Reseña de “Aflicción y equilibrio”, de Carlos Alcorta
PorJuan Francisco Quevedo.
Desde las primeras páginas de Aflicción y equilibrio (Calambur Editorial, 2020), Carlos Alcorta consigue acertar en el centro exacto de la diana, allá donde reside y pervive la sensibilidad emocional, con el dardo de un arma que domina y moldea a la perfección, el lenguaje. Un arma a la que dota de un lirismo vivo, vibrante y encendido, rabioso y sosegado, a través del milagro de la palabra, que no es otro que el que se logra con la buena poesía.
Veintiuno son los poemas que elabora con el estilo paciente de un fino tejedor que sabe intercalar con sabiduría en el telar hilos de distintas procedencias y tonalidades, pero todos conjugados con belleza, con la misma que logra el poeta al entramar la filosofía con el dolor, la muerte con la culpa, el amor con la lucha, la creación literaria con la salvación, al padre con el hijo: “Entre nosotros nada ha cambiado. En la mente/ de un niño la muerte, más que un enigma, / es un mendrugo de pan que obstruye la garganta.”
En Aflicción y equilibrio descubrimos a un poeta que se halla en plenitud creativa, que llega al lector sin ambages, provisto tan sólo con la eficiencia lírica de una verdad desnuda y franca, una verdad que parece arrancada de su yo poético más íntimo, que trasciende el hecho del que parte: “Para mí, basta ya de hipocresía / fue un estorbo al que terminé / habituándome”.
No puede ser de otra manera cuando uno trata la muerte a nivel personal, cuando uno habla del padre, de su muerte y agonía, pero no es sólo eso lo que hace que esa verdad llegue al lector, es la identificación con sus propios muertos lo que le mueve y conmueve. Su padre deja de ser su padre para convertirse en nuestros muertos personales. Conseguir eso desde los versos de un poema es el gran acierto de Carlos Alcorta. Encontrar esa conexión con el lector hace que el poema sea un buen poema y no un poema fallido: “No es un secreto. / He pasado muchas noches en vela / recordando a mi padre y los terribles / últimos días de su vida”.
El aroma que estos poemas desprenden, inunda de inmediato nuestro ánimo con y desde una pulsión interna que todo lo invade. Lo hace con la autenticidad de su propia experiencia vital, dotando a los versos de la emotividad que se asocia a la misma, pero siempre con la mirada fijada en la creación literaria como meta inexcusable para dotar de verdad lírica a cada composición. Y siempre sorprendiendo al lector, sacudiéndolo, con otra de las características de su poesía, con esos giros imposibles, tan suyos, plenos de ironía, que asocia al discurso poético, cuando no con esos símiles comparativos impactantes, imaginativos y brillantes: “igual que un astronauta antes de convertirse / en un fósil expulsado del tiempo”.
Otra de las grandes virtudes de Carlos Alcorta es saber intelectualizar su poesía conservando la suficiente lucidez como para no dejarse arrastrar por la autosatisfacción del hermetismo indescifrable. El poeta nos sumerge en la cotidianeidad de la vida, nos introduce de lleno en ella con su verdad, a veces con la poética, que bien es cierto que se confunde con las otras que hay en ella hasta no diferenciarse. Al fin, todos somos la suma de la multitud de verdades poliédricas que configuran al ser humano.
Desde una supuesta intrascendente anécdota cotidiana y banal, nos sumerge en su mundo: “abrillantar la máscara del día, / afeitarse, poner las legumbres a remojo / para nutrir a la ansiedad famélica, / calzarse, anotar algo en la agenda”.
Estamos ante un poeta que se presenta desprovisto de ornamentos inútiles, de abalorios sin valor que pueden resultar llamativos pero que suelen ir revestidos con el don de la vacuidad. A pesar de la dureza de algunos poemas, como ocurre cuando se hace poesía apelando a los sentimientos más profundos, logra transmitir y conferir una gran serenidad al lector que, en seguida, se identifica y muestra una gran empatía hacia sus versos: “Ella, amorosa pero hermética, / puso en los hijos devoción y fe, / no sé si siempre bien recompensados”.
Hay dos cualidades que hacen de este libro una aventura especialmente atractiva, dos valores que no tienen por qué ir siempre unidos en poesía: por un lado un lirismo que aflora incluso en aquellos poemas más discursivos y, por otro, un mensaje moral y ético, muchas veces de aprendizaje, que nos lleva a la reflexión.
En sus páginas, el fondo y la forma, el mensaje que nos transmite y la estructura poética se unen y reúnen con la elegancia, a veces desnuda, de un esteta del verso, pero con la profundidad emocionada del que consigue trasladar no sólo belleza sino también, y además, un compromiso ético ante la existencia: “quiero hablar claro, sin las tretas de la literatura; / sin palabras, solo con el silencio”.
El libro está compuesto por poemas largos, elaborados, provistos de un discurso entusiasta que consigue empastar esos dos mundos que nos son comunes, el exterior, el que captamos con una simple mirada, aquél que nos transmite lo más evidente, y el interior, aquél en el que residen las emociones y los sentimientos comunes, aquél al que sólo se llega a través de lo que se halla más allá de la primera mirada, aquél que se alcanza a través de lo que nos sugieren los versos. Carlos Alcorta amalgama como un nigromante del verso esos dos mundos: “Hay miradas que dicen más que muchas / palabras, lo sabemos desde niños, / cuando suplían a las reprimendas”.
Desde esa primera lectura, desde esa primera mirada nos lleva a la esencia de lo que nos sugiere, nos conduce el poeta hacia ese mundo interno, que nace de lo más íntimo y personal. Con ello, ahí su gran acierto, consigue trascender a su propio yo para universalizar su poesía a través de las sensaciones y los sentimientos comunes que despiertan sus versos en lectores de todo tipo, independientemente de su procedencia y formación cultural. Ha sabido llevar al lector a ese territorio donde reside aquello que cualquier ser humano identifica con facilidad: dolor, amor, rabia, soledad…
Sin duda, Carlos Alcorta, desde su propia sensibilidad, desde una estética versificadora impecable y llena de verdad, llega y encuentra al lector; nada más complicado y difícil. Desde esa visión poética encontramos versos memorables, con unos encabalgamientos, inherentes y fieles a su poesía, imposiblemente hermosos. En ellos, se esconde un elegíaco y llamativo canto a la vida, una invitación a no desperdiciarla: “Entonces ignoraba que pasar / de puntillas por la realidad / era una forma de estar muerto”.
La poesía de Carlos Alcorta siempre ha sido el escenario en el que el poeta lucha consigo mismo, en esa batalla que nunca termina, en esa lucha encarnizada por intentar conocernos algo mejor. En cualquier caso, son esas contradicciones entre lo que nos dicta la cabeza y aquello a lo que nos arrastra el corazón lo que nos hace avanzar por la vida. Esa lucha interna contra nosotros mismos es permanente. Ahora, con la madurez que sólo da el tiempo, se halla más seguro y firme que nunca de la tierra que pisa: “en los primeros años, cuando eran mis poemas / solo frustradas tentativas”.
Como ya dije en otras ocasiones, al hablar de la poética de Carlos Alcorta, la perplejidad, asociada a un permanente dilema, es el terreno en el que transcurre su obra, un lugar indeterminado desde el que expresa e intenta dirimir sus dudas, su dolor y esa angustia existencial que parece llevarle al desasosiego. Cuando reina la incertidumbre no existe un lugar para la certeza absoluta. En la poesía de Carlos Alcorta la duda es también un principio poético irresoluble: “pero he intentado siempre reflejar / en las páginas mis propios conflictos, / sin buscar amparo fuera de mí”.
Los poemas del padre, su visión de la muerte, su afectación en el entramado familiar hacen que elabore una poesía repleta de sinceridad y emoción verdadera, rebosante de humanidad. Con unas imágenes potentes nos insinúa y sugiere un camino que tal vez ni el propio poeta imagine, el del reencuentro emocional con el padre como una necesidad, la de descubrir esa mano que quizás no supiera entender y que, ahora, en la muerte, la busca, amable, aunque ya no esté más que en el recuerdo. Aún así, parece sentirla muy cerca: “Teme que se me olvide. Quiere recordarme / lo que me dijo tantas veces, / que un ser humano sin principios, / carece de valor, es un espantapájaros”.
El primer poema, el que abre el libro, un autorretrato único, repleto de sinceridad crítica, termina con unos versos esperanzadores, en los que a través del amor, se rescata a sí mismo del naufragio vital, del laberinto en el que se halla. Es un autorretrato de madurez, en el que se distancia, sin renunciar a él, del que fue, sintiéndose a gusto con el que empieza a ser, huyendo de esa inseguridad que a veces nos acompaña en la vida: “pero creo que me he ganado el derecho a guardar / distancia con los acontecimientos…”. Y el libro finaliza con esa misma atmósfera, desde unos versos poderosos que se agarran con ahínco al compás de la ternura, haciendo un guiño al futuro: “Pasada la aflicción, empieza el equilibrio”.
Leer a Carlos Alcorta, sumergirnos en las páginas de Aflicción y equilibrio es reencontrarnos con la buena poesía, aquélla que sirve de vehículo enzimático para estimular las fibras sensitivas precisas que van a desencadenar en el lector una reacción que le llevará a la emoción, a la verdad inequívoca e indudable, aquélla que emerge sin trampas fáciles, aquélla que no hace una sola concesión a la cursilería gratuita, aquélla que, en toda su franca desnudez, se muestra con autenticidad y belleza. Estamos ante el espléndido libro de un poeta mayor, ante un libro que se salvará del olvido.
Tu reseña hace justicia a un poeta total como es Carlos Alcorta. Pienso que es muy dificil sostener la reflexion sobre uno mismo o su memoria sin caer en la exageracion de la imagen o del mero autorreteato. Carlos consigue la distancia justa para crecer en la reflexion y en la duda que es la más autentica verdad del ser humano. Es un libro muy bueno muy honesto . Te ha salido muy bien…muy bien. Leo los ecos en la reseña y coincido plenamente con sus apreciaciones .