Viajes y libros

Lo que han oído es cierto

Lo que han oído es cierto. Testimonio y resistencia. El por qué de un viaje a El Salvador

Es casi el final. Caminamos bajo el calor agobiante por un campo de sorgo, mientras las cigarras zumban bajo el cielo vacío. Un hombre destapa una cantimplora con agua, otro se apoya en una pala. También hay una mujer, que lleva un delantal encima de los pantalones. Luz intensa y el ruido sordo de la inflorescencia del sorgo. Tomo un manojo de semillas. Uno de los hombres lleva aparte a Leonel y le dice algo: secreto, como todo lo demás. Subimos al todoterreno y v00amos sin explicación a otro sitio, no lejos de ese campo. Los campesinos de la zona caminarían midiendo la distancia, no en kilómetros, sino en horas.

—¿Qué buscamos? –pregunto y, como siempre, él no me contesta, solo suelta una palabrota entre el humo brumoso que flota encima de la parcela donde ha estado creciendo el maíz. Hacemos un alto cerca de un caserío de champas[1]: chozas construidas con barro y zarzo. Una de ellas se ha derrumbado y le sale humo.

—Esperá acá –me dice, pero no lo hago. He dejado de esperar a que vuelva hace meses, pero no parece perder la costumbre de indicármelo. El humo se levanta como una nube costera sobre los campos de rastrojo ennegrecido. Seguimos caminado, y cuando él se detiene, me detengo, y cuando continúa, continúo. Da una palmada en el aire para decir: “Despacio” o “Silencio”. Avanzo despacio y en silencio. Cuando llegamos a las champas*, las hallamos vacías. No hay nadie en casa. En el suelo vemos una palangana de plástico invertida, de las que se usan para preparar las gachas de las tortillas. Dentro hay una camiseta de niño. Detrás de las champas* parece que han cogido varias gallinas por las patas y las han golpeado contra una piedra. Están tiradas en el suelo; una de ellas sigue abriendo y cerrando el pico.

Al cabo de unos cien metros empezamos a oír el zumbido de las moscas, los siseos y eructos de los zopilotes, un aleteo como un aplauso cuando los pájaros, que se han dado una panzada, intentan levantar vuelo en medio de los tallos del maíz. Una camioneta nos sigue a cierta distancia, con tres campesinos de pie en la caja. Nos gritan o llaman al conductor del jeep, pero no entiendo qué dicen.

No sé qué esperaba ver, pero no el torso hinchado de un hombre con un solo brazo pegado al cuerpo y un charco de brea encima de la entrepierna. No esperaba que su cabeza fuese a estar un poco alejada, sin ojos ni labios. El tufo del aire es familiar: un olor a podrido, dulzón y nauseabundo. Muerte humana. Me inclino cuando veo la cabeza, pero oigo que Leonel me increpa:

—No la toqués. Que lo hagan los otros.

Al principio, pensé que iban a buscar las partes del hombre y poner los restos en la camioneta, pero se limitan a reunir brazos, las manos y las piernas con los pies fusionados y los acercan al torso tendido en el suelo. Colocan la cabeza sobre el cuello, donde estuvo en su momento, y luego los tres hombres se quitan el sombrero y se quedan de pie en torno al hombre reconstituido. Guardan la postura y uno de ellos se santigua. Las partes no se tocan por completo; hay tierra en medio, sobre todo entre la cabeza y el resto. Sin ojos, labios ni lengua. Cerca, los pájaros quieren que nos marchemos y los dejemos comer. El aire zumba, caminamos. ¿Por qué nadie hace nada? Creo que lo pregunté.

Ese día aprendí que una cabeza humana pesa unos dos kilos y medio.

Con los años me he preguntado qué habría pasado si aquella mañana no hubiera abierto la puerta, si hubiera seguido oculta hasta que el hombre se marchase. Conociéndolo como llegué a hacerlo, creo que habría intuido mi presencia y no habría parado de tocar el timbre. Aquel día yo estaba escribiendo a máquina, una pesada IBM Selectric que, según se quejó más tarde un amigo, sonaba como una ametralladora. Había pilas de papeles por todos lados: informes de derechos humanos, ensayos y poemas de alumnos, manuscritos sin terminar, cartas sin responder. Una brisa marina se colaba entre las cortinas, levantaba algunos de los papeles en el aire y los echaba al suelo. Los jilgueros cantaban encima de su jaula de bambú, cuya puerta dejaba abierta, permitiéndoles revolotear por la casa y posarse en las lámparas del techo y las puertas abiertas. Por entonces, escribía a máquina más aprisa de lo que pensaba; mi padre se había encargado de ello cuando le dije que quería ser poeta. Convenía saber algo útil, dijo. ¿Útil para quién?, pensé. La máquina estaba en la mesa de la cocina y casi todos los días trabajaba allí, oyendo apenas el océano, con el aire perfumado por los campos de las granjas florales de la zona. Como era casi mediodía, los cosechadores de Encinitas ya habían parado para almorzar, pues habían empezado a trabajar al alba. Puede que, al principio, no notara el sonido de la furgoneta detenida en la entrada de coches, pero el motor quedó en punto muerto, así que no iba marcharse enseguida. Después se apagó y se abrieron las puertas.

En general, no contestaba cuando estaba sola. Mi madre les había inculcado bien esa costumbre a sus siete hijos. No podía vigilarnos a todos al mismo tiempo, decía, así que había que respetar las normas. Una de ellas era no abrir la puerta a desconocidos. Mi coinquilina y yo nos habíamos mudado a aquella casa aprisa, después de que un hombre nos mandara desde otro pueblo un sobre con fotografías obscenas y una nota diciendo que vendría “a visitarnos” y que “no informásemos a la Policía”. La Policía dijo que no se podía hacer nada hasta que “realmente pasara algo” y que quizá nos convenía mudarnos a otra parte. Así que ahí estábamos, en una nueva casa de alquiler sin muebles, más cerca del mar, todo lo lejos de la ciudad que era razonable vivir para ir la universidad donde yo enseñaba y Barbara estudiaba. Cuarenta y cinco kilómetros: bastante lejos.
La furgoneta aparcada era una Toyota Hiace blanca. Desde la ventana, vi bajar a un hombre y echarse un bolso rebosante de papeles al hombro. Luego se abrió el panel trasero del vehículo y bajaron dos niñas que se quedaron a su lado. Recuerdo haberme tranquilizado con la idea de que un asesino no viajaría con dos chiquillas. Cuando el hombre miró a mi ventana, como si supiese dónde estaba, me aparté y me aplasté contra la pared. La Hiace polvorienta tenía matrícula de El Salvador.

Lo poco que sabía de El Salvador se lo debía a un profesor de español de la universidad, él mismo salvadoreño, y a las historias que me habían contado el verano anterior en Mallorca. Había viajado allí con mi amiga Maya para traducir la obra de su madre, la poeta centroamericana Claribel Alegría, expatriada en España. El profesor nos había mostrado diapositivas en clase, sobre todo de las casas y los jardines de su familia. Todo cuanto yo sabía en aquel momento sobre Centroamérica procedía de la poesía de Claribel y de las imágenes luminosas que proyectaba el profesor en una pared blanca.

El timbre no paraba de sonar.
Al otro lado de la puerta, las voces de las niñas soltaron grititos de placer, probablemente al descubrir los conejos: dos madres con sus gazapos saltando sobre la hierba rala del jardín. La puerta de la conejera había quedado abierta. Estudié al desconocido por la mirilla: melena oscura ondulada, barba negra corta, gafas gruesas. Las niñas se ocultaban a sus espaldas, pero, dada su presencia, abrí la puerta hasta donde lo permitía la cadena de seguridad.

Al hombre que estaba en el portal pareció hacerle gracia.

—Vos sos Carolyn Forché –me dijo por la rendija– y yo soy Leonel Gómez Vides. Ellas son mis hijas, Teresa y Margarita.

—Disculpe –dije–, deme un momento. Cerré la puerta y apoyé la espalda en ella. Había oído el nombre de Leonel el verano anterior en Deià. Era un primo de Claribel Alegría. Ese verano, Claribel lo mencionó varias veces con mucho cariño, aunque otras parecía reacia a decir demasiado. Intuí admiración, cautela y también algo de miedo, aunque no sabía si Claribel le temía o temía por él.

El nombre de Leonel Gómez se mencionaba a menudo cuando Claribel y su familia hablaban de El Salvador, donde ella había pasado su infancia. Esas conversaciones versaban sobre personas a las que habían asesinado en el país, o que habían desparecido, entre ellas el poeta Roque Dalton, muerto dos años antes. Según la leyenda, era un revolucionario apuesto que una vez había escapado de la cárcel justo antes de que lo ejecutaran, cuando un terremoto derribó las paredes de su celda. En historias como esa, a menudo se aludía a Leonel, pero a continuación Claribel cambiaba rápidamente de tema, sobre todo si yo demostraba interés. Cuando le preguntaba a Maya por aquel secretismo, descartaba mi preocupación diciendo cosas como “Mamá está cansada” o “Mamá sigue llorando a Roque”. Se estableció una norma tácita: no mencionar a Roque o Leonel delante de “mamá”.

Y ahora, aquel misterioso Leonel estaba delante de mi puerta con sus hijas en el sur de California. ¿Cómo era posible? Para asegurarme, subí a buscar el sobre de las instantáneas que había tomado en Deià. Hoy me parece raro que necesitase una prueba de su identidad, porque, de hecho, se parecía al joven apuesto que montaba en motocicleta en una foto colgada por Claribel en su estudio.

Cuando abrí la puerta con la cadena puesta, le pasé las fotografías y le pedí que identificara a las personas que miraban a la cámara: el hombre enjuto y de cabello cano con un cigarrillo, la mujer con un vestido de noche que levantaba un copa y la joven (exbailarina) sentada muy erguida en su silla: mi gran amiga Maya, hija de la poeta. Había otras personas, que se reunían a menudo en la terraza del matrimonio por la tarde para beber, charlar y mirar la puesta de sol detrás del Teix, pero no esperaba que supiera quiénes eran.

—Esta es Claribel –dijo, golpeando con la punta del dedo en su cara–. Y este es su marido, Bud. ¿Y esta? –se le ablandó la voz–. Ha de ser Maya. Es Maya, ¿no?

—Entre, por favor, entre. Siento haberlo hecho esperar y lamento haber…

—No pasa nada. Me parece bien que te cercioraras. Hay que tener cuidado.

Las niñas miraban de un lado a otro con un poco de aprehensión. La casa debía de parecerles muy rara con sus paredes desnudas y tan vacía. La mesa de la cocina hacía las veces de escritorio. Usábamos un plato sopero de cenicero. Nuestros jilgueros revoloteaban por donde les daba la gana, aunque casi siempre se quedaban posados en sus perchas, cerca de los cuencos llenos de mijo. Al lado de la casa había un pequeño huerto de hierbas y hortalizas. Mi amiga y coinquilina, Barbara, se había ocupado de los cultivos todo el verano mientras yo estaba en España. Los conejitos eran los vástagos de unos conejos de pascua que me habían regalado unos alumnos: dos hembras y un macho, dio la casualidad. ¿Qué se suponía que debíamos hacer con ellos? Esa mañana vivían en nuestra conejera y jardín veintitrés de estos animalitos.

Los únicos muebles eran la mesa de la cocina y sus cuatro sillas con respaldo en escalera, dos colchones en el suelo de los dormitorios de arriba y una cama de una plaza, que se usaba como sofá en el salón. En un rincón del mismo salón, un caballo rojo de papel maché, de un metro veinte de alto, se levantaba en dos patas. Tenía flores en la grupa. Leonel se detuvo al verlo, como sorprendido.

—¿Desde cuándo lo tenés? –preguntó, riendo y sacudiendo la cabeza.

—No lo sé. Una amiga lo encontró en un cubo de basura en la calle. ¿Por?

—Por preguntar. Pero es tuyo, ¿no? ¿Es tu caballo?

Nos habíamos acercado a la cocina, que también debía de parecer extraña, sin nada en las encimeras, ni el menor rastro de que alguna vez se preparase en ella comida. Las niñas no se alejaban de su padre, y ocultaban la cara detrás de su camisa, pero poco a poco empezaron a lanzarme miradas.

—¿Os gustan los conejos? –pregunté en español, recordando la palabra para el animal–. Están en su madriguera, en el jardín: ¿queréis ir a verlos? Hay dos mamás y las crías tienen dos meses. Podéis jugar con ellas.

Leonel se agachó para oír algo que le susurraron al oído y les indicó con la cabeza que podían salir.

—¿Tenés café? Llevo tres días manejando. Estoy muerto. ¿Y podrías quitar estas cosas de la mesa? Necesito mostrarte algo. Tenemos trabajo que hacer.

¿Trabajo? Recuerdo haber pensado: ¿Qué trabajo? Pero él ya estaba apartando mis papeles y sacando cosas de su bolso de lana decorado con guardas de símbolos y animales, entre los cuales había un jaguar con la boca abierta, listo para saltar.

*    *    *

Cubrió la mesa con papel blanco de carnicería, que cortó de un rollo que traía y que fijó con cinta adhesiva en los lados, y en el centro colocó unos pocos objetos sacados de nuestros armarios: saleros y pimenteros, un vaso para chupitos, un cuchillo y libros de cerillas, a los que sumó cosas sacadas de un segundo bolso más pequeño: un acorazado en miniatura de la Segunda Guerra Mundial, una navaja del ejército suizo, fósforos de madera y una bolsa de tabaco de los Balcanes. Luego puso un paquete de mis cigarrillos entre todo eso.

—Estos cigarrillos son un cuartel militar. Sentate. –Y luego–: ¿Cuánto sabes de dictaduras militares?

Nada de charla preliminar, nada de: “¿Cómo está Claribel?”. Solo: “¿Cuánto sabes?”. Me costaba leer en ese hombre.

Inclinado sobre el papel, empezó a dibujar un mapa de su país, casi sin mirar, trazando de memoria una raya continua de tinta con la pluma, que iba desde la frontera con Guatemala hasta el Golfo de Fonseca y subía hacia Honduras, marcando los picos volcánicos y cadenas montañosas de El Salvador con una serie de corchetes.

—Nada –contesté–. No sé nada sobre dictaduras.

Él se había acodado en el mapa, con las manos juntas contra la boca. Me vi reflejada en sus gafas, dos veces, y las risas de las niñas se colaron por las cortinas de la cocina.

—Muy bien –dijo–. Al menos sabés que no sabés nada.

Estuvo a punto de añadir algo, pero se detuvo y cogió su pipa apagada. El pelo le caía sobre la frente y contra el cuello de la camisa a cuadros que, supe más tarde, había sido tejida en las montañas de Guatemala. También me enteraría de que su reloj caro era un Rolex: lo llevaba porque, según decía, “un reloj así transmite cierto mensaje”, aunque nunca me aclaró cuál. Tal vez por el mismo motivo escribía con una pluma fuente, la primera Montblanc que vi en mi vida, con punta de oro y plata. Me dio ganas de pedirle que me dejara probarla, pero no me atreví. Entretanto, hizo unas ilustraciones con un juego de rotuladores de dibujo especiales.

—Bueno. ¿Cómo andás de historia? –Y luego, sin esperar mi respuesta, dijo–: Mirá, pronto habrá una guerra en El Salvador. Comenzará dentro de tres años, cinco, como mucho. Puede que se cobre miles de vidas, quizá cientos de miles.

—¿Cómo lo sabe?

—Primero hablemos de tu país. Por fin un presidente de los Estados Unidos ha implantado una política de derechos humanos en su Departamento de Estado. Estoy tratando de descubrir qué quiere decir.

—¿Cómo? ¿Qué quiere decir qué?

—La supuesta política de derechos humanos. Vamos a ver. ¿Por qué vine? Maya me escribió hace unos meses y me mandó tu libro de poemas. Me lo dedicaste con “saludos cordiales”.

Sacó de su bolso tejido un ejemplar manoseado de mi libro y lo puso encima de la mesa.

—¿Cómo creés que supe quién eras cuando abriste la puerta? En la foto de la solapa saliste calcada, dicho sea de paso.

—Yo creo que no.
En la portadilla, Maya había añadido: Para Leonel, que entenderá por qué le estoy enviando esto, con mucho amor, Maya.*

—Así que he venido por esto. Por tu libro de poemas y por la carta de Maya. Me habló mucho de vos.

No le dije que Maya también me había hablado de él. Una vez, en uno de nuestros paseos por la playa, con los vaqueros remangados hasta las pantorrillas, me había contado que su tío Lionel le había cedido parte de su tierra a los campesinos, aunque cómo saberlo. Y se decía que dormía en el suelo abrazado a su motocicleta, ¿podía yo imaginarlo? Mientras ella hablaba, las puntillas de las olas pasaban en susurros sobre las piedras y los playeritos corrían sobre el espejo de agua. Los chillidos de las gaviotas hendían el aire sobre los lechos de algas moribundas y, sin apenas aletear, se dejaban llevar mar adentro.

—¿Vino conduciendo desde El Salvador?
—Sí, así es. Más de cuatro mil kilómetros. Quería hablar con vos.

—Pero es lejísimos. ¿Y qué pasaba si yo no estaba? A veces salgo de viaje, ¿sabe?
—Bueno, decidí correr el riesgo. Y puede que sea mi última oportunidad de estar con mis hijas, quizá por un buen tiempo, así que las traje en este… viaje de campamento.

Había dejado escapar el momento de preguntarle de pasada qué le había contado Maya de mí, pero quizá se repitiera.

—Tiene unas hijas preciosas –dije, y me levanté para apagar la tetera eléctrica, que pitaba–. ¿De qué quería hablarme?

—De lo que te estaba diciendo. Entre otras cosas, quiero hablarte de un estadounidense muerto.

Así decía las cosas: soltaba la frase “estadounidense muerto” y se negaba a elaborar, como quien agita apenas un sedal, dejando la carnada a la deriva en la superficie.

—¿Cuál estadounidense muerto? ¿A qué se refiere?

Se levantó para caminar por la cocina, con las manos metidas en los bolsillos de sus pantalones caquis, girando al final de cada oración para volver unos metros hacia el otro lado, como atado a un poste.

—Muy bien. A lo mejor tendría que empezar por el principio.

—¿Por qué no me dice a qué ha venido? No me parece que sea por la poesía.

Volvió a sentarse, siguió estudiando su mapa dibujado a mano, cogió un rotulador y empezó en un tono un poco fatigado.

—En El Salvador soy cafetalero. Mi finca es pequeña, pero produce granos de gran calidad. También soy inventor, podría decirse, y crítico social y pintor, aunque ya no tengo tiempo para pintar.

En el mapa habían aparecido arbolitos de café en miniatura, dibujados mientras hablaba.

—¿Y motociclista de carreras? ¿Y campeón de tiro al blanco?

Maya también me había contado que Leonel había asistido a la escuela un tiempo en alguna parte de los Estados Unidos, en una academia militar, según tenía entendido, y que había sido campeón mundial de tiro al blanco y motociclista de carreras. En su casa tenía una pared llena de trofeos, decía Maya, y en una competición había ganado un fusil de asalto AK-47 hecho a mano, con una dedicatoria enchapada en oro. A ella le parecía apuesto e inteligente, aunque también “demasiado misterioso para la mayoría de la gente”.

Mi descripción pareció gustarle y exasperarlo a partes iguales.

Era cierto que Maya me había contado esas cosas y su padre había entrado en más detalle.

—Según se cuenta, es posible que esté con la guerrilla –aclaró Bud una noche que charlábamos en la terraza oscura bajo las estrellas–. Posible*. –Luego, dándole una buena calada a uno de sus muchos cigarrillos–: También es posible que esté con la CIA.

Bajo la luz que emanaba de sus dedos, en ese momento su cara se veía nítidamente, con la mandíbula apretada y los ojos entrecerrados, y luego oí que Claribel inspiraba hondo y le lanzaba a su marido su nombre como quien arroja una piedra sobre el muro de un balcón.

—¡Bud!
—Me ha preguntado –dijo él–. Yo le contesto.
Leonel soltó un suspiro y contestó en voz baja:
—Ya no corro carreras de motocicletas. Me dedico a otras cosas.

—¿Y?
—Bueno, eso.

—¿Y a qué ha venido?

—Ya te lo dije: porque sos poeta. –Se puso tieso en su silla–. En fin, estamos perdiendo el tiempo. Mirá*, tengo tres días antes de volver. Tres días. Y mucho de qué hablar.

Empezó a hacer marcas en el papel, parecidas a pájaros dibujados por un niño, y con pocos trazos evocó un bergantín con las velas desplegadas, mientras unos cuantos barcos más pequeños se perdían en el borde del papel.

—Querías que empezara por el principio –dijo, dejando caer la pluma entre los barcos–. Este es el principio.

Miré su dibujo:
—¿Piratas?
Creyó que había hecho un chiste a propósito.
—Podría pensarse, pero no. Quería dibujar los galeones de los conquistadores españoles. ¿Ves? Los bergantines tenían remos y velas, pero un galeón navegaba solo a vela. Un bergantín tenía dos mástiles. Un galeón, como ves, tres o cuatro.

—Señor Gómez…

—Leonel. Podés tutearme. Un bergantín era mucho más maniobrable. Pero estaba por hablarte de Pedro de Alvarado. ¿Sabés quién era?

Y sin esperar mi respuesta, que habría sido un no, se despachó por cerca de una hora sobre Alvarado, enviado por Cortés a conquistar Centroamérica y apodado por los indios El sol, no porque lo considerasen un dios, como creyó Alvarado, que era pelirrojo, sino porque su cabeza les parecía estar en llamas.

—Los trató de manera atroz –dijo Leonel–, e hizo todas las cosas que cabe esperar: los mandó desollar vivos y los coció clavados en palos.

La niñas habían entrado con los conejitos esponjosos en la mano y volvieron a susurrarle algo a su padre, que se rio y negó con la cabeza. Puede que después les dijera que fuesen a jugar, porque los conejos quedaron sueltos en el suelo de la cocina, y la niñas se pusieron a perseguirlos a cuatro patas por toda la casa, subiendo incluso las escaleras alfombradas hasta los dos cuartos.

En el mapa aparecieron flechas indicando la ruta que habían tomado los soldados de Alvarado tierra adentro. Más tarde descubrí que a Leonel le interesaban mucho las cuestiones de historia militar, logística, armamento, estrategia y táctica, empezando por las operaciones de los arqueros, honderos y hoplitas del mundo antiguo, así como sus infanterías ligeras y arqueros montados a caballo, y continuando con las rutas de suministros, inteligencia militar y retiradas fingidas de Genghis Kahn. En el bolso tejido con el dibujo del jaguar rampante llevaba un ejemplar manoseado de El arte de la guerra, de Sun Tzu; Sobre la guerra, de Carl von Clausewitz, y El príncipe, de Maquiavelo; todos casi hechos pedazos y sujetos con una goma, con notas en los márgenes en la caligrafía más pequeña que yo había visto. En ese bolso, al parecer sin fondo, también llevaba una transcripción de las vistas del Congreso de Estados Unidos y otros “documentos”, como los llamaba; pero primero me pintó un retrato fantasioso de América antes de la conquista, y en especial del istmo que conectaba el norte y el sur del continente: un mundo iluminado por las estrellas, cuya historia comenzaba, de acuerdo con la cuenta larga de los mayas, el 11 de agosto de 3114 a. e. c.

Empezó por los mayas pipiles, según los llamaba, artistas agrícolas de la milpa, descendientes de astrónomos y poetas huidos de sus antiguas ciudades después de alguna catástrofe, quizá relacionada con la sequía. O el canibalismo. De noche, dijo, la única luz que había en ese mundo era la del fuego, y ese pueblo había elaborado un mapa de las estrellas, incluidas algunas galaxias muy alejadas de la nuestra, sin telescopios.

Le pregunté por qué me contaba esas cosas.

—Pensé que te interesaría la historia del comienzo, siendo poeta. Sin duda a los poetas les interesan esas cosas. Pero podemos empezar por otra parte, donde más te guste –dijo, sacando más papeles y panfletos de su boso y apilándolos sobre la mesa–. Comencemos por dos sacerdotes muertos y algunas monjas deportadas, o por los trescientos campesinos asesinados. Aquí tengo unas actas del subcomité de tu propio Congreso, dedicado a las relaciones interamericanas. Leelas. Te he subrayado los pasajes pertinentes. Cuando terminés podemos hablar del estadounidense muerto.

¿Estaba enfadado? ¿Qué había hecho yo para ponerlo así? Pero al mismo tiempo parecía tranquilo, con la voz firme, directo.

Podría haber estado hablándome de investigaciones científicas o de la historia de los godos y los visigodos.

—Leonel, disculpa, pero dices que has venido porque soy poeta. ¿Qué tiene esto que ver con la poesía?

—A lo mejor nada. Todavía no lo sé. Es lo que intento averiguar. Pero primero vamos a comer. Me muero de hambre. ¿Conocés algún lugar que sirva buenas hamburguesas?

—¡Hamburguesas! ¿Eso quieres?
—Sí, hamburguesas y también helado.
El agua del Pacífico parecía plata martillada en el mediodía sin nubes cuando pusimos rumbo hacia el norte en la Hiace, con las niñas detrás, con todas las ventanillas bajadas, y música de sicus a todo volumen en el salpicadero. Haríamos ese trayecto varias veces los tres días siguientes, alejándonos un poco de la costa por la carretera del norte, y en cada ocasión yo entraba al restaurante con su dinero y el pedido: hamburguesas y Coca Cola, siempre igual. A excepción de esos viajes y otros similares para comprar lo que él llamaba “suministros”, no hicimos más que hablar sentados a la mesa de la cocina o, mejor dicho, él hablaba mientras yo escuchaba y fumaba. Cuando caía la noche, yo les preparaba un baño a las niñas y él las arropaba en la cama de mi coinquilina, que no estaba. Pasada la medianoche, cuando ya no podía escuchar ni pensar más, subía a mi habitación y cerraba la puerta. Él decía que se arreglaba solo, y la casa quedaba en silencio.

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Así arranca el libro Lo que han oído es cierto. Testimonio y resistencia, que acaba de publicar la editorial Capitán Swing, con traducción de Martín Schifino, con la colaboración de María Luz Nóchez.

Perfil de Carolyn Forché en la Poetry Foundation.

Vídeo de la autora hablando sobre el libro.

Carolyn Forché. Foto: Harry Mattison

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[1] En español en el original, como todas las palabras y frases en itálicas que en adelante se indican con un asterisco. (N. del T.)

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