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‘Arrancad las semillas o fusilad a los niños’, de Kenzaburo Oé

ANDRÉS G. MUGLIA.

Arrancad las semillas… cuenta la historia de un grupo de niños y pre-adolescentes internados en un reformatorio japonés, que por la amenaza americana durante la segunda guerra mundial, son trasladados dentro de Japón a un pueblo en las montañas. Del grupo se destacan el narrador en primera persona, su pequeño hermano, llevado al reformatorio por su padre porque ya no podía cuidar de él; y Minami, alter ego del protagonista y consuetudinario homosexual perdidamente enamorado de los cadetes del ejército japonés.

Desde el comienzo de la novela Oé se encarga de tejer alrededor del grupo de niños una suerte de destino en el que son perpetuamente presos, por más que se trasladen a cielo abierto con la sola presencia de un celador. En todo el camino a su objetivo, un lejano pueblo aislado, el grupo está rodeado de un escenario continuo de amenaza. Los campesinos, las patrullas del ejército que persiguen por el bosque a un desertor, todos los rechazan y, de intentar escapar, como Minami y otro compañero, los persiguen y los castigan sin piedad. No hay, aún sin existir muros o celdas, adonde escapar.

Entremedio de todo esto se destaca el talento de Oé, que describe con ojos y prosa de poeta la contradictoria foresta del Japón, donde convive, como decía Blazco Ibañez, la exuberancia vegetal de una selva, con el inclemente frío de la montaña, que congela a la aurora el agua de los baldes con los que los niños lavan sus rostros tiznados.

Cuando por fin llegan al pueblo, aislado en las gélidas montañas y al que sólo se puede acceder a través de un puente, el ambiente se pone aún más denso. De a poco se revela que la pequeña aldea está amenazada por una supuesta epidemia (los niños son obligados a enterrar a los animales infectados). Finalmente, los habitantes, en la muestra de una antigua costumbre nipona, abandonan el pueblo y clausuran el puente, dejando a los niños librados a su suerte.

Aquí empieza otro libro. El comienzo de la novela no es más que una introducción para hacer plausible este aislamiento. En esta época que el COVID-19 ha inaugurado, el hecho de que el eje central del argumento pase por la temática del aislamiento motivado por una epidemia, actualiza violentamente este relato publicado en 1958 y lo arroja con nueva dinámica e interés a los lectores.

Existen muchos ejemplos en la literatura y el cine de la fantasía de un grupo o un individuo aislado en un medio extraño: una isla desierta (Robinson Crusoe, El señor de las moscas), una ciudad post-nuclear, una selva, un desierto. En este caso los niños, que abandonados y encerrados logran escapar, eligen cada uno una de las casas abandonadas, fuerzan las puertas y se convierten de a poco en una proto-sociedad formada por delincuentes juveniles, una niña abandonada que vive durante días junto al cadáver de su madre, y un niño coreano de una aldea vecina y que esconde en su casa al soldado desertor.

En este escenario insólito, surge inesperadamente la solidaridad, el ingenio, la aventura de la cacería para subsistir, y el amor entre el protagonista y la niña abandonada. Hasta el sexo, entre el protagonista y la niña, y entre el protagonista y el soldado desertor, tiene un lugar en la historia; actuando como desesperada afirmación de la vida en un contexto desolador y terminal. Con mecanismos surgidos de la propia dinámica del intercambio entre los protagonistas (está el líder, el fuerte, el soñador, el cobarde) se construye esta sociedad experimental formada por niños (un poco a lo Goldwin); que tiene algo de utópica.

El regreso de los campesinos romperá esta burbuja en la que circuló, por el acotado tiempo del aislamiento, una sensación parecida a la felicidad. Los actos de los niños se condenarán, el soldado desertor será atrapado y asesinado, y el protagonista, único que se resistirá a pactar un silencio cómplice que no condene al alcalde  y a los campesinos que los habían abandonado en la aldea, será desterrado. Sólo para terminar perseguido en la foresta, acorralado como un fiera salvaje, preso de un destino del que nunca pudo escapar.

«Arrancad la semillas, fusilad a los niños» es el libro de un novelista pero también de un poeta. Lleno de profundas metáforas (como cuando el niño coreano dibuja el ideograma de su propio nombre sobre la tierra apisonada que cubre la tumba de su padre), nos lleva a un país real, pero que entre sus nieblas heladas y sus bosques profundos y amenazadores crea un ambiente de irrealidad. Los personajes, el escenario, el papel que juegan entre ellos, son además pacientes símbolos de una estructura que simula un mundo que comenta con sutileza oriental las taras y los horrores del nuestro.

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