Una década de las «Hojas» madrileñas de Blas de Otero: sus zonas desconocidas
© MANUEL RICO
En los más duros días pandémicos de principios de abril, leyendo Examen de ingenios, de Pepe Caballero Bonald, me sorprendió uno de los magníficos retratos que componen el volumen; el destinatario era y es Blas de Otero. Especialmente me llamó la atención el tono elogioso y su disección, no por breve menos acerada y precisa e invitadora a la lectura (en mi caso relectura por lo que luego contaré), de Hojas de Madrid con La galerna, la obra póstuma del poeta vasco. Curiosamente yo leía ese juicio del poeta de Jerez cuando el libro de Otero estaba a punto de cumplir una década: apareció en la primavera de 2010.
A ello se añadía otra coincidencia: yo había tenido la fortuna, al poco de su llegada a librerías, de escribir la crítica para Babelia en aquel remoto año final de la primera década del siglo XXI. De modo casi mecánico, decidí, nada más terminar la lectura de Caballero Bonald, volver a aquellas Hojas oterianas y convertirlas en libro de cabecera de los meses de encierro. Necesitaba saber de su pervivencia o de su posible oxidación, de cuánta verdad había en las palabras del autor de Descrédito del héroe, y necesitaba, sobre todo, proyectar una mirada nueva sobre aquel libro que tanto me había impresionado diez años antes. Aprender de él o decepcionarme.
Lo esencial de ese libro es la convivencia, en un espacio poético de una intensidad sostenida, de lo cotidiano e inmediato, la enfermedad, la melancolía, el amor de la madurez serena y la memoria del amor juvenil, el tiempo, tan machadiano él, y la vecindad de la muerte.
A finales de siglo, creo que en 1998 o en 1999 escribí un poema cuyo titulo era “El poeta delgado”. Fue, por supuesto, un homenaje a Blas, pero era también el reconocimiento de la trastienda que alimentaba buena parte de sus textos, sobre todo aquellos escritos después de Ancia, prosaicos solo en apariencia y en no pocas ocasiones conversacionales y directos pero siempre sencillos y, a la vez, difíciles. Mi poema recreaba una experiencia que, jovencísimo poeta y militante antifranquista, viví en la merienda campestre con que CC.OO. celebraba un Primero de Mayo entre los rescoldos de la dictadura y la luz de la libertad: corría el año 1976. El poeta en aquellos años, sus años últimos, vivía en Madrid, en un piso en el pueblo de Majadahonda, lugar al que se trasladó con Sabina de la Cruz desde la urbe cuasi periférica del llamado Barrio Blanco, limítrofe del barrio de la Concepción. Desde 1968, año en que Blas regresó de Cuba y vivió la experiencia de la extirpación de un tumor cancerígeno en el pulmón, residió en ambos lugares inmerso en su vida cotidiana comprometido con todas las causas posibles. Su casa estaba en Madrid. Y en Madrid fue donde, a lo largo de una década, hasta 1978, fue acumulando los poemas que darían lugar al libro que Caballero Bonald elogiaba en su Examen de ingenios.
Rescaté, de la estantería, el volumen de Galaxia Gutenberg con prólogo de Mario Hernández y nota sobre la edición de Sabina y el libro se convirtió en refugio para la mayor parte de mis tardes de cuarentena,
Caballero Bonald califica Hojas de Madrid con La galerna como “uno de los dos o tres libros más relevantes de la poesía española del siglo XX” o como “gran río de iluminaciones” para desembocar en un juicio que nos invita, irremediablemente, a su lectura: “Pendiente en todo momento de una musicalidad de extraordinaria lucidez, Blas de Otero va hilvanando el poema como si se tratase realmente de una breve obra instrumental ideada para acentuar la sugestión. Otero es consciente de esa posibilidad y maneja las contingencias con una indesmayable pericia”. Con ser importante cuanto Caballero Bonald destaca, para mí lo esencial de ese libro es la convivencia, en un espacio poético de una intensidad sostenida, de lo cotidiano e inmediato, la enfermedad, la melancolía, el amor de la madurez serena y la memoria del amor juvenil, el tiempo, tan machadiano él, y la vecindad de la muerte. Es un libro de intimidad, de mirada interior: el barrio, la calle, los bares, el quirófano, los objetos cotidianos son parte de esa mirada interior.
Hace ya algún tiempo, en las postrimerías de la crisis de 2008, allá por los años 2014 y 2015, participé tanto en la edición como, en mi condición de poeta, en algunas lecturas colectivas alrededor de un libro titulado En legítima defensa. Poemas y poetas en tiempos de crisis (Bartleby, 2014) . Como su nombre indica, era una recopilación de poemas de más de doscientos autores que expresaban una mirada crítica ante la situación de emergencia social que estábamos viviendo. En aquellos años, una poesía neo-social, insumisa, asomaba a las revistas y espacios culturales con fuerza y ocupaba no pocos foros. Después se fue desactivando aunque nunca dejó de estar presente en nuestro panorama literario. Antes de esos días, hacia finales de los noventa, participé en algunos debates con miembros de un grupo o plataforma que, desde Valencia, sustentaba una propuesta radical, Alicia Bajo Cero, y en paralelo participé en un par de ocasiones en los encuentros poéticos que tenían su epicentro en Moguer (aunque han sido y son itinerantes) Voces del Extremo. Si echo la vista atrás constato que en los debates e intercambios de posiciones en que participé, pocas veces se valoró la aportación a la poesía crítica de algunos poetas de posguerra, especialmente del que quizá más me ha interesado desde mi adolescencia: Blas de Otero. Era como si la memoria de aquella poesía quedara abolida y fuera necesario construir otra con la experiencia de algunos poetas latinoamericanos y europeos como protagonistas (de Vallejo o Ernesto Cardenal a Paul Celan, de Keats (¿?) a Rimbaud o los expresionistas alemanes). Por el contrario, desde otras sensibilidades críticas y poéticas, el silencio respecto a su obra ha sido parecido aunque desde planteamientos alejados de la poesía crítica o de compromiso social: precisamente la exclusión o el olvido venían determinados por la supuesta dependencia de la obra de Blas de los ajetreos del tiempo y de la Historia.
Hay también ironía, juegos estróficos, deslumbrantes metáforas que suenan a mundos cotidianos, que se incrustan sigilosas en el verso sin barroquismos innecesarios y un sutil e inteligente hilo narrativo..
Sin embargo, con solo leer su libro póstumo un amante de la poesía no puede sino confirmar las palabras con que Pepe Hierro contestó a una pregunta que le hice, en medio de una larga conversación a finales de los noventa, sobre las generaciones de posguerra, acerca de la poesía del vasco: “Era el mejor de todos nosotros”, me dijo sin pestañear. En estos poemas no hay artificio y sí ingeniería invisible pero real. No hay tremendismo y sí serenidad, calma, contención. Cada poema es una pieza de relojería en el que la voz que conversa y medita también canta. Blas modela el verso libre, que avanza por la línea fronteriza de la prosa sin atravesarla nunca. Y muestra un magisterio inusual, casi virtuoso, en los versos de arte menor en forma de romance, o en el endecasílabo formalmente perfecto y atravesado por un temblor irreverente, insumiso, y trabaja el soneto hasta mostrarlo como una pequeña aventura desprendida de todo lo viejo y arcaico, cargado de innovación y clasicismo a la vez. Hay también ironía, juegos estróficos, deslumbrantes metáforas que suenan a mundos cotidianos, que se incrustan sigilosas en el verso sin barroquismos innecesarios y un sutil e inteligente hilo narrativo..
Cuba, el Barrio Blanco, el Madrid de Lavapiés, de Chamberí, de Cuatro Caminos, la memoria del Bilbao de la infancia, el recuerdo de Madmoiselle Isabel, la Cuba lejana y amada, el mar de San Sebastián, los montes azulísimos de Guadarrama visto desde su última casa en Majadahonda (la previa a la especulación, un pueblo todavía con vínculos con el mundo rural)… Son nombres propios, escenarios que dan vida a los poemas oterianos, que los llenan de realidad y de tiempo histórico.
Con la relectura de Hojas de Madrid con La galerna, mi opinión sobre la obra poética de Blas de Otero, siempre devota aunque durante mucho tiempo acomplejada por ciertos sectores académicos que la encajonaban en una textualidad esencialmente sociopolítica (el poeta comunista, el escritor revolucionario que vivió hasta 1968 en un exilio intermitente) e intentaban situar sus mejores logros y sus valores líricos en su primera época, en el existencialimos de sesgo religioso de sus libros iniciales, no ha hecho sino afirmarse y crecer en entidad y en profuniddad. Seguro que muchos lectores de poesía guardan la imagen arquetípica que acabo de describir. Pero no tienen más que adentrarse en las páginas de este volumen de casi cuatrocientas páginas para encontrarse con otro Blas: con uno de los más grandes poetas de la lengua castellana. Un poeta, curiosamente, que confiesa raíces muy hondas y bien asentadas y asimiladas. En este poéma-poética, titulado «Palabra permanente» nos lo cuenta con precisión milimétrica:
«La palabra desnuda de mi tierra.
El Romancero y el Cancionero anónimo.
El verbo escueto de Fray Luis.
Quevedo. Rosalía. Machado.
Eso es todo. Y, tras el mar, Vallejo.
Y, tras las rejas, Nazim Hikmet.
Tú, juventud. Palabra permanente.»