D’A 2020 (III) – The Twentieth Century: El fetichismo demencial y bizarro del poder político
Por Fernando Solla.
El D’A Film Festival incluye en la sección Transicions la propuesta más marciana y rompedora de esta edición. The Twentieth Century (Matthew Rankin, 2019) nos invita a un festival de lo bizarro en el que la tolerancia de nuestras tragaderas está fervientemente convocada. Una sátira desfasadísimamente over the top y que ofrece dos experiencias algo distintas en función de nuestro conocimiento de la historia canadiense del siglo XX. Para evitar confusiones, nada que que ver con la aquí rebautizara como La comedia de la vida (20th Century, Howard Hawks, 1934).
- Por supuesto que lo dicho más arriba se mantiene con permiso de La reina de los lagartos (Burnin’ Percebes, 2019), vista en Un impulso colectivo. En el caso que nos ocupa, la ruptura con cualquier idea preestablecida sería lo más evidente del trabajo de Rankin, que nos desconcierta especialmente desde lo formal pero también en el contenido. Difícilmente recordaremos una aproximación más sangrante o satírica de la técnica de Ludovico desde La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971) o Perro Blanco (Samuel Fuller, 1982). Una terapia de aversión ficticia que aquí no se usará para aliviar la violencia en seres humanos o para crear perros asesinos sino para frenar los impulsos más fetichistas del que fuera el primer ministro de Canadá durante más de veintidós años. La asistencia mediante drogas será substituida por una suerte de fusión altamente calcificante con las técnicas del todopoderoso Doctor Kellogg que Alan Parker ilustró en El balneario de Battle Creek (1994).
- En aquellos títulos, el impacto visual de los cineastas se combinaba con los universos literarios que los precedieron. En este caso, Anthony Burgess y T. Coraghessan Boyle. Aquí nunca sabremos a qué atenernos y quizá esta incertidumbre sea la mejor predisposición para disfrutar del largometraje de un modo tanto o más cercano a las técnicas de relajación genital que se le infieren al protagonista. No deja de ser divertido contemplar al William Lyon Mackenzie King del filme, así como al resto de personajes como antagonistas imposibles de cualquiera de los citados anteriormente. A nivel interpretativo, el lanzamiento colectivo a esta piscina imposible es sin red y a por todas. Desde su protagonista Dan Beirne, para muchos familiar tras su participación en la segunda temporada de Fargo (Noah Hawley, 2015), hasta unos brutales Brent Skagford, Mikhaïl Ahooja, Trevor Anderson, Seán Cullen, Louis Negin o Kee Chan, por no citarlos a todos. Es muy importante para el resultado final de la película que los intérpretes demuestren un dominio tan rotundo de la sintetización de la idiosincrasia, tanto de lo autóctono como de la perversión temática y política. Esto les acercaría al espíritu de los Monty Python.
- A partir de aquí, podemos pasar por las filias y fobias más delirantes, onanistas, cromáticas y oníricas de John Waters y David Lynch, aunque la estética y diseño parecen más propios de Wes Anderson o del trabajo de Terry Gilliam ya en solitario. Quizás la proximidad (no solo geográfica) sea más hacia Guy Maddin por esta capacidad de situarnos en un tiempo y lugar cinematográficos que no hemos visto antes hasta crear un efecto extraño, cercano a un placer prohibido en un contexto más o menos canónico. El pulso de Rankin sobresale al poder aplicar este diseño para dar credibilidad a la locura de una historia que él convierte en completamente absurda. Ante nuestros ojos lo será, pero realmente se muestra un pedazo de Historia, con el político más longevo y probablemente incompetente que haya tenido el país a la cabeza. También para evidenciar lo incoherente (y peligroso) de algunos usos del poder y sus intereses comerciales, incluso de una mala interpretación del nacionalismo. Escenas como las del hospital para niños “defectuosos” o las partidas electorales que planean la abolición de la tuberculosis como estrategia para conseguir votos, así lo demuestran. La percepción de los espectadores también se modifica porque si bien nos intentaremos acercar a la vertiente política de un modo más intelectual y racional, esto será imposible y nos traicionaremos a nosotros mismos recurriendo a un enfoque mucho más intenso y dirigido hacia la atracción visual y ocurrente que promueve el filme de un modo completamente envolvente.
Nuestro autor no es ajeno a algunas referencias y problemáticas históricamente caldeadas en Canadá, como puede ser la oficialidad de la lengua inglesa o francesa en partes del territorio y las plasma con igual y punzante ironía. Una autoría que aquí es totalmente compartida con la alucinante y apoteósica dirección artística de Dany Boivin (entre la cartografía y la arquitectura) y, por extensión, con la fotografía de Vincent Biron, que hace un uso del color, la luz, los filtros y las texturas impresionante y más que adecuado. El diseño de vestuario de Patricia McNeil y el montaje, también de Rankin, permiten el divertido desdoblamiento de un mismo intérprete en varios personajes y la composición musical de Christophe Lamarche-Ledoux y Peter Venne propicia el rompimiento de la cánones genéricos más estandarizados. En global, demuestran tener un conocimiento amplísimo de los tropos del cine mudo y del tipo de narración teatralizada que el formato requería y al que este diseño obliga y cuyo ejemplo perfecto sería Metrópolis (Fritz Lang, 1927). En este caso, la fascinación por lo mecánico no se aplica al terreno de la ciencia ficción, algo que distingue el trabajo de todos los implicados.
Muy interesante también la relación que bebe del género fluido entre intérpretes y personajes y su uso. Junto a lo expuesto en el último párrafo se genera la ilusión de incluir asuntos como el incesto, la homosexualidad, la cuestión racial o la de género en una perversión del expresionismo alemán de Robert Wiene y El gabinete del doctor Caligari (1920), cerrando un círculo elidido que hace coincidir el momento cinematográfico de entonces con el período de mandato del protagonista. Y todo, en medio de una ciudad de hielo con cactus eyaculantes como prototipo de planta aborigen entre otros muchos delirios de la imaginación de los artífices de The Twentieth Century.
Finalmente, no resulta difícil imaginar a Rankin partiéndose ante esta imperiosa necesidad (que parecemos sentir los cinéfilos en muchas ocasiones) de encontrar referencias y símiles para catalogar una obra cinematográfica y así quedarnos “tranquilos”. Aquí eso no tiene cabida y lo que realmente se está haciendo es mostrar una inclasificable habilidad para detallar y desarrollar un posicionamiento crítico e ideológico, a través de un tratamiento de la imagen y sus posibilidades cinematográficas más desacomplejadas, que tamiza una visión trasversal y panorámica de un país de un modo implacable. Escarnio y burla como máximos exponentes de la diversión, también formal. Por todos los canadienses “defectuosos” y como cantaban sus compatriotas en South Park: Más grande, más largo y sin cortes (Trey Parker, 1999)… “Blame Canada!”.