La matriz de una noche: novelar el abismo

© MANUEL RICO

La literatura, a veces —pocas, todo hay que decirlo—, nos adentra en el corazón de la historia. Es, en buena medida, la intrahistoria a la que se refiriera Unamuno, el pasadizo a cuyo través hacemos nuestras las emociones, los sueños, los miedos e incertidumbres, el núcleo del dolor o el de la felicidad de una época. He escrito varias novelas con la historia como telón de fondo y con la historia colándose en la cotidianidad de los personajes y he comprobado que es algo de lo que el autor queda contagiado para siempre. El escritor se alimenta de la vida, crece con la vida e intenta buscar respuestas a sus inseguridades en la literatura. Y el lector que, a la vez, escribe, tiene en sus lecturas una fuente inagotable de experiencias vividas por otros pero que le alimentan. Y hay momentos, muy pocos también, en los que la lectura tiene algo de terremoto interior, de convulsión emocional, sobre todo cuando el texto tantea en una experiencia dramática.

Atocha 55, la última novela de Joaquín Pérez Azaústre, es de la estirpe de esa literatura. La he leído en un par de tardes llevado por una sensación en la que se mezclaba, con el texto, mi memoria, una memoria vívida y durísima, y la mirada hacia el mundo en que vivimos en este siglo XXI en el que a la incapacidad para enfrentar las guerras y la miseria se ha unido una pandemia que parecía haber quedado varada en el tiempo anterior al antibiótico, en un mundo casi prehistórico en términos médicos y sanitarios. Leer sombra contra sombra bajo una inmensa incertidumbre. Mi libro para el confinamiento que hablaba de los restos de otro confinamiento: el que duró cuarenta años.

Su lectura me ha recordado otra, vivida con parecida tensión, de hace ya muchos años. Me refiero a la de A sangre fría, quizá la obra cumbre de Truman Capote. Por el preciso engranaje narrativo, que se desarrolla como una sucesión de piezas de relojería; por la intensidad emotiva con que se relacionan sus personajes; por la tragedia que la desborda. Por el equilibrio con que el autor aborda todos sus ingredientes. Por la mezcla de austeridad y riqueza poética del lenguaje.

Atocha 55 es la novela del quíntuple asesinato de los abogados laboralistas Serafín Holgado, Enrique Valdelvira, Francisco Javier Sauquillo, Luis Javier Benavides y del administrativo Ángel Rodríguez Leal, es la crónica de una pesadilla vivida en el filo en el que dictadura y democracia parecían tutearse, provocarse, lanzar la definitiva batalla ante el mundo. El autor nació en 1976, apenas siete meses antes de aquel fatídico 24 de enero, y forma parte de la primera generación que prácticamente desde el día de su nacimiento ha vivido en democracia. En la democracia fue niño, adolescente y joven. En democracia llegó a la madurez. Por eso, para alguien nacido en los cincuenta como es mi caso, adentrarse en esa novela es volver a vivir. Volver a temer. Volver a llorar. En aquel tiempo yo era un empleado de banca, un oficial administrativo desterrado en un archivo casi decimonónico (algo así como los que describe Luis Mateo Díez en novelas como Las estaciones provinciales o El expediente del náufrago) por actividades sindicales y militante comunista entre el barrio periférico y los horarios nocturnos de la Complutense. Uno de aquellos abogados, joven, cristiano, de familia acomodada y jovencísimo, poco más de 25 años, Luis Javier Benavides, asesoraba a nuestra asociación, en un Madrid norteño y aún lleno de carencias, donde Hortaleza todavía guardaba viejas costumbres pueblerinas y casi se estrenaba como barrio y distrito.

La noticia, en una semana especialmente trágica, en medio de una huelga de transportes que mezclaba demandas salariales con exigencias de libertad y democracia, la recibimos en casa, por teléfono, recién llegados de una reunión vecinal en apoyo de las demandas de los trabajadores del transporte. Aquella noche se convirtió en la noche más negra de mi juventud, una juventud que tendría otras noches negras en aquella transición que fue todo menos un apaño. Negra y roja la noche con Luis Javier, el abogado del 600 que acudía en ayuda de curas obreros y dirigentes vecinales comunistas, el que de vez en cuando nos encendía alguna luz en la maraña jurídica y municipal del franquismo, Luis Javier, con sus compañeros, envuelto en sangre y perplejidad, y el miedo, y el no saber que pasaba en Madrid, en sus barrios, en las casas de los amigos.

Atocha 55 me ha devuelto, como las grandes obras literarias, la vida. La palabra de Joaquín se ha adentrado en el pensamiento, en las incertidumbres y en las debilidades y miedos de aquellos jóvenes que vivían y amaban entre la obligación moral hacia los obreros y la necesidad de cultura, de cine, de libros, de un ocio que a veces se concentraba, para atenuar el cansancio, en el reposo de un pub, o de un jazz bar junto a un vodka con naranja al que lo más sabios llamaban destornillador, aquel brebaje entonces tan de moda.

La novela tiene el corazón y la medula en aquella noche. Pero acude a los antecedentes e intenta salvar al lector del horror (también a las víctimas que sobrevivieron, Alejandro Ruiz Huerta, Lola González Ruiz, Luis Ramos) con ventanas que nos asoman al futuro, comenzando por el multitudinario entierro, lleno de puños, claveles rojos y silencio infinito y acabando en las dudas de un aparato del régimen incapaz de prolongar la tiranía. La novela habla de los sueños literarios de Alejandro, confidente del autor y fuente de gran parte de los datos y sensaciones que acuden a sus páginas, lector en aquel tiempo de (paradojas de la vida) El vuelo de la celebración, de Claudio Rodríguez; del sueño entre agrícola y ecologista de Luis Javier, de la vida contradictoria y atormentada de Lola, ya herida desde la defenestración de su primer novio, Enrique Ruano, en 1969, de la inteligencia crítica del marido asesinado, Javier Sauquillo, de la conciencia atormentada de casi todos ellos, marxistas innovadores viviendo entre la disciplina partidaria y la rebelión teórica… ¡Eran (éramos) tan jóvenes!

Viví los días peores de Lola, con la mandíbula destrozada por un disparo y el alma en un puño de niebla y de lágrimas, intentando un Madrid diferente, y viví nuestro luto en un barrio que jamás se repuso del hueco de Luis Javier…  Al fondo estaba la luz de la democracia, el acarreo inmenso de ilusiones y de sueños contra el que se conjuraron los asesinos, el contradictorio desarrollo de un juicio del que muchos dudaron pero que salió adelante. Tímidamente comenzamos a vivir y a respirar de modo diferente. Comenzó a vivirlo Alejandro y lo hicieron aquellos otros que, de algún modo, también fueron supervivientes (Cristina Almeida, Paca Sauquillo, Manuela Carmena…). Todo eso está en Atocha 55. La novela que se lee como se lee la vida: con el alma emocionada, la memoria abierta y la inteligencia atenta a las señales de la realidad. A veces una novela nos enseña, a todos los escritores, los límites de la torre de cristal, las poderosas prolongaciones que la creación literaria tiene en la existencia cotidiana y en la memoria. En Atocha 55, el apoyo esencial de la voz narrativa, Alejandro Ruiz Huerta, se confiesa admirador de Blas de Otero, a quien lee de manera casi compulsiva. Enrique Valdelvira, el abogado de la capa, uno de los asesinados, le recomienda que renueve sus lecturas y le regala el libro de Claudio Rodríguez antes mencionado. A partir de entonces, versos de Claudio asomarán al texto de cuando en cuando sustituyendo a los del autor de Ángel fieramente humano. Pero uno y otro poeta tendrán siempre en su obra prolongaciones poderosas en la vida. Y en la memoria. Como Joaquín Perez Azaústre en Atocha 55. 

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