Reseña de «Todos los febreros cada dieciocho», de Fer Gutiérrez
Por Jesús Cárdenas.
La poesía es exiliarse de uno mismo para encontrarse. El poeta huye del dolor pero encuentra el corazón solitario. Entonces, el poema se convierte en un lugar donde todo puede ser posible. Fer Gutiérrez (Badalona, 1965) crea una atmósfera dolorosa aunque llena de belleza en su ópera prima, Todos los febreros cada dieciocho (La Garúa Editorial). El sufrimiento individual es vertido en un discurso de recogimiento. Y, pese a todo, el lector no encontrará un aullido sino un susurro. Poética intimista y elegíaca.
Todos los febreros cada dieciocho es una compilación de setenta y siete composiciones breves (algunas de quince palabras) agrupadas en dos apartados, y aunque el segundo es más extenso que el primero, ambos mantienen los contrapesos de la emoción bien equilibrados. Los textos se presentan de forma breve, renunciando a los signos ortográficos, tal vez en busca de mayor libertad, o tal vez, porque son el resultado de una disposición lectora. El poemario se presenta como una sucesión de poemas, carentes de título, indicados, solamente, por un número, y acaso, acompañado por una dedicatoria. Podría dar la sensación de estar escritas al mismo tiempo, sin embargo, más bien se intuye un conjunto de creaciones que han ido filtrándose, envejeciendo y renovándose como un buen solera.
Esa sensación de poso se agrava desde la cita de Lorca que Gutiérrez coloca al frente del primer apartado: «El grito deja en el viento / una sombra de ciprés». La imagen onírica sobre el fin de la existencia es mantenida en lo alto.
Lo que encontramos en este libro nos lo anticipan estos versos del primer apartado: «Muero todos los febreros / cada dieciocho / al despertar / de cada muerte / he aprendido a hacer un silencio en la piel». La dicha quedó atrapada en un tiempo sin daño. En el entorno, los dos vértices, la soledad y la ausencia, giran sobre la fecha de la pérdida: «Tu habitación es un cuchillo», sin embargo en las afueras todo es fragilidad: «No es invierno y cruje un árbol / tiembla bajo su piel de escarcha / hace ausencia». La angustia se explicita: «febrero anuncia un temporal de ausencia / el paso de una mariposa blanca». Y se insiste en la cercanía del dolor: «febrero a todas horas / y en cada estación». De ahí que sean tan oportunas las antítesis vitales y luminosas: vida frente a muerte, presencia a ausencia, luz a oscuridad. La soledad del yo lleva al sujeto al desorden: «El dolor y su cicatriz / a hombros de algo que aparenta ser yo / mi desorden». El discurso poético se concibe en la fisura que deja la pérdida. Se emprende una búsqueda que se cuela por ese hueco, y, en consecuencia, el poema se da discontinuo y fragmentariamente en versos cortos y largos: «los ojos / adaptándose / también a la costumbre de latir la distancia». Las imágenes oníricas al modo de Lorca se ejemplifican en una de las composiciones donde el sujeto busca y no es correspondido: «un columpio de luna / hilé el delirio de un niño / y una soledad intacta / no se mecen / ya no me miras».
En la segunda sección, la pérdida de tan insoportable desolación provoca distancia: «He salido del grito / no cabía más tristeza / ahora habito un vacío / un vacío exacto a tu no sombra». En ese vacío el sujeto se encuentra perdido, carente de identidad: «ignoro todo de mí / tan sólo un hilo de luz / habla de salvarse». La herida conforma la escritura, y la poesía tiene un efecto catártico: «Esperar de mis grietas / la existencia de un poema / que engulla cualquier carencia». Entonces, la soledad convierte el poema en motivo del propio hecho poético, que posee la capacidad de modificar el dolor: «El poema como único escenario / […] / todo puede suceder / afuera es ningún lugar». Al sujeto se le parte el alma al reflexionar sobre tantas vivencias, deshermanadas, dejadas por un precario tiempo en el ayer. Fer Gutiérrez describe que, a pesar de que la estación invernal trajese frío, era consustancialmente mayor el frío interior: «No importa si nieva / el frío ya era». Las imágenes nos conducen a la región más fría, al silencio blanquecino de la ausencia.
Las voces, el recuerdo de las manos…, todo parece fugitivo, inaprensible, y el día a día representa la exacta medida de la soledad. El logro estético está impregnado en esas estampas indelebles del ser querido, en un llanto de versos entrecortados. Tanta angustia e inquietud deviene en una de las más hermosas imágenes que Fer Gutiérrez crea en Todos los febreros cada dieciocho: «Detrás del cristal / aceptada tu ausencia / me pareciste una frágil palabra / a punto de ser callada».
Cuando un ser querido se va, deja un vacío irreemplazable, sientes dolor, luego rabia , más adelante, mucho más adelante la aceptación no aceptada… su voz aún resuena en nuestros oídos, besamos su foto cada día al levantarnos y al acostarnos… hablas como si nos escuchase y nos sentimos arropados pensando que es así… y por un breve instante, dejamos de sentirnos solos.