Reseña de «Vigía de tu paso», de Pilar Blanco
Por Luis Llorente.
Ante el nuevo libro de Pilar Blanco, cabe decir que es una muestra de su culminación como poeta (sé que tiene un porrón de inéditos, pero también mucha obra publicada; como le sucede a muchos que no han tenido prisa, su obra está hecha lentamente (con distintas velocidades, pero nunca con urgencia y siempre con pasos certeros). Desde 1998 ( su primer libro aparece en 1982, pero era algo iniciático; vamos a considerar que su bibliografía realmente comienza en 1999, con Vocabulario íntimo, y, a partir de ahí, su obra empieza a crecer y a publicar con regularidad en colecciones muy diversas, desde Hiperión hasta Olcades; desde Visor hasta Eolas, y siempre con títulos tremendamente sugerentes); y este libro es una muestra de esa intensa vocación, y fruto de un proceso largo, madurado. Como una catarsis de todo lo anterior, pero también con nuevos elementos, apuntando hacia adelante, en esa imparable búsqueda.
Hablamos de Vigía de tu paso, un libro relativamente extenso (75 poemas), bellamente editado por Chamán ediciones, colección albaceteña que empieza a situarse como una de las mejores del panorama editorial independiente, y que aglutina en su catálogo distintas poéticas con absoluta democracia.
Para la colección, creo que Vigía de tu paso es de lo mejor que editaron en 2018 y, si establecemos una categoría solo para la autora, es uno de sus libros más maduros y consagradores de una larga carrera poética. Aunque, por supuesto, solo estamos a mitad de camino: todavía le quedan muchos por escribir.
Siempre hay una búsqueda del alumbramiento; el mismo lenguaje es el alumbramiento, en el sentido de ese numen: lo numinoso, que decía el chileno enigmático Gonzalo Rojas. Es la realidad la que queda filtrada por el lenguaje, interpretada desde la expansión de sus símbolos, como una espesura moldeada que se cifra en el poema, mostrando de manera doble: lo que vemos en ese lenguaje, pero también lo que la poeta omite intencionadamente. Y esa voluntad de omisión, esa renuncia, es acaso otro de los aciertos de este libro. La renuncia a otros elementos como quien construye ese silencio necesario que deja el poso en el lector. Y esa combinación de silencios y de dicciones, es lo que dota de profundidad a los poemas. El sujeto poético queda dirigido hacia una realidad múltiple (ya sean sus pasos aparentes, sus pasos solo esbozados, o unos pasos concretos), y en ese proceso uno palpa esa vibración. Hablar de la poesía de Pilar Blanco es hablar de vibración. Y de vuelo.
En el poema Alfa, que funciona como pórtico del libro, como preludio para una larga sinfonía, en una lectura lineal nos hace entrar en materia, nos da unas claves tan sutiles como sustanciosas para comenzar a desbrozar todo el conjunto (y también en directo tiene ese sentido; creo que sería el poema más adecuado para comenzar una muestra oral del libro), nos dice: «Y no sé con qué ojos vigilas la vida que está siendo, / que te ofrece el latido. Pájaro que quemó sus alas / y ahora es fuego». Toda una declaración de intenciones, sintomática estrofa para alumbrar la primera parte, El que observa.
La voluntad frente al temor; la observación que da un paso al frente, que lleva ventaja a la destrucción: porque al fondo está la elegía, y el que observa tiene esa conciencia de lo frágil. «Se cerrarán los ojos del padre, de la amiga».
Acepta la fragilidad de la belleza observada, y alza su palabra como resistencia. La palabra frente al vacío o la desesperanza. Señalo un verso especialmente significativo de esta parte, y es el último del poema II: «oquedad que rechaza su vacío».
En la factura de estos poemas, breves y con un final vibrante, me recuerda a poetas como Blanca Varela, que además creo que Pilar ha leído muy bien. También al Octavio Paz más conciso. O al Valente más místico.
En el poema IV: «Qué limpio el vuelo del ave en su inconsciencia de tejer aire y ala. / Qué inútiles su canto y su costumbre / de verter alma y música de nadie». En el poema XV, una bellísima secuencia con un sentido muy distinto: «Primero el lamentar del miedo y su negrura, / el cobijo y la hoguera / la voz que arrulla y canta / y pronuncia y da nombre y conjura la herida». En el XVII encontramos una apología de la visión; el que construye a partir de la ceguera: «Del ciego laberinto del que nacéis, / de su concavidad sin sutura y sin salida / habéis hecho un hogar». Y se cierra con la característica vibración de sus poemas más redondos: «Porque la luz / del conocer no mancha».
En la segunda sección, La criatura, nos adentramos en un tejido poético de «15» cantos. Y digo tejido porque la sensación que me da como lector es que es una exploración a modo de palimpsesto, donde cada poema no pretende ser tan autónomo, sino una parte de ese tejido. Cada poema funciona como una pieza indispensable, pero esta vez no importa tanto su autonomía como el proceso creativo, su integridad verbal, la fidelidad al mensaje de esta sección. La criatura es esa entidad salvaje que está dentro de nosotros, dirigiendo la voluntad pero también siendo el centro de los conflictos interiores, que se resuelven en el poema en función de sus aciertos. La criatura es ese vigía, y me parece ver aquí la armazón central del libro, su médula, que se expande en ese complemento, de tu paso. Y ese tú en realidad es un mi, pues hay una introspección constante y sostenida de principio a fin. Y el sujeto poético a veces resulta ser el espejo de esa criatura.
Algunos versos citados son reveladores de una poética tan sutil como delimitada en sus puntos de cohesión, sin mencionar a qué poema pertenecen; en primer lugar, por no entorpecer la lectura; en segundo, por considerar innecesaria la especificidad de la fragmentación, cuando estamos ante un brillante tejido, ante un canto de sentido homogéneo en «quince» cantos. «Y saber que el gusano / de este desasosiego se fortalece en mí. / Yo lo alimento». Dice en otro: «No me empujes / desde tanta inclemencia». En otro: «Tú que hablas a la noche en su lenguaje, / dínoslo, / di por qué / se devoran los astros sin moverse del sitio». En otro: «Todo es hoy y avanza hacia sí mismo». En otro: «Un tiempo de callar y de oscurécete». En otro: «Y puedo desdecirme, pero nunca / dejar de desearte». En otro: «Soy la máscara de / mi misma inexistencia». En otro: «Ojos que son la red / que enlaza el corazón al pensamiento». En otro: «despedirse, / ser isla. / Ser uno en la materia» (me ha remitido a un verso de su libro A flor de agua, que dice: «Hacernos infinito en la materia»; cito de memoria, pues es un verso que se me quedó grabado sin dificultad, y pertenece a otro de sus mejores libros). Seguimos: «Soy la estrella que veo contemplarme». En otro: «de pie sobre el abismo / en busca de esos ojos que nos nombran». En otro: Y mirar a lo alto, resquicio de la luz que nunca rompe. En otro: Amor que nos conduce al estallido. En otro: Intento retenerte, apresar tu no ser. En otro: Vuelvas a ser / tú desde ti, su huérfano latido.
Pasamos a la tercera sección, El espejo de agua, título que coincide con el de un libro de Vicente Huidobro. La sección se abre con una cita de Pessoa, que viene a decir que el poeta es su propio paisaje, el universo es ese yo. Nada más radical y metapoético que esa afirmación. En esta sección Pilar Blanco da cobijo a una serie de poemas intensos, que se despliegan con mayor radicalidad estética que los anteriores, y en algunos recurre a la cursiva porque aparece un diálogo o, si se me permite, una voz interior que entra en conflicto con otra voz. El primer poema se cierra con dos versos demoledores: «Mi lejanía es solo tu quimera, / la altura de tu vértigo». Más adelante, en el poema IV, nos dice: «Para que ya no sepas / qué real, qué niebla, qué procede / de ti, / qué te inventa y me inventa». Esa dádiva en dos direcciones, ese tú y yo. En el VI: «Allí, desde lo alto, me vigilas / y no / sé de qué pesadilla procedes, / en qué aullido / que heló la oscuridad se ha formado tu canto» (una de las secuencias líricas más hermosas de esta sección; me recuerda al Dámaso Alonso más desgarrado y existencial, el de los poemas más clamorosos y auto-indagadores de Hijos de la ira). En el IX: «No dejes que te quiebren. Vive abierto, / que te habite la lluvia». Brillante sencillez, claridad que fortalece el poema. En el poema XIV, hay un mensaje contundente y lleno de esperanza; una sentencia alumbrada y alumbradora, que por cierto me recuerda al Vicente Aleixandre más filosófico, el de Poemas de la consumación o el de Diálogos del conocimiento. Sí, pero es Pilar Blanco. Qué belleza: «Soy eterno, pues amo. / Amar es la raíz de lo infinito. / Amar es conocerse, es luz desde otros ojos». En el XV: «Ceguera que abre luz, / ignorancia que muestra. / Amar así el bastón que nos conduce, el reflejo que evoca / este vacío repleto de preguntas». (Una idea que enlazaría con la sección El que observa). En el XVII el espejo es explícito, corrobora que se ha encontrado: «Ahora sé quién eres, animal que me habita». En el XXII: «Quien tiene la respuesta / ha cruzado el umbral, / el sin retorno». Y en el XXVI: «Soy la piedra en que grabas / tu mano abierta». Y unos versos más adelante: «Seré en la eternidad / vigía de tu paso».
Después de esta sección, a modo de epílogo y de guinda de todo el conjunto, nos encontramos con el poema «Omega», un texto en prosa que puede interpretarse como una clave final y circular, pues retoma la idea del principio del libro: «Pájaro que quemó sus alas y ahora es fuego».
Así es Vigía de tu paso. Yo solo lo he destripado un poco. Ahora que sea otro lector el que lo disfrute, interprete, y conozca a su modo. Se puede leer aleatoriamente, y también resultará un placer. Y si se lee de manera lineal, descubriremos un hermoso palimpsesto.
Vigía de tu paso. Similar a los relámpagos, y plagado de huellas. Un libro potente, profundo, vibrante, desgarrado, radical, creado desde la raíz y desde el vértigo, hacia dentro y hacia fuera. Expansión e introspección. Poesía cargada de poesía.
Segovia, 27 de abril de 2020