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‘Habitación sin bombillas’, de Miguel Pereira

MIGUEL PEREIRA.

Apoyo el dedo índice sobre la barriga del interruptor. Pulso. Miro al fluorescente de la cocina. No da señales de vida. Es una luz de encendido pausado, intermitente, pero si no arranca a la primera no se enciende. 

Me duele la cabeza. Suele pasarme los días de lluvia. Padezco jaquecas. Miro al techo. Pienso que se habrá fundido. A veces sucede. Doy tres pasos hacia atrás, dirección al pasillo. Estiro la mano, y aprieto el interruptor. Es una luz dura, de encendido inmediato. Permanece ausente, en silencio, sin llama. A falta de respuestas se encienden las alarmas. Recorre mi espalda un escalofrío que termina en la nuca. Llueve copiosamente fuera y a mi cabeza llegan imágenes del pasado. Tal vez por la dureza de estas, parece que el dolor se haya agudizado. La tormenta que asola la ciudad está lejos de alcanzar la intensidad con la que late mi corazón. 

Se me viene su rostro a la cabeza, a esa misma cabeza que está a punto de estallar. Toda la casa estaba a oscuras. Y él, acechando. La última vez fue la definitiva. Desde entonces me dan pánico las luces fundidas. Una puede ser probable, dos en espacios contiguos es porcentualmente más complicado. La espalda empieza a cargarse con el peso de una mochila de la que creía haberme liberado. También se acelera la respiración. 

—No te preocupes —me digo entre dientes—, son casualidades. 

Intento caminar. Un poco más adelante, a la derecha, está el salón, pero los pies no me responden. El temblor de las piernas agita el resto del cuerpo y, sin embargo, la planta de los pies permanece inmóvil, pegada al suelo. Es la misma sensación que experimenté cuando vi a mi madre tendida en su cuarto. La recuerdo como si fuera ayer. Se me hace un nudo en la garganta. Mi madre siempre volvía a casa a las nueve, cuando cerraba la peluquería. Se pasaba por el parque a buscarme, donde solía estar con los colegas. Nunca quería volver sola. 

Necesito respirar, me quedo sin aire. Es como si estuviera en un frasco de cristal que un gigante ha tapado y ahora el mismo gigante estuviera custodiando. No puedo avanzar. Me doy media vuelta y vuelvo a la cocina. Ese camino ya lo he hecho. Es más fácil abrirme paso entre la certidumbre. Al final de la cocina hay una ventana. Recorro la cocina a tientas. No necesito luz, llevo toda la vida en esta casa. Lo que me vendría bien es que se abriera el suelo, y que un tobogán infinito me trasladase a la otra punta del planeta. Pero en la vida real nada es tan fácil. Llego a la ventana. Es de guillotina. Levanto la hoja inferior y apoyo las manos en el marco. Con los brazos completamente estirados y las manos sobre la madera respiro profundamente. Necesito aire. Una bocanada de humedad golpea el pecho. Las gotas caen por cientos, suicidándose contra el suelo. Los charcos, hacen de improvisadas bañeras para que los neumáticos de los coches se liberen de toda la mierda.

Tengo más oxígeno en los pulmones, pero la imagen de mi madre sigue clavada en mi retina. Yo tenía catorce años. Volvíamos juntos para prevenir al monstruo de que no tendría nada que hacer. Creíamos que de esa forma no se atrevería con ella. No era la primera vez que quitaba las bombillas de la casa, pero nunca llegó a mayores. Noto cómo la garganta se vuelve a obstruir. Es como si una enorme bola de gelatina a la altura de la nuez estuviera impidiéndome respirar. Me la trago. Siempre era igual. Quitaba una a una las bombillas de toda la casa. Entrábamos a ciegas y luego, al darnos cuenta, empezábamos a gritar su nombre para que se dejara de bromas. Empezó como un juego, o eso me parecía a mí, aunque era demasiado pequeño para entenderlo. Pero hoy lo veo de manera distinta. Me duele el estómago. Puedo escuchar mis tripas. Parecen, con sus ruidos, protestar. La cabeza también reclama mi atención. Con el tiempo, tras el desenlace entendí que no era ningún juego. Era su forma de demostrar su poder, de someterla. Me da asco. Me repugna haber tenido como padre ese ser. Lo peor no es eso. Lo peor es que sigue vivo.

Miro alrededor. Todo a mí alrededor son bloques de edificios, que como un queso gruyere respira por sus ventanas. Algunas tienen luz, y las luces de las viviendas me tranquilizan, al igual que la de los faros de los coches, o la de las propias farolas. Consigo respirar de manera más pausada. 

“No te preocupes, no puede ser que él esté en casa. Tiene que ser una casualidad… solo una casualidad puede explicar que la luz del pasillo y de la cocina no funcionen. Eso o que se haya ido en todo el bloque”.

La cabeza sigue reclamando mi atención, pero tengo cosas más importantes de las que preocuparme. Me asomo un poco más y veo que la tienda de electrodomésticos que hay en el bajo desprende una luminosidad azulada, como si fueran los bajos tuneados de un coche hortera.

Me aferro a la hipótesis de la casualidad. Además mi padre está entre rejas, le cayeron quince años. Se vuelve a acelerar el corazón. Teníamos que haberlo denunciado cuando empezó con los insultos. Aprovechaba que todo estaba a oscuras para abordarla en alguna de las habitaciones. Luego, cerraba las puertas y empezaba con su juego: no tengas miedo; mira que eres tonta; si te vieras desde un agujerito, te avergonzarías de ti…. Con el tiempo fue subiendo de tono. Hasta que comenzó a increparla por la relación con su madre, mi abuela, por el uso del móvil… Hijo de puta. Y las últimas veces comenzó con las amenazas veladas: poco miedo pasas para el que debieras pasar; si te quisiera hacer algo sería muy sencillo…. 

—¿Cuántos años lleva en la cárcel? —me sorprende la pregunta que sale de mi boca.

La cuenta es fácil: “si tenía catorce y ahora tengo veintisiete…”. Continúo con la resta mentalmente. A un energúmeno como ese no lo pueden dejar suelto, no sería justo. Debía haberlo denunciado. Pero no. Empiezo a tener nauseas. Me da asco. Ese día debí haber hecho caso a mi madre. Haber cerrado la puerta y escapado con ella. Nos había prometido que no lo volvería a hacer, que no sabía qué le pasaba, pero que alguien se apoderaba de su mente y que no era él el que la insultaba. Yo intenté detenerlo. Cuando cerró la puerta empecé a dar patadas con todas mis fuerzas, como si tuviera una corazonada. Pero no nos escapamos, tal vez porque nunca le había hecho nada, o porque las personas somos animales cargados de inercias, y la nuestra nos empujaba a volver a la madriguera. Tal vez fuera por eso por lo que no huimos. Al ver que no podía abrir la puerta, salí gritando escaleras abajo. Algún vecino llamó a la policía. Él debía olerse algo. Mi madre estaba a punto de dejarlo para siempre, de frenar una inercia para empezar a vivir. Se había convertido en un infierno. 

Noto un ardor a la altura del pecho. Saco medio cuerpo por el agujero que me permite respirar y dejo que la hamburguesa, jugos gástricos, cerveza, patatas fritas y saliva abandonen mi cuerpo precipitándose a la calle. Me limpio con la manga. Odio vomitar. Vuelvo a mirar a aquellas ventanas, que desde los edificios de enfrente me sonríen con luminosidad.

Luego solo recuerdo a la policía llevándoselo esposado, y yo en la puerta del dormitorio mirando fijamente a mi madre. No me la puedo quitar de la cabeza: estaba tendida sobre el suelo de su habitación, con la quietud de una alfombra.

Tengo que ser fuerte. Seguro que es una casualidad, seguro que son dos bombillas fundidas”. Necesito convencerme para continuar. “¿Qué te decía la psicóloga?”.

—Cierra los ojos, piensa en algo que te dé seguridad —repito sus palabras en voz alta como si ella estuviera delante y me lo hubiese pedido.

Me imagino de la mano de Marta. Menos mal que apareció ella. Cierro la ventana. La conocí en un piso tutelado. “Si mi padre está en la casa, que tenga huevos y que salga”. Cojo un cuchillo pegado en un imán que hay en la pared a la izquierda de los hornillos, junto a otros más pequeños. Afino los oídos. Luego, Marta me animó para estudiar Magisterio. “Si lo escuchas, se acabó su suerte”. Un tintineo cercano advierte de la hiperactividad en la que está inmersa mi musculatura. Un muslo golpea sin control una banqueta que hay junto la mesa. Lo miro como si fuera de otro. 

—Piensa en Marta, como te dijo la psicóloga. Algo que te dé seguridad —me sugiero, como si hablase a otro—. Imagina que está frente a ti, le das la mano y abres los ojos.

Si no fuera por ella, mi vida carecería de sentido. Aunque no esté, el truco me ha dado un poco de alas.

Al salón, ve al salón”. Seguro que todo es fruto de la ingeniería de un cerebro enfermo. Como te decían los profesionales: es normal que ante acontecimientos traumáticos aparezcan recuerdos imborrables. Lo más importante es que la personalidad no se vea afectada. Pero eso es imposible.

—¿Cómo estás?, —me pregunto, asumiendo que necesito escuchar cada cierto tiempo una voz qué se preocupe por mí.

Noto mi cuerpo completamente encorvado. Los vellos, pese a pensar en Marta, siguen alerta como si quisieran detectar la más leve corriente de aire. Si no fuera por Marta a lo mejor me habría quitado del medio hace tiempo. Si no fuera por ella y por mi abuela. Agarro fuerte el cuchillo… En la siguiente bombilla está la respuesta. 

—Solo tienes que llegar al salón —susurro como si se tratase de un mantra que me guía. 

La presión sobre la empuñadura del cuchillo es cada vez mayor. “Piensa… si aparece tu padre no lo mates, tienes toda una vida por delante”.

Mi próximo reto son unas oposiciones. 

Avanzo decidido. Si la luz se enciende todo volverá a la calma y tal vez entonces se irán las migrañas. Ese cabrón no va a quitarme el futuro. El corazón golpea con dureza el pecho, si no se sale de este va a pararse por agotamiento. 

Recuerdo que dejaba todas las bombillas sobre la mesa del salón. Y tras el susto y las vejaciones ayudaba a mi madre a colocarlas de una en una en su correspondiente casquillo, protegida por estilosas lámparas cuyo silencio podría considerarse cómplice. “Nunca se lo has dicho a Marta pese a los consejos de la psicóloga”. Aunque bueno, pensándolo bien, como trabajadora social debe haber escuchado realidades más duras. Pero el tacto parkinsoniano del vidrio sobre mi palma cuando mi madre me pasaba las bombillas es indescriptible y compartir las penas no me hace mejor pareja. Un escalofrío mayor vuelve a sacudir mi columna. Hago una pausa. Respiro lo más hondo que puedo. 

—No te dejes ganar por las paranoias —me digo, empleando un tono mínimo, casi inaudible.

Mi mano ha heredado ese temblor que en su día me impactó tanto. “Déjate de excusas. Sabes que lo más probable es que la luz del salón esté bien”. Los mensajes que dibuja mi cerebro intentan calmarme. 

Los oídos siguen alerta, pero solo escucho mis propias pisadas, e intento amortiguar más cada paso. Llego a la puerta del salón. Está entreabierta. El cuchillo de cuarenta centímetros de hoja se adentra en el habitáculo como si fuera un robot de los artificieros de la policía nacional ante la amenaza de bomba. Con la mano izquierda izada me aproximo al tercer interruptor. “Hazlo, no tengas miedo. Un clic y adiós a los miedos”. Presiono. Tengo la impresión de que la oscuridad se ha agrandado. Me estoy mordiendo los labios y sin darme cuenta saboreo el calor de mi sangre. Me he hecho un pequeño corte.

—¿QUIÉN HAY AHÍ? —grito. 

Tal vez tenías que haber seguido yendo a la psicóloga”, me sugiero. “Eso es pasado. No lo necesitaba. Estaba ya bien”, respondo mentalmente como si un yo más visceral hablase al yo reflexivo.

Marta fue un flotador en medio del océano, una luz que guio mi huida. Desde que nos hicimos ese tatuaje lo supimos. “Igual el muy cabrón ha venido a terminar la faena. Pero no podrá, todavía te quedan seis vidas y se las has prometido a Marta”.

Siempre dejaba las bombillas encima de la mesa redonda del comedor. Me acerco a la mesa. Imploro, por favor, que termine la pesadilla y me levante sudando. Deseo abrir de golpe los ojos y sonreír. Abrazar la almohada, dar media vuelta y seguir durmiendo. Pero eso no pasa. Mi cadera toca el borde macizo de la mesa. “Estira la mano, solo estírala”. Hago caso a la voz interior y toco una bombilla. Un brusco movimiento retráctil la lanza al suelo. Con el sonido de los cristales he perdido el control por completo. Noto en la pernera cómo un calor húmedo conquista palmos antes secos. Es como si se tratara del desbordamiento de una presa sobre una planicie de tierras áridas… 

Esto ya no es una paranoia. Ha venido a buscarte”, sentencian mis pensamientos. La tensión se traslada al cuello y a la mandíbula. “¿Hubiera servido de algo seguir yendo al psicólogo frente al psicópata de tu padre?”, me pregunta el cerebro. Recuerdo el afán de saber de la mujer. “A ella qué le importaban los insultos que le propinara tu padre”. Recuerdo que también me preguntaba si mi madre se los merecía. “¿Qué tipo de pregunta es esa?”. Recuerdo su tono condescendiente. Solo la empujé. Sus preguntas se repiten en mi cabeza con el mismo desdén con el que salían de su boca. Que se rompiera un brazo fue fruto de la mala suerte.

—Páralas —vuelve a sugerir impetuosamente mi propia voz.

Dejo de oírla. Ahora estoy con mi padre en la misma casa en la que todo ocurrió. La misma que después de lo sucedido heredé. “No es buena persona y lo sabes. ¿Por qué le habrán dejado salir antes?”. Estoy en medio de una isla rodeado de preguntas, sin encontrar las respuestas. Tengo dos opciones, o huir como hice con mi madre o enfrentarme a él y zanjar el tema. “Seguro que te espera en el dormitorio, como esperó a tu madre”. “Pensará que eres un cobarde e igual que hiciste con tu madre, saldrás por patas”.

Ya no escucho la lluvia, pero las gotas de agua siguen golpeando el cristal. La percusión del corazón y las cacofonías de los pulmones se mezclan en el tímpano. Mi cerebro va a estallar. 

¿No crees que ese patrón es repetido?, me preguntó la psicóloga desde el suelo. Menuda incompetente. Una zorra elegante. Eso era. Pero lo de ahora es más serio. La decisión es complicada, vital. Aunque sé que el muy cabrón ha tenido demasiado tiempo entre rejas para disfrutar de la vida. Ahora toca hacer justicia de verdad.

“¿Recuerdas cómo decía que había tenido una mala vida?”. Su voz nasal se vuelve a colar entre los fonemas orgánicos, como un recuerdo grabado en un CD, dentro de mi cabeza. “No le escuches”, se agita mi cerebro. “¿Qué te va a venir a hablar ese de una mala niñez con la que te ha dado?”.

Percibo una inercia de mi cuerpo parecida a la que tendría en un rápido, a merced de la fuerza natural del agua que me empuja. Los pies me conducen al dormitorio. “Patrones repetidos te dijo”. “¡Qué fácil es hablar cuando te llevan entre algodones!”. Pero yo no quería hacer daño a la psicóloga. Empujo con el costado izquierdo la puerta, sabiendo que la historia va a llegar a su fin. No me molesto en acudir al interruptor y empiezo a dar bandazos con el brazo estirado. A modo de segadora, el cuchillo va recorriendo cada metro cuadrado de aire. Si no fuera por la corta empuñadura del cuchillo, parecería la propia muerte sacando la guadaña a dar una vuelta.

Tras dar dos pasos dentro del cuarto, tropiezo y caigo sobre otro cuerpo.

Me sobresalto y levanto como si tuviese un resorte en el pecho.

No tengo el cuchillo, pero… he tocado un cuerpo y… no ha habido reacción alguna… 

Me apoyo abatido en la pared. Mis pies y espalda resbalan como si estuvieran en una bañera, hasta dar con el culo en el suelo. Me invade otro temblor. Con él se abre camino la certeza. 

Mi torso se relaja completamente y los hombros sin sujeción se doblan como si fuera un pelele. Estoy recogido, ovillado. Me llevo las manos a la cabeza. Me duele la cabeza. Me duele mucho. Nunca ha dejado de dolerme. Ahora sin prisa, me la toco. Lo noto. Tengo un enorme chichón. 

Meto la mano derecha en el bolsillo del mismo lado del vaquero. Saco un paquete de Ducados. De su interior extraigo un mechero que se escapa de mis manos hasta caer acorralado en el suelo. Lo cojo de nuevo. Me pongo de rodillas, y lo enciendo. Luego con el mechero recorro la silueta del cuerpo. Al lado de la cadera está la enorme lámpara de hierro abollada por el costado que presidía su mesilla de noche. Un poco más adelante, a la altura de la muñeca veo el tatuaje de un gato. “Seis vidas te quedaban junto a Marta”. La voz interior sigue soltando ideas que parecen pedradas. 

Una sonrisa tensa, cínica, triste, se dibuja en mi rostro. Y a la derecha de su cabeza le acompaña la larga almohada de la cama de matrimonio. Me llevo las manos a la boca. Inhalo profundamente. Escucho el tic-tac del reloj de aguja que hay sobre una de las dos mesillas. Exhalo durante varios segundos, hasta desinflarme por dentro. La imagen de la psicóloga asalta mi cerebro. Patrones repetidos. Cómo se nota que no tuvo mi infancia. Puta zorra. Con esos aires de saberlo todo. Y esas faldas grises a juego con la americana. 

—Patrones repetidos —repito en voz alta mientras mi cara se desfigura, engullida por una expresión agria.

Pasa el tiempo. Me acerco al oído de ella con las pulsaciones ya normalizadas 

—¿Por qué Marta…? —le susurro—, ¿por qué querías dejarme?

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