‘La ciudad de los prodigios’, de Claudio Stassi. El nacimiento de un siglo, en viñetas
Por Rubén Varillas
Eduardo Mendoza empezó a adquirir un aura de clásico contemporáneo tras la publicación de La verdad sobre el caso Savolta en 1975. Esta peculiar adaptación del género policiaco estaba ambientada en su ciudad natal, Barcelona. Esa misma localización adquiriría un rol protagonista una década después en La ciudad de los prodigios (1986), la obra que supuso su consagración definitiva. En los años 90, no había facultad de filología en España que no incluyera ambas en su canon de las obras esenciales de la narrativa contemporánea. Se destacaba la capacidad de Mendoza para construir universos de ficción convincentes y muy bien documentados, en una depurada combinación del relato histórico, la novela social urbana y una mirada irónica (cuando no paródica) aplicada a la realidad histórica española. Su humorismo fue mucho más franco y explícito aún en obras como El misterio de la cripta embrujada (1978), El laberinto de las aceitunas (1982) o Sin noticias de Gurb (1991); novelas menores por lo que respecta a su trascendencia literaria, pero merecedoras todas ellas de un enorme aprecio popular.
Para una parte de la crítica, la escritura de Eduardo Mendoza insufló aires de renovación a una literatura española que, con la entrada en la Transición, necesitaba distanciarse de su pasado inmediato. Su lenguaje, directo y evocativo, su original organización narrativa y su empleo de la ironía, le han permitido al autor catalán superar límites genéricos y temáticos, para construir un estilo depurado y muy reconocible. Mendoza es uno de los grandes escritores españoles de la actualidad. Sus columnas y artículos periodísticos desprenden un halo de autoridad; y, aunque en los últimos años su producción no sea tan prolífica ni se aluda a su obra con la misma insistencia en las publicaciones críticas, La verdad sobre el caso Savolta y La ciudad de los prodigios siguen manteniendo aquella misma impronta de obras de referencia que se granjearon poco después de su publicación.
El dibujante Claudio Stassi ha adaptado la segunda de ellas al cómic. Una apuesta transmedial arriesgada que solventa con nota.
Uno de los valores de La ciudad de los prodigios reside en el peso protagonista de la ciudad a la que alude el título. En sus páginas, Barcelona adquiere la entidad viva de un personaje que evoluciona y condiciona con su presencia los acontecimientos de la trama. Estamos en 1880, el umbral finisecular de una época que se muere para dar paso a una modernidad nueva; pujante pero incierta, violenta pero ilusionante en sus espejismos de progreso. Es la Barcelona de la revolución industrial, los primeros movimientos obreros y la Exposición Universal del 88; pero también la de las algaradas anarquistas, el crimen organizado y la vida miserable de los obreros. Un escenario donde la vida y la muerte se entretejen de murmuraciones, costumbres antiguas y creencias que son más tercas que los sueños de futuro. El realismo de una nueva era milagrosa habitada por fantasmas vestidos de harapos.
Claudio Stassi aporta una concreción visual personal y vigorosa a su recreación de esa ciudad mágica, con sus calles, casones y rincones secretos. La Barcelona del cómic está envuelta en sombras púrpuras y un manto pesado de realidad y nocturnidad. Travesías adoquinadas, portales góticos y avenidas majestuosas construyen el escenario para una historia de superación y crecimiento: la del niño Onofre, que crecerá hasta convertirse en un hombre tan peligroso y cruel como las calles que recorre.
Son los años del darwinismo social y la lucha por la supervivencia (“struggle for life”). La biografía de Onofre, una actualización lumpen del pícaro literario tradicional que alcanza el éxito a cualquier precio, funciona como una guía para describir ese cambio histórico que mencionábamos más arriba. Su vida marca el itinerario que conduce al lector entre las dos Exposiciones Universales de Barcelona (la de 1888 y la de 1929). Estos dos eventos fastuosos son el marco de un tiempo agitado: el de las revoluciones anarquistas, la Semana Trágica de Barcelona, la Primera Guerra Mundial o la Dictadura de Primo de Rivera.
El realismo minucioso (cuasi fotográfico) de Stassi y su eficaz manejo del claroscuro en la recreación de espacios y personajes contribuyen a crear las atmósferas densas y pesadas que enmarcan la existencia de sus protagonistas. Los espacios que convierten a la ciudad en el otro testigo de excepción de ese recorrido trascendental hacia una nueva era. El estilo gráfico de Stassi se aparta de la línea clara canónica, habitual en el cómic europeo a la hora de afrontar los géneros historicistas, a base de pinceladas sueltas, tupidos sombreados y un manejo espléndido de la paleta cromática. El resultado es un cómic con suficiente personalidad como para apartarse con éxito de las huellas de aquella otra ciudad de los prodigios en la que se basa, y trazar su propio camino editorial y literario.