Reseña “A salvo”, de Manuel Moya
Por Ana Isabel Alvea Sánchez.
A SALVO. DE LA PLENITUD DEL AMOR Y SU ESTELA: ALQUIMIA.
Al leer el poemario A salvo, de Manuel Moya, Premio de la XX Bienal de Poesía “Provincia de León” 2014, aprecias la genialidad de su escritura, la estética del lenguaje, la belleza de la vida y del amor –pletórica de naturaleza–; aunque aclame una luz que, en apariencia, se extingue, pero no, continúa sosteniendo los pilares de la vida y de la casa.
El jurado valoró en él “la presencia de una naturaleza interiorizada que al autor le sirve como identificación con sus sentimientos y para poetizar una plenitud amorosa y vital, con un ritmo fluido y musical, intenso y emocionado.”
Este libro poco tiene que ver con los restantes suyos, demostrando este escritor una versatilidad y variedad, formal y temática, asombrosa.
La cita del poema “El infinito”, del poeta romántico italiano Leopardi, a modo de epígrafe, nos ilustra sobre su modo de percibir y sentir la naturaleza, al igual que su pálpito: infinito y ligado a todo, “una primavera infinita / germinaba en mis huesos”. Y el paisaje natural, omnipresente, espejo de todas las emociones; un eco, el uno del otro.
En este poemario amoroso, la voz poética –el amante o amado– entabla un diálogo con la amada, a veces, también con el lector, o bien consigo mismo a través del desdoblamiento. Y digo diálogo por el rasgo conversacional de sus versos. Un estilo que nos ofrece cercanía, intimidad, verosimilitud con un tono arrollador que provoca intensa emoción.
Vivo y expresivo su lenguaje lírico, cuyas enérgicas imágenes contienen toda la información –denotativa y connotativa, con el valor heurístico que ya nos decía Paul Ricoeur, ceñido a la metáfora y que nosotros extendemos a toda imagen–. Todo el poder de la imagen y el discurso para transmitirnos un plenario sentir.
Pero no solo leemos una desbordante historia de amor y la huella que deja, sino la onda y vibración que es y que nos provoca, la convulsión particular que supone. Y no somos los mismos en ese antes y después, pasamos por una transformación, como en la alquimia.
Hallamos luminosidad, humanidad, ternura, pasión, esperanza, fragilidad y vulnerabilidad, tristeza y fuerza, la determinación de salir y resistir la intemperie. Y parece que cuanto más se ejercita uno, más se hace a la lluvia, al viento, a los caminos truncados.
Poesía torrencial, caudal impetuoso de una cascada que ensalza la llama de los amantes “que prende en los huesos, / la luz que chisporrotea en los ojos”. Nos muestra un amor catártico, revelador del mundo, al igual que la poesía. Una pasión, como comprobamos en su poema “Visión”, que le hace renacer y sentirse conectado con el mundo, un mundo ayer ajeno, pero que, gracias a ella, cobra existencia para él, igual que él mismo cobra existencia por la amada. Y ese amor lo despierta y le abre los ojos y no se cansa de “mirar y de mirarte”.
En ese estado, todo lo que le rodea le ata y une a ella, como nos dice en su poema “Lo que me ata a ti”, en el que contrasta términos opuestos para llegar a la siguiente paradoja: esta atadura y unión le hace más libre y lo afianza en sí.
Dialoga igualmente con sus lecturas, en “Poema para Yeats”, una perífrasis del poema “¿Quién soñó que la belleza pasa como un sueño?”, fascinación y deseo; o bien con Donald Justice, o discute con Robert Frost.
Al igual que charla con otros autores, también lo hace con la pintura. En sus poemas “Retrato de mujer en el bar del Hospital” –de Schiele– o “Ante la chica de la ventanilla número nueve” – de Hopper– nos muestra una mujer que siente dolor, soledad, desaliento , mientras una voz la incita a escuchar la vibración del mundo, aunque “el mundo parece empeñado en desplomarse sobre el mundo”. Un intento de consolarla con poesía, sabiendo que no siempre conforta, pues a veces también muerde. A pesar de todo, “no hay un solo lugar sobre la tierra donde no amanezca / hoy, alguna vez”. Le ofrece aliento y esperanza.
Y lamenta el sujeto masculino. No hay luz sin sus sombras. Y aprende a llevar sus sombras y “a avanzar río arriba”. En el poema “A salvo” hay una lucha para evitar caer, busca en vano que algo lo salve, pero será suficiente librar esa propia batalla para estar en paz con uno. Advierte que mejor no caer en la autocompasión y que podemos hallar la luz dentro, como decía Epicteto, un pensador estoico que proclamaba que los hombres no se perturbaban por las cosas en sí, sino por la opinión que tenían de ellas; podíamos entonces decidir qué actitud tomar centrándonos en nuestro espacio interior.
Puede que el motivo de su aflicción fuera, como nos preludia la cita del poema Peces de Li Song Io, la brevedad de este esplendor, pues en cualquier momento puede acuciar la lluvia, siempre tan simbólica. Es firme su decisión de “no dejarse someter desde fuera”, será él quien decida dejarse llevar y aceptar la “lluvia azul”, esta asimilación de la situación logra serenarlo y, es más, “lo hizo ver”. Se amplía su comprensión de la realidad.
Sobre el vehemente ímpetu que empieza a nacer, el despertar del refulgente deseo –en la adolescencia, o en cualquier etapa posterior de nuestra vida– con su negro y nefasto desenlace, se refiere en su poema Las albercas: “… Y nosotros despertamos como el que va de romería / y se ve bruscamente debajo del caballo.”
Tras la marcha del amor, nos quedamos perdidos, sin rumbo, creemos que “con ella se va todo lo bueno”. No obstante, a pesar de su desorientación y soledad, al contemplar un paraje comprende que ha llegado a conocer el origen y el milagro: “dónde nacía el agua, / qué era el agua, / el milagro de los pájaros, absortos en el agua.”
Cuando la amada se marcha, reconoce que se le da mal olvidar, rememora los lugares que recorrieron juntos, revive aquella dicha, no puede evitar esperarla.
En este momento que sentimos que se derrumba el mundo sobre nosotros, y nosotros con él, y la realidad nos es adversa, es cuando se reafirma: nos enfrentamos a todo ello porque estamos vivos. No dejará por ello de doblar las esquinas: “… y no piensas quedarte quieto ahora, al final de esta esquina, / con los brazos y la vida cruzados sobre el pecho”. Seguirá buscando la luz, “porque es todo cuanto sigues esperando de quien eres.”
Y si el viento lo azota dentro, entonces se recluye en sí, empieza a echar troncos al fuego para que amaine. Aquí reaparece el pensamiento de Epicteto: qué podemos controlar, qué depende de nosotros y qué cosas no están en nuestra mano.
Y el cielo (“Altura”) para quien lo mira con inocencia, para el honesto, el que reparte vida y luz, el que escucha a los sin voz, el que se debate en la duda, el artista que hace vibrar el mundo y lo llena de sentido, el que se entrega, el que se rinde al amor, “el que perdona, el que al llegar a casa, secándose el sudor, exclama, / bien estuvo el día, lo he vivido.”
Al final de este refulgente camino nos encontramos las “Montañas verdes y cedros que doblen sus ramas hacia el suelo, / que brille la hierba en la ladera (y que tú brilles) / y que un perro vagabundo me sirva de compañía”. La naturaleza acogiéndonos, aportando armonía y equilibrio, desvelando esta historia para recordar.
Una lectura que enciende las farolas de la noche y nos reanima en tiempos sombríos, nos avisa del amor como vivencia fundadora, capaz de transformar el ser, impulso de nuestra existencia, cuya belleza y latido perdura en el tiempo; alienta a llevar nuestras sombras sin derrotismo, aprender de la lluvia, arraigarse en la esperanza, no desistir de nuestro empeño de vivir. Y todo, con la exquisitez del lenguaje.