Octavio Paz en Teotihuacán
Por Antonio Costa Gómez.
Entramos por la Ciudadela y el templo de Quetzalcoatl, y avanzamos misteriosamente por la larguísima Calzada de los Muertos. La grandiosa Pirámide del Sol se iba acercando enigmática a nuestra derecha. Subimos un tramo y seguimos hacia la Pirámide de la Luna y los palacios. Subimos con esfuerzo a la Pirámide de la Luna para ver todo desde lo alto. Vagamos entre los edificios y nos fijamos en algunos fragmentos pintados. En aquel lugar se unía la grandeza cósmica con la delicadeza. Quién no se impresiona al llegar a aquel lugar, donde mucho antes de los aztecas se reunieron distintas culturas en una síntesis superior. Donde se adoraba a Quetzalcoatl, el dios que odiaba la guerra, que trajo la cultura, se fue por el mar diciendo que volvería algún día y dejó la nostalgia.
Recordé a Octavio Paz, que estuvo allí tantas veces. Que evocaba desde Nápoles (en “Himno entre ruinas”) un anochecer en Teotihuacán lleno de fuerza y visión: “Cae la noche sobre Teotihuacán. / […] ¿Qué yerba, qué agua de vida ha de darnos la vida / dónde desenterrar la palabra”. Paz recordaba en Nápoles (donde “la luz crea templos en el mar”) las piedras misteriosas y nostálgicas de Teotihuacán : “Ruinas vivas en un mundo de muertos en vida”.
Pero incluso ese poema con fuerza es demasiado ensayístico a ratos. Fue en “Piedra de sol” donde los dioses se apoderaron de Paz, donde le llegó la inspiración. Con entusiasmo fulguran iluminaciones en unas estrofas de una musicalidad que nos secuestra, con un ritmo que nos atrapa y nos exalta:
Voy por tu cuerpo como por el mundo,
tu vientre es una plaza soleada,
tus pechos dos iglesias donde oficia
la sangre sus misterios paralelos.