Literaturas del yo: los manifiestos de la nueva normalidad
JOSÉ DE MARÍA ROMERO BAREA.
En tiempos de aislamiento virtual, lo que sucede a los demás abre espacios para respirar, nos permite representar sobre la página la textura de una sensibilidad basada en observaciones de la contemporaneidad, combinadas con sueños y búsquedas de significado. De seguir la peculiar “Guía de la vida literaria” del misterioso Autor Secreto, la literatura del yo, “este nuevo subgénero vertiginosamente moderno” (que incluye, entre otras, las narraciones 10:04 (2015) o The Topeka School (2019) de Ben Lerner, Transit (2014) de Rachel Cusk o Crudo (2018) de Olivia Laing) reacciona a los eventos informativos del momento, “Trump o Brexit o cualquiera de las calamidades que nos afligen en estos tiempos inciertos”.
Según el excatedrático de Literatura Creativa “de una Universidad británica puntera”, la autoficción es el género que mejor se adapta a esta época en la que hemos abolido los límites entre la no ficción y la ficción, el único que responde a la vida de los otros, sobre todo con sus retratos de artistas (“10.04 nos presenta a un aspirante a escritor llamado Ben cuya carrera, al igual que la de su creador, se inicia cuando el New Yorker le acepta un relato”). A través de los distintos interlocutores vemos la realidad con una claridad inundada de dudas, atraída por los límites. Los avatares de esta narrativa son tan radicales como sus narradores: eruditos, descontentos y sobre-representados. Lo que los salva de la autocomplacencia es su virtuosismo lenguaraz, su densidad imaginativa y la inteligencia de una prosa apropiada a lo que cuenta.
En “las tres mil quinientas páginas del libro de múltiples volúmenes Mi lucha del novelista noruego Karl-Ove Knausgaard”, prosigue el secreto exacadémico, se roban ajenas peripecias usadas por el autor como si fueran suyas: lo que debería ser considerado una invasión de la privacidad, supone, en realidad, una novedosa forma de pensar sobre la personalidad, dotada de la permeabilidad de “un currículum vitae fanáticamente detallado”. Si “las viejas certezas en que se basaba la escritura de novelas se han desmoronado”, ese autoconocimiento, precisamente, nos libera. A pesar de la intercambiabilidad, nos permite seguir siendo personas específicas cuyas experiencias tienen lugar en un sitio concreto, en un momento dado.
En opinión del innominado hacedor del artículo “Yo y mil veces yo”, para la revista londinense The Critic, de junio de 2020, de un evento anecdótico se extrae un contenido latente. El asombro literal de la experiencia sugiere algo de la uniformidad, tanto reconfortante como aterradora, de una marginalidad que no amenaza a la expresión original sino que manifiesta de forma tranquilizadora su continuidad. El oculto analista inglés se remonta a la década de 1960, cuando el novelista experimental BS Johnson posiciona la destrucción del lenguaje como algo que solo una producción solipsista puede abordar, mientras busca conciliar la autenticidad con la postura posmoderna de una indeterminación irónica.
“Hay tanta información, tantas acumulaciones de datos tentadores y contradictorios”, afirma el articulista, que se navega entre la experiencia comunitaria (los tropos, ideologías y clichés) y el sentimiento individual (las especificidades y texturas de la expresión poética). Se aborda la amenaza que supone esta neointimidad: a diferencia del espectador, quien en su inarticulación se ve obligado a asumir violencias, el creador es libre de desempeñar roles y moverse entre registros: “De ahí la retirada hacia la autoabsorción”. Entrenadas para deconstruir los dispositivos de encuadre que Knausgaard, Lerner, Cusk o Laing erigen, estas “autobiografías ligeramente disfrazadas”, salpicadas de ensayos sobre el arte de escribir y ansiosas digresiones sobre la imposibilidad de ser nosotros mismos en la era de Internet, se leen como manifiestos de una nueva normalidad, en sus radicales formas de representar la intersección de lo personal y lo público.