Pándemicas insensibilidades del escribiente Bartleby
JOSÉ DE MARÍA ROMERO BAREA.
Todo alrededor se desmorona, lo que provoca la reacción contraria en la figura “pálidamente pulcra, lamentablemente respetable, incurablemente solitaria” del héroe, cada vez más contenido en sus reacciones, sus expresiones ambiguas (“Preferiría no hacerlo”), opuestas a la parálisis concomitante, inmediata, insoportable. Su silencio es aún más intrigante que su cauta elocuencia. Leída años después, la narración que protagoniza el inquietante e indefenso oficinista, sigue siendo una historia terrible, pero necesaria. Con su ajustada lectura de los tiempos, el relato Bartleby, el escribiente (1853; incluido en Billy Bud, Bartleby and Other Stories; Penguin Books, 2016) logra describir nuestro distanciado presente.
O, al menos, eso opina la escritora Pauline Melville (1948), en su ensayo “Una vida entre libros de contabilidad”, donde se celebran las secuencias puramente especulativas de la creación del estadounidense Herman Melville (Nueva York 1819 — 1891), “un empleado ejemplar” inmerso en un sueño proporcional a la atmósfera onírica que recrea, con una externa e interna formalidad, fusionada a la fría luz del balbuceo. Entre el realismo doméstico y la fantasía surrealista, “en la tranquilidad de un cómodo retiro, trabajando cómodamente con los títulos de propiedad de los hombres ricos, con hipotecas y obligaciones”, desciende el procrastinador al caos inenarrable bajo el reflejo impecable de la superficie.
Sus calladas disquisiciones serpentean a través de la página, destellan con muda lucidez antes de sumergirnos en la aterradora oscuridad. Asistimos al monólogo febril, asegura la autora de The Ventriloquist’s Tale (1997), leemos impotentes, como en una pesadilla extracorporal. Nos sigue fascinando el alienígena temido, incomprendido y, a su debido tiempo, aniquilado por su propio beneficio (y el nuestro), por haberse enfrentado “al capitalismo, lo que en Estados Unidos quiere decir la vida misma”. Es su naturaleza mutable, que todo lo abarca, su lúcida incomprensión, lo que nos atormenta y hace, al mismo tiempo, de la experiencia un hecho memorable, afirma la creadora de The Migration of Ghosts (1998) en su artículo para la revista literaria trimestral británica Slightly Foxed, nº 66, verano del 2020.
Nunca llegamos a comprender del todo los significados de este escritor que decide no escribir, este trabajador despedido, que se niega a irse, concluye la Premio Escritores de la Commonwealth. Simboliza la fábula Bartleby (recomiendo la canónica versión de 1944 a cargo de Jorge Luis Borges, reeditada en 2012 por Siruela) nuestro miedo a lo desconocido, nuestra falta de comunicación, nuestra intolerancia a los extraños. La frialdad apocalíptica del cuento del creador de Moby Dick (1851) conviene a este mundo nuestro siempre en crisis, donde nos demoramos en interiores sin palabras, en conversaciones unilaterales, como fisgones enfrentados a la acción, a través del ojo de la cerradura de las redes sociales.
Regresa a la actualidad un ejercicio decimonónico de amenaza y misterio, traducido en una serie de escenas galvanizadas por un miedo innominado, que desemboca en el crimen tautólogico de una muerte por inanición, un estudio profético del totalitarismo, la frustración y la represión de aquel siglo y el nuestro. Frente a lo impenetrable, no tenemos más opción que aislarnos, vienen a decir los dos Melville, abandonarnos “a la exquisita delicadeza de la renuncia”. En este mundo de instantáneas mensajerías y prolongadas reclusiones, alguien que se niega a la acción pero continúa afanado en sus tareas, apela de lleno a nuestra pandémica insensibilidad, acostumbrada “a una infatigable, inmisericorde resistencia pasiva”.