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‘El viajante en Beijing’, de Arthur Miller

ANDRÉS G. MUGLIA.

El título que lleva este curioso libro del autor y dramaturgo americano, recuerda un poco a aquel otro de Julio Verne: Las tribulaciones de un chino en China. Mucho tiene de tribulación este texto escrito por Miller a modo de diario personal en ocasión de su viaje a China para la puesta en escena de la obra La muerte de un viajante, a la cual medios especializados nominaron como una de las diez mejores de la historia estadounidense. El viajante… es antes que nada un texto de un escritor notable, de una ironía brillante sin la necesidad de estar dando constantemente golpes de efecto (como el otro Miller), que narra una experiencia extraña y estimulante que el autor tiene el don de transmitir.

Antes de entrar en materia dos palabras sobre mi percepción del Arthur Miller personaje. Miller demostró a mediados de los años 50 que un intelectual más bien feo, larguirucho, desgarbado y anteojudo, podía lograr el milagro de casarse con la mujer más hermosa del mundo. Eso era Marilyn Monroe para los medios y la prensa mundial y, lo peor de todo, esta afirmación tenía mucho de verdad incontrastable. Miller estuvo cuatro años con Marilyn (no fue un arrebato de amantes o un capricho de la diva) y demostró con eso un cliché hollywoodense: dreams come true. Miles de nerds, intelectuales, artistas y feos de toda variedad, estamos agradecidos al bueno de Arthur que demostró que cosas tan imposibles como la que demuestra este retazo de su biografía, pueden suceder.

Volvamos a lo nuestro. El texto que Miller escribió en ocasión de su viaje a China es, ante todo, la acuarela vivaz de un choque cultural. Por la época en que el escritor viajó (mediados de los 80 del pasado siglo) China estaba muy lejos de ser la potencia mundial de hoy en día. Emergiendo apenas de la catastrófica Revolución Cultural impulsada Jiam Qing, esposa de Mao; el país que se reveló ante Miller, incluso con todas las prerrogativas de ser una estrella mundial y que se lo tratara como tal, mostraba según sus palabras una suerte de patchwork de épocas que convivían entre sí. La mayoría de este ensamble heterogéneo lo constituían muestras poco felices de géneros de pobreza que Miller no sospechaba, algunas arraigadas en costumbres que databan de la época del Medioevo occidental.

Lo primero que llama su atención es lo superficial: la gris y uniforme vestimenta del pueblo chino. Puede leerse una perplejidad análoga en muchos visitantes de países del Pacto de Varsovia por esos mismos años, quienes coinciden en el melancólico paisaje vestimentario en contraste, sobre todo, con el brillante colorido de los Estados Unidos.  Pero Miller no se queda en la superficie de las cosas, ejerce una crítica ácida hacia el consumismo del American Way of Life. Al respecto de un artista chino que había viajado a los Ángeles sin verse deslumbrado por la cultura americana, Miller apunta:

“Me dio la impresión de un intelectual entumecido ante la profunda brutalidad de la cultura pop estadounidense, la forma de pulverizar las cosas mediante sonidos musicales, palabras, colores, cuerpos danzantes, fragmentos de telas, y sazonarlo todo con hamburguesas y salsa de tomates”.

Demoledor. 

Rascada la superficie del asunto, aliviado del jet lag y aclimatado a su nuevo paisaje, Miller comienza a descubrir China con todas sus luces y sus sombras. Se solaza en largos paseos en bicicleta con su esposa Inge, disfruta de la insobornable y sutil hospitalidad china, de sus paisajes y sus tradiciones. Pero también se topa, a la hora del trabajo para adaptar su obra al público chino, con una tradición actoral basada en un paradigma diametralmente opuesto a la actuación occidental de la época, que se alejaba de la declamación y se acercaba al naturalismo del Actor´s Studio. La actuación teatral china no busca el naturalismo (al menos no lo buscaba en esa época) sino por el contrario: es un evento artificial y artificioso sin voluntad de representar la realidad o, cuando menos, una ficción plausible de ser real.

En este sentido Miller, que buscaba en su obra expresar ciertas características americanas bien definidas con cierta veracidad, se enfrenta a una troup de actores chinos que entendían que usar pelucas estrafalarias, pintar su cara con excesivo maquillaje para verse “pálidamente occidentales” y exagerar los gestos, eran buenos métodos para representar La muerte… ante el público de su país. A primera vista estas dificultades mueven a risa, pero contra lo que intenta luchar Miller no es solamente la tradición (por poderosa que sea) o los caprichos y tics de un grupo de actores, sino contra algo mucho más grande. Baste un ejemplo como muestra. Cualquier grupo de teatro occidental representa La muerte… en un tiempo aproximado de dos horas. Se sabe (lo sabe todo el que escriba teatro) en dramaturgia una cantidad de páginas es equivalente a una cantidad determinada de tiempo de representación. En ocasión de la primera lectura general de la obra, el elenco chino demoró cuatro horas en llevarla a cabo. La explicación no está en un defecto de los actores, sino en que los chinos tienen un hablar más pausado que los occidentales. De resultas de lo cual Miller no sólo tenía que cambiar costumbres actorales, sino culturales y ancestrales. Asombrosamente, fustigados sin descanso por el autor durante las semanas de ensayos, los actores lograron culminar la obra dentro de unos márgenes de tiempo razonables.

Otras dificultades ampliaban la brecha cultural que separa La muerte… del público chino. En China no existía ningún oficio parecido al del protagonista de la obra Willy Loman, viajante y vendedor de profesión. En todo el país no existía ni había existido un solo viajante de comercio. El fracaso evidente de Willy en su trabajo, la obsesión por el éxito que quiere transmitir a sus dos hijos, la vejez que lo condiciona cada vez más y lo acerca a la desesperanza; todo ello es incomprensible si no se entiende cuál es el trabajo del protagonista. Ni siquiera el actor que lo representaba era capaz de transmitir algo que no sabía que era. Ese mismo actor, buscando su personaje, llegó a un ensayo con la buena noticia de que existía en China un oficio, ya perdido, similar al del viajante; consistía en escoltar y proteger las antiguas caravanas que atravesaban las extensas tierras chinas. Ese apoyo le bastó para transmitir al público la desesperante encrucijada de Willy.

Superar desde pequeños traspiés hasta grandes contratiempos, como el que supuso la deficiente infraestructura técnica del teatro donde se representaría La muerte…, que no contaba con las mínimas condiciones en cuanto a la iluminación, fue tarea diaria de Miller y sus colaboradores chinos. Oficios centenarios y la sensibilidad de verdaderos artistas lograron milagros. En cierta escena, la iluminación debía dar la impresión de que los actores se hallan al aire libre. El iluminador jefe logró el efecto interponiendo al haz de luz plantillas que simulaban hojas de árboles en movimiento. Miller quedó asombrado por la sencillez y eficacia de la solución describiéndola como el mejor efecto para esa escena de todas las puestas que había dirigido. También se asombró de cómo, mediante técnicas como el cartón piedra o papier mache, los escenógrafos y artesanos eran capaces de representar verazmente casi cualquier objeto que se les solicitase, incluso muchos que jamás habían visto: una heladera de los años 40, un casco de Fútbol Americano, una valija muy usada y hasta una mesa con vajilla, platos y comida que una sola persona podía trasladar con la fuerza de una mano. 

Hay que hacer mención aparte a los apuntes sobre la dirección de actores y del teatro en general que Miller va dejando a lo largo de este diario. En ese sentido El viajante… es como asomarse al misterioso oficio de un alquimista encargado de lograr la amalgama impensable entre gente que finge un guión memorizado, un escenario que simula punto por punto ser el mundo real, y una cantidad de otra gente que sentada en su butaca suspende la incredulidad para creer que todo ese artificio es verdad y, lo más extraordinario, emocionarse contemplando esa farsa. Eso es el teatro. Y Miller y cada uno de sus comentarios son teatro en estado puro. 

Desde indicar a un actor que se mueva o haga algo mientras otro está diciendo un parlamento “para que su personaje no muera” en términos de la dinámica actoral, hasta señalar que los protagonistas no tenían suficiente energía para ciertos papeles exigentes como el de Willy y su hijo Biff y que se “desinflaban” después del segundo acto, pasando por detalles de cómo las luces daban los diversos ambientes de cada escena (hay luces optimistas, intimistas, que suponen un recuerdo, etc.), cada anotación de Miller es una lección de cómo se hace una obra teatral.

Un libro extraordinario, en el sentido de salir de lo ordinario. Un diario de viaje, un choque cultural con final feliz, textos de un escritor brillante que siempre encuentra algo en donde sacarle punta a su humor amargo e irónico:

“A las siete de esta mañana suena el teléfono, y la clara y firme voz de nuestra hija Rebecca nos explica que ella y su abuela están bien, pero que la mitad de nuestra casa de Connecticut ha ardido durante la noche… Una hora después, uno de los chicos adolescentes que hacen funcionar el hotel entra en nuestro cuarto y con placentera confianza, nos dice que le gustaría ayudar a trasladarnos. No tenemos idea adónde tenemos que ir, pero al parecer, nos han concedido una gran suite… Hoy hemos recibido toda clase de buenas noticias”.

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