Reseña de «La periferia del gesto», de David Yeste
Por Jesús Cárdenas.
David Yeste (Terrassa, 1969) es, además de poeta, narrador y músico, facetas que han dado muestras de tesón en un trayecto singular desde que publicase en 2014, La maniobra de Heirmlich, y le siguieran La despiadada frontera entre el silencio y el latido, No escribiré un bestiario, Pintura roja y papel de fumar, entre otros, hasta la última entrega lírica, La periferia del gesto (La Garúa), un conjunto de medio centenar de breves composiciones, que aparecen sucesivas, recogidas bajo títulos en minúsculas. El motivo expuesto es claro: la importancia de la comunicación oral, que conduce a la mirada o al tacto.
El paratexto empleado, al comienzo, por Yeste, formado por tres citas de renombre (E. E. Cummings, Sylvia Plath y Basilio Sánchez), nos aproxima al sortilegio que esconde el gesto.
Lo que «está en la periferia del gesto», como nos describe Yeste en el poema inaugural, «ademán», es una costumbre que puede darse en cualquier lugar, ya sea en calles desiertas, en un tren atestado o al subir la persiana. En los tres casos, la mano tiene la capacidad de modificar el rumbo de las cosas. De ahí percibimos una poética de la intimidad, donde el sujeto se coloca frente al espejo e indaga en palabras que no se quedan sobre la superficie: «y se condensa en tics aprendidos / encima y debajo de una sábana».
Los gestos oscilan según el estado anímico en que se encuentre el sujeto. En caso de que el ánimo fuese negativo, se muestran realizando movimientos sin apenas un fin: «Ahora sólo dibujan gestos / sometidos a los vientos, / como hojas caídas de los árboles. // o de los cuadernos».
El poema brota del umbral entre la realidad y el deseo, donde el lector se hace eco de una noción de realidad que se amplía y se desliza hacia el interior mediante la imaginación simbólica. Las palabras están cargadas de sentido, se convierten en imágenes que alzan el vuelo, más allá de la realidad, al terreno de la ensoñación. De ahí resulta un enfrentamiento con las limitaciones de la vida, e implica una interrogación sobre el sentido de la existencia. Así, se crea el espacio imaginativo en el poema «christmas eve», con una realidad, la del sujeto que encuentra el gesto dichoso de los niños: «Cantando y esbozando ese gesto / que se parece tanto a la felicidad»; que contrasta con otro, terrorífico, en otra parte del mundo, de un modo irónico: «alguien sigue ensayando el gesto / de dejar caer un racimo de muerte / sobre una ciudad remota / -vete tú a saber qué causa estratégica-».
El lector capta cómo se instala en lo cotidiano su vertiente más inquietante porque está informado y conoce lo que ocurre más allá de su experiencia. Esa cotidianidad recupera el ámbito interior de la memoria, mostrando la ternura en el gesto del abuelo, lo que retrotrae al sujeto a una dimensión mítica, un tiempo en que las manos cometían su función: «Partir el pan con las manos / es clavar las manos en la tierra / y dejar que enraícen / hasta que sea imposible arrancarlas / sin lastimar el árbol».
Esa indagación de la subjetividad perturba en uno de los mejores poemas, «la espera», donde se enumera elementos concretos y también abstractos e incontables como «el silencio / la falta de aire o de agua». Acompaña a la incertidumbre, un elemento negativo, como si de un objeto punzante se tratase, en un drama íntimo, con el que cualquier lector se identificaría, el mismo que causa la irresolución, el tiempo por llegar: «Nos mata la caída -el último tramo-. / Y las expectativas afiladas como cuchillas». Al finalizar, la conciencia concreta un daño a los demás: «Nos mata la indiferencia / y con ella matamos a otros». Pero la posibilidad y la ilusión abren, también, en el cielo un claro, un camino potencial: «Acaso brote ese gesto de un lugar alejado», como leemos en «además».
El sujeto llama a la acción. Se invoca a que el ser actúe, a que las manos lleguen a su centro y logren arrancar el fluido oscuro: «Algo de eso que intento salvar / en cada uno de mis naufragios, / algo de ese lastre que siempre / me arrastra hasta el fondo». La imposibilidad del lenguaje, pese a la utilización en determinadas composiciones de una expresión coloquial, no alcanza al gesto, como se deduce de la lectura de «hablo»: «mientras digo del rastro que queda / -fintas de aromas, acaso sombras- / levemente impreso en la palabra».
En los poemas amorosos se dibuja un medio círculo, un arco, un paréntesis. En el poema «especulación» hay una pregunta implícita: ¿para qué sirven los brazos que esperan?: «Estoy deshabitado / del gesto que late, / de la mano que anima / ese contacto». A distancia del amor, el sujeto se siente desértico, lo que conduce a una conciencia incompleta; sin embargo, la necesidad de cantar a la esperanza porque esa conciencia deje de ser fragmentaria surge en el poema «vendrán»: «Y les seguiré pidiendo a las horas que vengan. // Que vengas». En el poema «nuevo» las imágenes constatan la venida de otro año con el temor de que no puedan difuminarse los límites que provocan la desafección: «Cuando se levantó la niebla, / aunque ninguno de nosotros lo quisiera, / nos empeñamos en inventar una nueva».
Se muestra en La periferia del gesto una voz que persigue el júbilo que alcanzan los gestos en el otro, aun a sabiendas de que «un gesto es la lumbre / y la noche». Frente al vacío o a la ausencia que traza el sujeto, surge un canto de plenitud vital que tiene al tacto como principio y final, como si las manos, los brazos creasen un territorio, antes conocido, y ahora anhelado. David Yeste crea ese espacio imaginativo que alcance la plenitud a base de profundizar en el ejercicio afectivo, como connotan los últimos versos del libro: «tocarte y sembrar, / sabiendo que el tacto sabe, / la simiente de otro roce, / la semilla de otra caricia».