En primera línea de las ‘Recuerrentes guerras silenciosas’, de Roberto Calsso
JOSÉ DE MARÍA ROMERO BAREA.
La interacción de lo público y lo privado se convierte en esencial para que cualquier búsqueda ilustrada llegue a buen puerto. Frente a la aniquilación global de la existencia en la que nos afanamos, contra la extinción masiva que socava los sistemas de soporte vital, de los que dependemos para la limpieza del aire, el agua y los alimentos, el autor, creativamente inmerso en su torre de marfil, se arriesga solo después de haber experimentado, se convierte en actor privilegiado, que trabaja contra reloj en mitad de la emergencia.
Prolijamente investigada, la empresa del escritor y editor Roberto Calasso (Florencia, 1941) constituye una inmersión “en el mito y la conciencia moderna” (mi traducción, al igual que las restantes), que nos ayuda a concienciarnos sobre el humano potencial de causar estragos inhumanos. La persuasiva afirmación del periodista británico Patrick Galbraith en su ensayo “En busca de significado”, es que en su último volumen, El cazador celeste (Allen Lane, UK, 2020), el erudito italiano emprende una hercúlea tarea: mostrar los límites del razonamiento y, al hacerlo, delatar nuestros abusos intelectuales.
Al tiempo que denuncia una sociedad post-apocalíptica empeñada en esquilmar toda muestra de fertilidad, se remonta el autor de Las bodas de Cadmo y Harmonía (1988) a un reducto intemporal, en el que “incluso lo invisible era visible”, viaja a través del tiempo para dar cuenta de nuestra imprudente Historia indisolublemente unida a los árboles, describe cómo hemos pasado de temer y mitologizar nuestros recursos a extraer riqueza de ellos, a cercarlos como retiros de lujo. Para ello, el Premio Europeo de Ensayo Charles Veillon (1991) “se aleja de los implacables pasajes de la mitología clásica”, acercándose a “los maravillosos detalles [que] brindan al lector un respiro necesario”.
A merced de cultos errantes y mágicos rastreadores, una “guerra silenciosa y recurrente, compartida”, de seres autoconscientes envueltos en un límite unilateral, presionados contra él, hambrientos de un inaccesible más allá, una serpenteante genealogía de nuestra descreída posmodernidad, “una llamada ambiental a las armas”, según Galbraith, que demuestra cómo la deforestación desenfrenada y el desprecio imprudente de la complejidad de la biomasa nos ha llevado al desastre.
Se afana el novelista de K. (2002) en gráficos de lo inexpresado, recreaciones escritas de lo intensamente vívido, como método para transformar milagrosamente lo distante, lo anecdótico de lo aparentemente real, la observación meticulosa de lo que nos rodea, combinado con una reflexión prolongada, recreada en un artefacto destinado a cambiar la forma en que pensamos, un ecológico toque de atención, un asalto argumentado al paternalismo inconsciente de nuestra ciencia de posguerra. Su implacable enfoque es deliberado: “lo que sin duda necesita ser redescubierto es la capacidad perdida de la antigüedad de captar lo divino en el ecosistema”.
Denuncia el editor de la publicación Shooting Times, en su reseña para la revista británica Standpoint, de abril de 2020, el castigo indiscriminado al que sometemos a la vida silvestre. En El cazador celeste, se cuestionan los paradigmas del progreso, al tiempo que se captura una triste verdad fundamental. Para articular la fragilidad de la cadena interrumpida, el ensayista de Cien cartas a un desconocido (2003), Premio Formentor de las Letras (2016), cuya obra en castellano edita Anagrama, recurre al poder de la sencillez, al esbozar un mensaje claro e intemporal: que todo está relacionado. Que no hemos tenido en cuenta ese mandamiento ni lo respetamos. Que lo hemos traicionado y seguimos haciéndolo.