Desapego. Aforismos contra la autoestima
El sujeto ama; el ego se ama.
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Al amar, el sujeto se desata de sí mismo: se libera; al amarse, el ego se ata a sí mismo: se encadena.
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Amarse a uno mismo es la cuadratura del círculo: nadie lo intentaría, estando en su sano juicio.
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La autoestima constituye el último refugio de los malqueridos. Más allá, ya hay leones.
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Frente a la autoestima posmoderna, hinchada y vacua, me decanto por el clásico “amor propio”: un sentido de la dignidad que brinda un suelo firme.
El amor propio se deduce de la conciencia de que somos lo que hacemos, y poco más que lo que hacemos; la autoestima, por el contrario, se percibe a sí misma en un sentido trascendental, como algo ya dado desde siempre. “Me quiero, luego existo” sería su divisa.
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Para quien la abraza, la autoestima funciona a modo de juicio sintético a priori; nunca podrá degustar la tortuosa singladura que debe recorrer el sujeto para atisbar siquiera un destello de amor propio.
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La autoestima está a menos de un paso del vicioso orgullo; el amor propio, de la humildad virtuosa. Pertenecen, no ya sólo a mundos morales distintos, sino incluso a civilizaciones antagónicas.
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“Me quiero mucho” es una expresión que única y exclusivamente ha podido pergeñar una sociedad plagada de cámaras y espejos por todos lados. En la mente de un sujeto que pone en duda su propia importancia no tiene, desde luego, cabida alguna.
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El amor propio apunta a una dimensión ética donde el sujeto se dirime en cuanto instancia activa con capacidad para transformar su entorno y ser transformado por él. La autoestima se conforma con subsistir en una esfera estética, decorativa, en la cual los gestos son las únicas gestas al alcance de la mano de un ego inerte y sedentario.
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El amor propio tiene algo de conventual y mendicante; la autoestima, de episcopal, incluso de cardenalicio.
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La autoestima obedece a la bulimia de un yo menguante. El amor propio coquetea con cierta forma de anorexia íntima, incorpórea.
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En el amor propio, uno palpa sus propios límites, y de ello extrae la fuerza necesaria para perseverar en la tarea que ha asumido como destino. En la autoestima, por el contrario, el ego se siente omnipotente por cuanto ilimitado… aunque, en la mayoría de los casos, a todo lo que puede aspirar este discípulo de Onán es a permitirse todos los caprichos.
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Donde más acerada se presenta la dialéctica entre el amor propio y la autoestima es en la negativa del primero a arrogarse ningún derecho: para él, todo son deberes, y el primero de todos, negarle el pan y la sal a la burda autoestima.
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En la medida en que está al alcance de cualquiera, la autoestima es plebeya, por mucho que haga creerse a quien la ostenta un auténtico sultán; el amor propio, por su parte, tiene un ápice aristocrático, incluso heroico, puesto que exige del sujeto inmolarse a sí mismo en su tarea ética, que es por supuesto también espiritual.
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La autoestima es apolítica, sin dejar de articularse en un modo plenamente civil (véanse las redes sociales). Para llegar a ciudadano de pleno derecho, en cambio, es preciso desprenderse del pesado fardo del ego… algo que nos priva de atesorar un alto concepto de nosotros mismos para conformarnos con no errar demasiado ni perjudicar a sabiendas a los demás.
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El amor propio se fundamenta en el permanente diálogo, franco y frontal; la autoestima monologa.
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La idea de que no es posible querer sin antes quererse resulta tan grotesca como defender que no es posible mojar y no mojarse: basta con hacer la prueba para refutarla. De hecho, la adherencia al propio ego acaba frustrando cualquier atisbo de entrega, auténtico fundamento de la experiencia erótica,
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Ustedes me perdonarán, pero yo no me quiero a mí mismo: quiero eso que, en mí, es más que yo y me lleva a donde todavía no sé que debo estar.
José Luis Trullo