D’A 2020 (VIII) – Un blanco, blanco día: El “everlasting love” en su vertiente más salvaje
Por Fernando Solla.
El D’A Film Festival apuesta fuerte con la que a estas alturas ya es película ganadora. Un blanco, blanco día (Hlynur Pálmason, 2019) consigue el premio Talents y se sitúa por méritos propios como una de las mejores y más impactantes propuestas de esta edición. Un giro doloroso y bestial hacia el “everlasting love” en el que la venganza también aparece como núcleo cinético del luto y la pena. Un imponente Ingvar Sigurðsson convierte su interpretación en antorcha que lidera los momentos álgidos del año cinematográfico.
¿Cómo enfocar dos tipos de amor distintos de un modo insospechado, impactante y capaz? Pálmason nos habla de la relación entre un hombre y su nieta (de su pureza e incondicionalidad a pesar de todo, sea ese todo lo que sea) y lo yuxtapone con el que se siente hacia la esposa o cónyuge, en este caso desde la viudedad más o menos reciente. Sobretodo centrándose en la fina línea que separa el amor del odio para estos dos casos que se complementan e infiltran el uno en el otro. ¿Cómo lo hace?
Para empezar, confía en un intérprete con el que se entiende a la perfección, tal y como vimos en el corto En maler (2013), y en su propia hija, la sorprendente y jovencísima Ída Mekkín Hlynsdóttir (Salka, en la película). Además, lleva mucho más allá algo que ya insinuó en la infravalorada Vinterbrødre (a.k.a. Winter Brothers, 2017). En una remota ciudad islandesa, un jefe de policía fuera de servicio comienza a sospechar que un vecino tuvo una aventura con su difunta esposa. Gradualmente, su obsesión se acumula y aumenta hasta ponerse en peligro a sí mismo y a sus seres queridos, especialmente a la pequeña de la familia. No esperemos una historia de superación a lo Ernest Shackleton, por lo menos no hacia esa simbología que se le atribuye o a ese culto como ejemplo de liderazgo que desde hace un tiempo se le rinde en algunos ámbitos.
Exploración y continuidad. Temática y en el desarrollo de personaje(s). La odisea laboral vivida por dos hermanos (los del filme de 2017) mutará aquí en algo mucho más íntimo y silencioso, aunque se mantendrán las (nuevas) rutinas y hábitos. Como entonces, la violencia estallará aunque a nivel individuo-comunidad de un modo que obviamente no desvelaremos aquí y que resulta más cercano a la vida solitaria y aislada del protagonista. Algo que resulta similar a la del pintor del corto citado (2013). El pintor será aquí un policía retirado y poco ubicado en su nueva cotidianidad. En este caso, no podremos decir que los descendientes se interpongan en el camino del protagonista aunque sí que veremos un importante salto generacional afectivo y también esa sensación de abandono y extravío que le embarga fuera de la búsqueda de la “verdad”. Un estado que ni la construcción-reforma de su casa o el aliento y cuidado de su nieta podrán esconder aunque se refuercen los cimientos y la importancia del vínculo.
La fotografía de Maria von Hausswolff adquiere especial relevancia, algo más que evidente tras los dos magníficos minutos iniciales. No hay una secuenciación demasiado marcada (interesante y adecuada la labor de Julius Krebs Damsbo en el montaje), ya que el gran peso recae en la interpretación de la pareja protagonista. En mitad de todo el trastorno, el paisaje islandés se filma de un modo acorde a la (in)capacidad mudable de apertura hacia el mundo exterior de Ingimundur. Lo mismo sucede con las casas y sus exteriores, siempre captadas desde una distancia concreta, especialmente en un primer tramo donde veremos el hogar en construcción desde la lejanía y un punto fijo. El mismo en distintos momentos del año y por corte. Día, noche, lluvia, nieve, tormenta… Cambios en un mismo paisaje sin saber exactamente si ha pasado un mes o un año, pero, ¿y para él? Muy interesante la asociación entre el exterior e interior físico y mental a partir de las imágenes (todos los coches que se acercan serán filmados a través del ojo de buey de la puerta de entrada, por ejemplo).
Los elementos naturales están captados de modo acorde al impacto más o menos tangible hacia o contra el protagonista. Véase la niebla o los pedazos de roca que se interponen en su camino (magnífico cómo se registra el lanzamiento y caída del peñasco hasta su hundimiento). La carga alegórica embrutecida consigue, sin embargo, una belleza más cercana a la compasión que a la complacencia visual. Destacables también los distintos modos “espontáneos” de fragmentar la pantalla, ya sea con las juntas o marcos de una ventana o las dimensiones de los distintos formatos de pantalla con los que interactuaremos protagonista y espectadores durante el largometraje (cárceles auto-generadas por el entorno para mostrar el desarrollo de la obsesión y del encerramiento en uno mismo, así como el matiz opresivo y asfixiante). El aislamiento por diámetro en pantalla.
El guión de Pálmason desarrolla de un modo (no siempre discursivo) las noción de soledad a través del personaje del psicólogo. Tanto que durante el primer tramo parecerá recurrir a cierto didactismo, aunque como todo tendrá su reverso y validación posterior. “¿Quién eres?” se le preguntará al personaje principal. A lo que él responderá (por este orden): “Soy Ingimundur, hombre, padre, abuelo, policía, viudo” (…). “¿Qué quieres?”… La película se centrará en esa búsqueda a partir de las dos vertientes amorosas explicitadas más arriba y, por supuesto, del argumento. Se introduce muy bien la idea de autoridad y la dificultad del ex-policía para relacionarse con el mundo fuera del formato pregunta/interrogatorio. También, el enfoque del efecto de extrañamiento y distanciamiento que provoca en el lector o espectador de ficción una trama similar a la vivida en primera persona.
Se demuestra mano maestra para plasmar los antecedentes del conflicto. Solo una mente hipersensible y observadora es capaz de organizar una explicación basada en los recuerdos evocados por objetos. Libros leídos en el pasado con tramas criminales, puntos de libro que bien podrían ser listas de compra y que ordenadas por fecha permiten también organizar y reordenar fotografías, más o menos veladas en alguna de sus partes, que nos llevarán a anotaciones para buscar el nombre que necesitamos en una guía telefónica… Y a partir de ahí, modificación de nuestra actitud con los que hasta ayer eran compañeros o vecinos. Todas las relaciones/rivalidades están inducidas con sutilidad. Realmente un trabajo sobresaliente que todavía tiene tiempo para superarse a sí mismo cuando nos muestra una cronología de recuerdos (y el efecto que provoca su re-descubrimiento) a través de la evolución de los distintos soportes domésticos de registrar/filmar la realidad y por tanto configurar nuestros futuros recuerdos. De nuevo, velados en la memoria y ocupados por una niebla más o menos espesa y blanca por la que deberemos transitar y cruzar. Esa es la verdadera finalidad de la película.
Dicho esto, uno de los aspectos más excitantes del filme es cómo se instigan los hechos y el desarrollo de los mismos en paralelo al (des)bloqueo del protagonista, uno de los mayores triunfos también “en paralelo” del Pálmason guionista-director. La opción de continuar el itinerario como thriller existencialista es arriesgada, incluso inverosímil si acotamos los géneros siguiendo los criterios marcados por el hábito y la costumbre. En manos del autor, y en brazos del inmenso Sigurðsson, todo adquiere una nueva dimensión, que no es otra que la del personaje. Un actor que consigue que le acompañemos incluso en los momentos más oscuros y atravesemos con él las situaciones (extrínsecas e intrínsecas) más incómodas y perturbadoras. La consolidación icónica de un nuevo modelo de abuelo cinematográfico. Su Ingimundur se convierte en un personaje-ejemplo (dentro de un oscuro y sinuoso cuento) al que alcanzar como meta por muchos y diferentes motivos pero también al que volver en momentos de necesidad. Mención para la música compuesta por Edmund Finnis, prácticamente imperceptible pero siempre adecuada y más que sincronizada con toda la carga dramática del filme y de la interpretación.
No podemos continuar sin detenernos de nuevo en la elocuencia de la mirada del actor islandés. Una aparente impasibilidad que poco a poco irá mostrando toda la gravedad del asunto, incluso al ogro-monstruo que también habita su interior de un modo desgarrador y.que siempre tendrá en cuenta al personaje, ya que no percibiremos artificio en ningún momento. Junto a su nieta en la ficción dibujan una relación a través de las actitudes escritas por el guión. Cómo él busca siempre situarse en un terreno cercano al de ella, imprimiendo la voluntad de cuidar y enseñar para cuando ella se encuentre en la misma situación. Cómo ella le pide perdón por pensamientos negativos, mostrando el desarrollo infantil del sentimiento de culpabilidad/fidelidad… Juntos consiguen que, como espectadores, adoptemos el punto de vista de ambos, algo que resulta francamente enriquecedor. Una complicidad transversal e inaudita que no entiende de edades (el que haya visto lo que consigue lo jovencísima actriz en el último tramo comprenderá a lo que nos referimos aquí). También la confrontación con el resto de personajes (brutal el momento respuesta-silenciosa de cada personaje, uno a uno, mirando a cámara sin decir nada).
Todo lo expuesto hasta aquí sitúa Un blanco, blanco día como “ese” momento que siempre llega con el D’A Film Festival y que se convierte en capital dentro de nuestra experiencia como espectador cinematográfico. El triunfo de la novena edición va para Islandia.