Reseña de «Intervalo», de Ricardo Virtanen
Por Álvaro Hernando.
Intervalo, un episodio poético en cuatro actos.
Intervalo, de Ricardo Virtanen, se acabó de imprimir el 22 de febrero de 2019, octogésimo aniversario del fallecimiento del poeta Antonio Machado. Esta publicación, llevada al papel por la cántabra Libros del aire, fue elegida por unanimidad como merecedora del Premio de Poesía José Luis Hidalgo 2018, otorgado por el ayuntamiento de Torrelavega.
Cuando se lee Intervalo va invadiéndole a uno la sensación de ser un voyeur de la fatalidad, un observador del tránsito ajeno por uno de esos lentos y letales accidentes emocionales, de los que a cualquiera nos espera al girar la próxima esquina.
Dice Virtanen que en su obra es una rareza el poema largo. El autor, al menos hasta ahora, suele apostar por la extrema economía del lenguaje y las estructuras propias del aforismo y del haiku. No es así en este poemario, compuesto por cuatro series de doce poemas, de longitud muy superior a la habitual en sus composiciones. A pesar de este hecho, la versatilidad del autor, quien ha trabajado también en la arena del ensayo, del diario y en la de la edición, es una razón más para comprender que este tipo de poemas no son ni un experimento, ni una excepción inaudita. De los 48 poemas hay tan sólo cuatro (extraordinarios) poemas cortos, tan breves como afilados, que sirven para perder el aliento, más que para recuperarlo. La composición geométrica del poemario no es casualidad. No, al menos, en su resultado, aunque el autor haya mostrado en público la preocupación que le supuso el categorizarlos y ordenar los textos que componen un bello fractal. Es un poemario firme, intenso y cercano.
Los doce primeros poemas tienen en común el encuentro con la decepción desde el instante en que se es consciente de la misma, parece que mucho tiempo después de abrirse la herida que rae. Es como si con un dolor sosegado en la distancia, que aparece en un verano que deja paso al otoño, llegara también la reflexión incontenible de un estoico.
En este sentido me parece especialmente significativo la conclusión del poema “Extravío”: “Observo el cielo./ Se han encendido las luces del parque. / No hay prisa. / Nunca hay prisa en las manos vacías del que espera.”
Intervalo nace, en palabras del propio autor, de una noche de insomnio repetida en sucesivas estaciones, de un amor corrompido por el acero del tiempo, de una luz que gotea, lenta, hasta formar una sombra suave, delicada, indecente, nociva, que es una vida irrecuperable. Un amor que se desvanece como las nubes grises del tiempo, pero que es iluminado por el surgimiento de un nuevo temblor: ese amor que nace siempre con la vocación de la luz que nos ilumina, de la sombra que nos acoge, del esplendor que dura un instante infinito. Así en otro poema del primero de los bloques, “Profundidad”: “Las plumas del recuerdo / encogen en la luz, / pero se hacen visibles a mi tacto”.
En la segunda de las partes nos llevan los poemas por un camino elaborado a partir de la experimentación de la pérdida, del quebranto, el sufrimiento inocente y que, por momentos, es hasta cándido. La perplejidad ante el vacío: “Yo, siempre la ecuación irrepetible / sobre la hierba / que desconoce ahora mi lamento” (“Frágil”). En los diálogos consigo mismo y con su parte ausente, con la pérdida, el autor no muestra rencor. Muestra aceptación y una extrema fragilidad. El repaso del instante nos lleva a la inflexión, a la muralla vencida (o rendida): “Un personaje huérfano, mi voz. / Un pensamiento que agoniza / después de tantos siglos” (“Precinto”). En algunos momentos, ante la sencillez de la explosión, uno decide apartar la mirada, como quien ha estado en la misma frontera o sabe que, en algún momento, podría llegar a estarlo.
En el bloque Tercero, los poemas giran en torno a la nueva situación. El nuevo yo frente a un nosotros que es ahora otro nosotros menos transitado. Hay dos elementos que surgen sobre otros aquí. Por un lado la presencia serena del misterio de la conciencia superviviente, enfrentada a la dulzura del recuerdo. Como en el poema “Grafiti”: “El sueño me abandona / entre las felices cerezas / del pensamiento”. Por otro lado, la existencia en sí, en ese preciso instante, en toda su plenitud y vaciedad: “El tiempo se sujeta / en equilibrio limpio, saltimbanqui / sobre una pértiga de acero audaz” (“Secreto”). Entonces, se desarrolla ese Intervalo, casi como una imagen mística para el devoto, que acoge las dos partes por igual, las sume dentro de una mandorla que acoge todos los tiempos posibles: el pasado anciano, el presente, siempre variable, el futuro imprevisible.
La vida es, para el autor, una herida que surge de la luz de la experiencia. El amor es la savia que brota a cada instante hasta el desvanecimiento. Las cenizas de un amor extinguido duran una eternidad. Yo añadiría que eso de amor extinguido es un ser tan mitológico como lo son unicornio o el rayo verde, dos improbables cuya existencia se hace especialmente demostrable cuando uno cierra los ojos. El amor permanece, aunque sea en forma de sombra que aletea hasta marchitar el presente.
Y entramos en el bloque Cuarto como si se coincidiera con el fin de una vuelta del poeta alrededor del Sol, lejos y en el mismo momento del comienzo de esta travesía. De nuevo en primavera, de nuevo la vida irrumpiendo por las venas, de nuevo la ruptura que la belleza oculta y que consume lo que hubo de haber quedado en el invierno, pero sobrevivió. Los matices se muestran entonces voces que acompañan hasta el final del poemario. Así ocurre con el último de los poemas breves, “Detonación”: “Un telón hueco: / una idea que se baraja / hasta ser mi perfil”.
Coincido con el autor en la idea de que el esplendor de un amor que nace reciente dura una eternidad. Dura el pasado que no fue y el futuro que, acaso, ya no sea.
Cierra el libro un poema de los que el escritor madrileño llama largos. A mí me parece que tiene la dimensión apropiada, conteniendo a la perfección el intervalo, el instante y los momentos restantes del poemario:
ANTIELEGÍA
El mar amaneció con tos extraña.
Vine para tocarlo con mis manos
y despedirme para siempre
de lo que alumbra su belleza mínima.
Mirado así, en calma,
no parece más que una tablet
con la que comenzar a navegar.
Es extraña la sensación.
Como encerrar la vida en cien palabras.
Por la calle de enfrente, la ciudad
se encoge -literalmente- hacia dentro.
Allá duermen sus ojos
el sueño frágil de campanas rotas.
No hay elegía.
Toda pérdida alumbra
una exquisita y nueva realidad.
La poesía que Ricardo Virtanen comparte en Intervalo no tiene que ver, a pesar de lo dicho, con el recuerdo, como pudiera entenderse, sino con el eterno instante, con impresiones de ese instante.