Reseña de “Museo de la intemperie”, de Javier Gil Martín
Por Rafael Escobar Sánchez.
Un buen número de libros hermosos, lúcidos, aguardan, con esa discreción que es absolutamente coherente con su propia ética, al final de esta pesadilla para acoger a manos llenas la luz que merecen. Entre ellos, Museo de la intemperie, de Javi Gil debería ser uno de los que goce de una atención preferencial.
No puede el lector saltarse en modo alguno el prólogo de Viviana Paletta. Pocas veces he leído una introducción a un libro que resulte más pertinente. Precisamente por la compenetración absoluta con los poemas que logra caracterizar. Pocas palabras. Precisas, exactas y sencillas. Que un solo trazo sintetizan, al mismo tiempo, las costuras temáticas y estilísticas del poemario.
Paletta ya pone de manifiesto esa concepción de la poesía como cobijo ante el frío, el desamparo que es común pero que tantos llevan a una evidencia tan extrema como involuntaria. Cómo pueblan estas páginas seres frágiles y desamparados (lo mismo un ciego, un pájaro, un árbol y hasta un sapo asolado por esa orfandad que hoy es una grieta de todos) que crean miedo y fascinación, a un mismo tiempo, y que, especialmente, en los textos dedicados a sus hijos (Javi debe perder el pudor que le puede llevar a contemplarlos como escritos circunstanciales o de un ámbito pragmático doméstico: se cuentan entre los más logrados y emocionantes del conjunto, entre otras muchas razones porque revelan un pudor ante la inocencia, la vergüenza de quien, por imposición externa, se ve obligada a reglarla pese a la conciencia torturante de haberla asesinado en sí mismo), retratan el dolor como la primera identidad, más arraigada que cualquier “patria” del hombre y su manera más espontánea de participación en la vida.
Ese sufrimiento es inseparable de la afectividad y del hecho de que, aun de manera no premeditada, el poeta la convierta en una suerte de cosmovisión, en una cotidianidad que genera empatía y con ella raíz y sensación de pertenencia (“Trelew”) y hasta en una fe, en su fabulación como un escudo ilusorio que puede protegernos de la crueldad (“Aviso para los que se internan en el bosque”), pese a tanta conciencia lúcida sobre la inocencia maltratada (“Globos metálicos”).
Temas esenciales resultan también el amor, inseparable del canto a la memoria, asociado al vigor de los elementos naturales como fuerzas esenciales y permanentes (“Vine a quererte en donde el agua), en un tono espontáneo que remite a la lírica popular y, a la vez, la invierte en la reinvención de algunos de sus lugares comunes (la carne hímnica y no sombría que enciende su “Albada”). Y su reflexión metapoética (un término extraño para una poesía tan felizmente proporcionada, a salvo de la abstracción, como la de Javi), siempre amenazada por la confusión, o el aturdimiento o, al menos, la certeza de una superioridad de lo vivo sobre lo escrito que se resuelve sin dramatismo y entre la que hallamos una gozosa reformulación de la antítesis becqueriana entre poesía-esencia y poema-artificio (“Lugares”), una convicción en que el lenguaje es una materia viciada de por sí (aun sin necesidad de que el poeta la perturbe o deforme más) que solo puede redimirse en una mira inconsciente sobre sus huecos.
En lo estilístico, un riquísimo juego de prismas y perspectivas, a menudo “externas” y otras interiores por la solvencia con que se utiliza el monólogo en un texto fundamental como “Hospital de día”, aterrador en su visión del dolor como extrañeza o sensación de evanescencia que es la antesala más elocuente de la nada, como paradoja entre el confort material y el acecho del vacío) y un minimalismo en que, a menudo, el poema se aplica al chispazo deslumbrador de la sola imagen (“Triste cenáculo / el de las mariposas / en nuestro entierro”) o cierto juego de greguería que relativiza lugares comunes o alcanza el peso sentencioso de una máxima lapidaria (“En un mundo sin épica, la épica última es el dolor personal, que siempre acaba llegando”).
En fin, para quien escribe el mejor poemario de un autor que ya había demostrado que, aunque las expectativas sean siempre responsabilidad de quien las aguarda, a veces, parecen hasta legítimas. Asombra ver a poetas de mi generación, aún tan jóvenes, escribiendo ya tan bello, tan exacto, tan alejados ya de cualquier fatuidad retórica o intelectual como sabios prematuros. Cómo lo harán. Sin duda con lectura y trabajo. Pero añadiendo algo más de una pizca, de ese “no-sé-qué-que se alcanza por ventura”.
Primer territorio
niño come llorando
llora comiendo niño
en animal concierto
( Blanca Varela)
Labios que no has usado para besar,
pequeños pies con los que no has caminado todavía,
ojos con los que ves a solo un palmo de tu rostro,
manos que aún no sabes que son tuyas;
apenas solo
llanto, y hambre, y sueño
y alguna sonrisa furtiva;
pero ahora llega la vida,
hermoso Guille
y los besos vendrán, y tus pasos
y esos ojos verán al final del horizonte,
y sabrás de tus manos, y sabrás manejarlas,
pero no olvides, mi niño,
que llanto, hambre y sueño
fueron tu primer territorio.