Dos miradas sobre la Revolución Francesa
Por Ariel Vittor
En 1856 Alexis de Tocqueville publica su libro El Antiguo Régimen y la revolución, en donde reflexiona sobre la Revolución Francesa de 1789. Aunque de tradición aristocrática, Tocqueville considera irreversibles las transformaciones que observa. Según su parecer, la revolución no resultó tan innovadora como se la creyó, sino que fue surgiendo desde el interior mismo del Antiguo Régimen, a través de una larga evolución.
Al observar la cuestión de la burocracia, Tocqueville entiende que la centralización administrativa no fue una creación de la revolución, sino que por el contrario ya existía en el Antiguo Régimen. Todas las tareas administrativas de cada provincia estaban en manos de un intendente, que dependía del Consejo del rey, órgano que concentraba un singular poderío. Tanto el intendente como sus colaboradores actuaban como agentes directos del poder central, encargándose de percibir la talla, reclutar las milicias y mantener las carreteras, entre otras funciones. Los municipios habían perdido toda su independencia, y el Consejo del rey intervenía continuamente en sus asuntos. El monarca había vaciado la justicia, sustrayendo los asuntos que afectaban su poder de la injerencia de los tribunales ordinarios. La administración central se metía a dirigirlo y saberlo todo, creando procedimientos burocráticos lentos.
Según Tocqueville, los gobiernos que surgieron tras la revolución de 1789 simplemente heredaron esa poderosa centralización administrativa creada por el Antiguo Régimen. «La revolución democrática que destruyó tantas instituciones del Antiguo Régimen debía pues, consolidar la centralización y ésta centralización encontró tan naturalmente su lugar en la sociedad que la Revolución había formado, que se ha podido fácilmente tomarla por una de sus obras»[1].
Tocqueville afirma también que en Francia la burguesía y la nobleza se asemejaban mucho entre sí. Mientras que la nobleza se había empobrecido, la burguesía había prosperado. Sin embargo, la desigualdad en materia de impuestos, expresada en las excepciones que beneficiaban a los nobles, establecía una clara separación entre una clase y otra. Esto llevó a los burgueses a recluirse en las ciudades, ocupando puestos burocráticos y distanciándose igualmente del pueblo llano. Así, la nación francesa, asfixiada por voraces impuestos y con una participación política muy acotada (los Estados Generales no se reunían desde 1614), vio apartarse a las clases unas de otras.
Tocqueville considera que la irreligiosidad revolucionaria fue transitoria y que se orientaba no tanto hacia la doctrina de la Iglesia cuanto a su carácter de institución terrateniente. Incluso sostiene que la revolución de los franceses procedió a la manera de las revoluciones religiosas, difundiéndose mediante la propaganda y la predicación, sin detenerse ante las costumbres particulares de cada pueblo.
El historiador francés sostiene también que los revolucionarios no conquistaron su libertad sino que se forjaron en una libertad ya existente. Los hombres de letras que alimentaron ideológicamente la rebelión se habían convertido ya bajo el Antiguo Régimen en los principales actores políticos. Fueron, según Tocqueville, las propias reformas que intentó el rey las que tornaron más vulnerable al régimen, al perturbar las leyes tradicionales y confundir a los franceses. En el Antiguo Régimen habían madurado todas las condiciones para el estallido que se produjo en 1789.
El parlamentario inglés Edmund Burke (1729-1797) criticará la Revolución Francesa desde una mirada impregnada del utilitarismo de la Inglaterra dieciochesca. En su libro Reflexiones sobre la Revolución Francesa, Burke afirma que, frente a los hechos que se viven en la convulsionada Francia, Inglaterra debe adoptar la política que más convenga a sus intereses, lo cual dependerá a su vez del tipo de gobierno que los ingleses quieran para su país. Asumiéndose portavoz de la burguesía comercial británica, Burke considera prioritaria la conservación del sistema de alianzas que mantenía en equilibrio el mapa político europeo, puesto que así se favorecía la colocación de mercancías británicas en el continente.
Para Burke, la Revolución Francesa es una revolución de doctrina. La compara con la reforma religiosa protestante que no quedó confinada a su país de origen, sino que sorteó las circunstancias geográficas, políticas y culturales de toda Europa. La difusión del proselitismo revolucionario, que Burke tacha de sectario, dividió a los ciudadanos al interior de sus países.
Temeroso ante la expansión de la revolución, el inglés considera que no hay gobierno europeo seguro frente a la ola revolucionaria, por lo que se ocupa de explorar las condiciones sociales y políticas en que se encuentran los estados de Europa. Entiende que Alemania es la nación más expuesta al contagio de las ideas revolucionarias, dada su constitución federal, y aventura que un gran estallido se está preparando allí. Sostiene que la amenaza para las monarquías puede venir de los propios ministros y consejeros de los reyes, tal como ocurrió en Francia, donde Luis XVI fue empujado por su entorno a enemistarse con la nobleza y el clero, lo que le costó el trono.
Burke encuentra tres eficaces propaladores de la revolución. Acusa en primer lugar a los periódicos, que en su opinión se han convertido en la lectura de la mayoría de los ciudadanos. Apunta luego a los clubes que simpatizan con la revolución y que han surgido por todos lados fuera de Francia. Finalmente, señala a los embajadores, considerándolos espías e incendiarios.
En opinión de Burke, comerciantes, abogados y literatos, a los que aborrece por igual, constituyen el sujeto social de la revolución. El inglés impugna sarcásticamente los principios revolucionarios. Juzga inaceptable que el pueblo se arrogue el derecho de obligar a los magistrados a cumplir la voluntad popular.
El parlamentario inglés extrae de su análisis tres conclusiones: que no es de esperar una contrarrevolución en Francia, que cuanto más tiempo dure la revolución en Francia mayor será su fuerza, y que el nuevo gobierno francés no persigue otro interés que el de perturbar la estabilidad de todos los demás gobiernos.
Mientras que para Tocqueville la revolución es un mal inevitable, para Burke es casi un castigo de Dios a Europa.
[1] Tocqueville, Alexis de: El Antiguo Régimen y la revolución, S/d, Guadarrama, p. 96.
Para saber más
HOBSBAWM, Eric. La era de la revolución, 1789-1848. Buenos Aires, Crítica, 2007.
LEFEBVRE, Georges. El gran pánico de 1789. Barcelona, Paidós, 1986.
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