orden establecido y poner en jaque la idea misma de la fe.
Corpus Christi, obra de gran solidez y astucia, cuenta con la carismática y arrolladora interpretación de su joven protagonista, el joven Bartosz Bielenia, cuya mirada clara y penetrante, en constante contraste con la fotografía lúgubre y azulada que baña el relato, logra concentrar todos sus conflictos internos, desatar el caos y calar en el espectador.
Con un final abrupto y ambiguo, la película -que sin llegar a ser soberbia acaba resultando original, absorbente y muy satisfactoria- esboza, por si fuera poco, grandes temas como el pecado, el amor y la redención, cuestionando la célebre frase que escribió Sartre en A puerta cerrada: el infierno son los otros. No; el infierno somos nosotros.
Regreso a Hope Gap (William Nicholson)
El final del amor, amarga fractura y tema universal donde los haya, ha dado un sinfín de obras cinematográficas, literarias, musicales etc. El cine se ha ocupado de ello profusamente: de la fundacional Secretos de un matrimonio (Ingmar Bergman, 1974) a Kramer contra Kramer (Robert Benton, 1974) pasando por la reciente y aplaudidísima Historia de un matrimonio (Noah Baumbach, 2019). El descalabro conyugal, con la estela de dolor que deja a su paso y los daños colaterales a terceros, vuelve a ser el detonante de la ganadora del Barcelona Film Festival de este año: la modesta, agridulce y hermosa Regreso a Hope Gap.
La sinopsis es muy simple: Edward toma la decisión de dejar a su mujer Grace tras 29 años de matrimonio. Esta traumática decisión obligará a rehacer las vidas de ambos y la de su hijo. La incertidumbre, la tristeza y la imposibilidad de enmendar lo que está inexorablemente roto marcarán los pasos titubeantes de estos tres seres, creando entre ellos nuevas sinergias y logrando, poco a poco, un sanador proceso de crecimiento personal.
Regreso a Hope Gap, película elegante y pequeña, logra trascender a su anodina premisa gracias, en parte, a unos diálogos muy solventes y enjundiosos y, por encima de todo, a un maravilloso trabajo de su trío protagonista: los veteranos Annette Bening y Bill Nighy y el joven actor británico Josh O’Connor, galardonado con el Premio al mejor actor en el Festival -estupendo intérprete a quien ya vimos en God’s Own Country (Francis Lee, 2017) y en la serie The Crown-.
Sin entrar en grandes disquisiciones ni en sesudas complejidades, la película resulta efectiva y conmovedora, logrando implicar al espectador en este drama a tres bandas. Con sus escenas puramente melodramáticas, sabiamente puntuadas por fugas cómicas, la película avanza al ritmo que lo hace el proceso de adaptación de sus personajes a su nueva realidad. Su tramo final, bellísimo y de aliento lírico, salpicado de hermosas reflexiones acerca del vínculo entre padres e hijos, coloca a sus personajes a las puertas de una segunda oportunidad, enmarcados en este pequeño pueblo costero, cerca de los acantilados de Hope Gap.