Reseña de “Medio pan y un libro”, de Federico García Lorca
Por Jorge de Arco.
En su inexcusable Primera Palabra de “El Cultural” (19-6-20), Luis María Ansón no se corta, ni se pilla lo dedos, al asegurar: “San Juan de la Cruz y Federico García Lorca, Pablo Neruda y Rubén Darío, son los dos poetas españoles, los dos poetas iberoamericanos, más destacados de la historia literaria en español”.
Nadie lo pone en duda: García Lorca (Federico para quien conoce su obra y lo quiere) fue el poeta del siglo pasado y lo será de los venideros. También fue dramaturgo de excepción. Vivió 38 años (1898-1936) y legó una obra monumental, fundamental. Dramática y poética. Y su vigencia sigue siendo sobresaliente. Baste recordar que se cumplen ahora ochenta años de la primera edición de Poeta en Nueva York en la editorial mexicana Séneca y en la norteamericana Norton. Leído hoy día, el poemario mantiene una sorprendente actualidad al ser un grito, una denuncia contra la discriminación, contra la enajenación del ser humano.
Obviamente, sabemos mucho menos del García Lorca orador. Los medios técnicos de entonces no daban para registrar en forma de documento gráfico o visual cualquier evento. Es por esto por lo que resulta notoria y agradecible la idea de la editorial Kalandraka de publicar esta conferencia. Medio pan y un libro contiene el discurso íntegro pronunciado por nuestro poeta en la inauguración de su pueblo natal, Fuente Vaqueros, en septiembre de 1931. Para redondear la edición, el discurso se multiplica traducido a los otros tres idiomas del estado español: Medio pan e un libro, Mig pa i un llibre y Ogi baten eta liburn bat.
¿Por qué este título? En un momento de su intervención, Federico deja caer: “No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan, sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a gritos”.
Durante los cuarenta minutos de su locución (minuto más o menos dada la extensión del texto), el escritor hace gala de su cultura extensa y de su pensamiento diáfano. Nos habla de la historia del papel -en el principio fue una piedra grabada- y de la importancia universal del libro: “¡Libros!, ¡libros! He aquí una palabra mágica que equivale a decir: ‘amor, amor’, y que debían los pueblos pedir como piden pan o como anhelan la lluvia para sus sementeras”.
Y cuánto esfuerzo parece costar siempre el hecho del libro como un milagro intemporal. Porque Lorca sabía lo que todos deberíamos saber: en las entrañas de cada libro escrito y leído se adivinan la cultura y la sabiduría de la humanidad. Las distopías encerradas en narraciones perturbadoras (Fahrenheit 451, 1984…) nunca habrán de consumarse. El futuro del hombre seguirá vigente en tanto éste sea capaz de comulgar con el mundo y de enfrentarse a él con un libro entre sus manos.
Hace noventa años, Federico García Lorca podía aferrarse a este ideal (él fue un idealista irredento) con una convicción y una fe mucho más fervorosas que si lo hubiese hecho dando la cara ante lo que nos va dejando este milenio. Desde luego, él lo tenía muy claro entonces y, seguramente, también lo tendría hoy:
… es preciso que los pueblos lean para que aprendan no sólo el verdadero sentido de la libertad, sino el sentido actual de la comprensión mutua y de la vida.