‘Bosques y hombres’, de Ernst Wiechert
ANDRÉS G. MUGLIA.
La historia de cómo compré este libro es una de esas que sólo son significativas para quien las vive, y para quien la escucha puede quizás parecer tonta. Había leído este libro hace muchísimos años. Lo descubrí revolviendo en una biblioteca de barrio en la que, conocido dea la bibliotecaria, deambulaba libremente entre los anaqueles de metal. No conocía al autor del que aún hoy tengo apenas referencias. Me enamoré de este libro. Pensé incluso no devolverlo, pero nobleza obliga, fue reintegrado puntualmente. Muchos, pero muchos años después lo encontré en una librería de usados y lo compré sin dudarlo. De vez en cuando lo releo y lo encuentro casi tan maravilloso como la primera vez.
Por la época que leí Bosques y hombres su autor permaneció para mi largo tiempo en el misterio. Casualmente, tiempo después, en una revista ajada sobre la cultura alemana (creo que editada por el Instituto Gohete de Buenos Aires) encontré una referencia biográfica. Decía que Wietchert era un escritor que en su época había abogado por la recuperación de las tradiciones alemanas, con sus historias campesinas y una recuperación (¿bucólica?) del pasado teutón. Sonaba a Wagner, a nacionalismo conservador a ultranza, tufillo que me lo hizo antipático. Hasta que, en el último párrafo, la breve biografía aclaraba que junto a otros autores, las obras completas de Wietchert habían tenido el honor de ser arrojadas a la hoguera por las huestes de la SS hitleriana. Eso me hizo querer al pobre e incendiado Ernst mucho más.
Hoy en día, en que googleamos cualquier nombre y en instantes sabemos su biografía, no es mucho lo que se encuentra en internet acerca de Wietchert. Fue un prolífico novelista, muy leído durante los años ´30 del siglo XX en Alemania. Desde el advenimiento del nazismo mostró su oposición al régimen a través de su cátedra en la Universidad de Munich donde llamó a la juventud alemana a conservar su pensamiento crítico ante la influencia del nacionalsocialismo; lo cual le valió una temporada en el campo de concentración de Buchenwald. En fin, un tipo con el cual simpatizar.
Bosque y hombres no es ni más ni menos que un libro de recuerdos. No son memorias, no es una autobiografía; es en cambio la mirada hacia atrás de un hombre que añora algo que ha pasado. Y aunque esto no tenga nada original, en el sentido de que a todos nos pasa esto mismo de vez en cuando (se llama nostalgia y cuando es peor melancolía), tiene Wietchert tal amorosa visión sobre sus propios recuerdos, y los recursos de un buen escritor para traerlos a la luz con veracidad, con poesía y hasta con humor; que se siente uno rápidamente involucrado en sus sentimientos, sus simpatías o sus temores. En la caracterización de los personajes de su infancia se ve en Wietchert algo de Dickens o de Hogart, un arte que describe bien lo grotesco.
Pero lo más interesante de Bosques y hombres no son los personajes que lo pueblan, sino el escenario. La infancia de Wietchert, comentada desde los albores mismos de la memoria del autor, transcurrió en los bosques de la Prusia oriental. El humedal del bosque, silencioso, solo quebrado por la voz quejumbrosa del águila barbuda. Los grupos de abetos oscuros que borraban el horizonte, junto con los campos de centeno y el lago que alquilaba su padre guardabosques al gobierno (un niño con su propio lago), configuran este entorno único; la tierra que el adulto Wietchert añora y su pasado con ella. Quizás este libro escrito en 1937, momentos convulsos para Alemania donde ya se perfilaba la guerra, no sea sino una recuperación de una patria que Wietchert ya creía perdida. Pero esas son cosas que se nos ocurren y quizás Wietchert simplemente transcribió sus recuerdos porque quería, porque había perdido su trabajo y tenía mucho tiempo libre, o estaba en cama con una pierna rota. Quién sabe.
Cada uno tiene sus gustos literarios. Yo soy de los que prefieren una buena descripción a un buen diálogo. En este sentido las descripciones de Wietchert nos llevan a su paraíso perdido, un paraíso poblado de la presencia de este Dios al que Wietchert veía en el bosque (él mismo se ataja del panteísmo en un pasaje), un paraíso que existió en Europa cuando los niños morían de cosas que hoy salvan los antibióticos y donde los lobos todavía rondaban en la espesura como una amenaza nocturna.
El quiebre consiste precisamente en el alejamiento del bosque por parte de Wietchert y su hermano: cazadores, pescadores, pastores y exploradores que se convierten en citadinos para ir a recibir educación formal a la ciudad. Allí Wietchert narra, como una parábola análoga a la cristiana, la pérdida de la inocencia junto con la pérdida de su paraíso. Las descripciones de los regresos a la casa paterna para los recesos vacacionales se hacen más intensas y profundas, como si por lo fugaces (por la presencia de un fin predeterminado que apremiaba a disfrutar cada segundo) estos períodos hubiesen quedado grabados con más profundidad en los recuerdos del autor.
Un hermoso libro, que parece transmitir la melancolía de un hombre que añoraba su pasado, quizás idealizándolo, pero que transmite el amor por la vida sencilla y el contacto con la naturaleza; algo ligado inconfundiblemente al Romanticismo, que se ve que a Wietchert le había llegado un poco tarde.
Nacimiento y muerte. Las navidades. Las cacerías (su primer águila abatida que sería la última por la tristeza que sintió), la muerte de su hermano pequeño, la presencia de una tía loca, un padre demasiado aficionado a las tabernas y una madre enferma de melancolía. El resto es una estructura de episodios separados en capítulos, con una sombra de cronología, una estructura que casi parece innecesaria; como si la magia de estos bosques vistos por un poeta fuera más fuerte, floreciera oscuramente entre las páginas y lo cubriera todo. Y ese paisaje parece engullirse al hombre en la naturaleza abrumadora de la selva negra; un lugar donde en los brezales, todavía estará saltando el niño Ernst con su escopeta de pequeño calibre.